La economía en la Constitución tramposa
La Constitución Política de 1980, a diferencia de otras Cartas en el derecho comparado, impone un modelo concreto de organización de las relaciones económicas del país. Ayudó a este propósito la asesoría de Milton Friedman quien, desde la escuela de Chicago, adoctrinó a un grupo de economistas para que instalaran el neoliberalismo, aprovechando las ventajas que ofrecía la dictadura de Pinochet.
Esos economistas, junto a un empresariado, que se benefició a precio vil de las privatizaciones de las empresas del Estado, optaron por promover una Constitución que no fuera neutral respecto de modelos económicos. Instalaron un tipo de organización económica que protegiera sus intereses y que no estuviese sujeta a una ulterior deliberación democrática.
En la Constitución de 1980, y también con los cambios del 2005, el sector privado ha encontrado un campo indiscriminado de acción para el ejercicio de cualquier tipo de actividad mercantil, incluido el ámbito social. Así las cosas, las puertas del Estado se encuentran cerradas para cualquier actividad económica, reduciéndolo a un rol estrictamente subsidiario.
Es lamentable que los redactores de la Constitución no tuvieran en cuenta que, a lo largo de la historia, en Chile y en el mundo entero, el Estado ha tenido un rol insustituible en la creación de nuevos mercados; esto es, desarrollar actividades que el sector privado es incapaz de impulsar. De hecho, casi toda la industria chilena, así como en Estados Unidos, internet, la nanotecnología y las invenciones farmacéuticas tuvieron su origen en iniciativas e inversiones del sector público.
Hoy día constatamos que, después de años de crecimiento, la productividad en Chile se ha estancado, porque la estructura económica fundada en recursos naturales ha agotado su dinamismo. Ahora, para recuperar la productividad es preciso diversificar la economía, ir más allá de la explotación de recursos naturales. Y para ello el Estado subsidiario no sirve. Se requiere un sector público promotor de la transformación, que invierta en ciencia y tecnología, con una política económica orientadora de los mercados y no disciplinada por los mercados.
Por otra parte, la actividad regulatoria del Estado también encuentra restricciones en la actual Constitución, con costos sociales ineludibles. En efecto, conductas empresariales monopólicas, colusiones e incluso estafas directas (como en el caso de la Polar), impiden al Estado regular con efectividad. Los depredadores se sienten cómodos con los recursos judiciales de protección y amparo y cuando son sancionados, las condenas son irrisorias. Por tanto, para proteger a la sociedad de los depredadores es necesario instalar un Estado regulador efectivo y, por cierto, terminar con la incapacidad autorregulatoria del mercado.
Probablemente la mercantilización de bienes públicos constituye uno de los mayores cuestionamientos a la Constitución de 1980. Las protestas en curso así lo señalan. En efecto, la carta constitucional señala que la salud y educación son servicios de atención públicos o privados. A ello se agrega un sistema de previsión social, sólo permitido al sistema privado de AFP.
Así las cosas, las familias del barrio alto, pagando Isapres y colegios particulares, obtienen una elevada calidad en sus atenciones de salud y educación, mientras que en Puente Alto la atención en hospitales y escuelas públicas es de calidad vergonzosa. Al mismo tiempo, la cantidad de dinero, aportado individualmente a las AFP, determina el monto de jubilación obtenido en la vejez, con diferencias abismales entre gerentes y profesores jubilados.
La sociedad se cansó de estas desigualdades y ahora entiende, perfectamente, que la Constitución pinochetista es la responsable del robo a sus derechos sociales. Es una Constitución tramposa, como ha dicho con lucidez Fernando Atria, y por ello hay que tirarla a la basura y redactar una completamente nueva.