Apología de la violencia
Las historiadoras del futuro tendrán, esperamos, una mejor perspectiva para explicar lo que aconteció en Chile el 2019. Por ahora, y puede ser confirmado al leer o escuchar la gran mayoría de los comentarios sobre la “revuelta” o la “crisis social”, pareciera haber acuerdo en dos aspectos. Uno: lo que sucedió era esperable, hace mucho tiempo que en Chile se sentía que las cosas “no podían seguir así”, la rampante desigualdad e injusticia social, expresada de múltiples formas, tenía que estallar. Dos: nadie entiende por qué pasó ahora, cuál fue la gota que rebalsó el vaso, la paja que dobló el lomo del camello (porque, por cierto, lo del metro no lo explica). Suma de elementos, suma de necesidades, suma de agravios, suma de dolores y de pérdidas.
Por fin, y en eso también parece existir consenso, Chile “despertó”; el país estaba empastillado con la nebulosa neoliberal y de pronto salimos de la caverna. Ahora la gente, la ciudadanía, el pueblo (términos cada uno marcados política e históricamente —que muestran la hilacha de quien los profiere) dijo no más, basta ya, ya no juegues con fuego más. ¿Recuerdan la canción de Carlos Puebla: “Aquí pensaban seguir /ganando el ciento por ciento /con casas de apartamentos/ y echar el pueblo a sufrir /y seguir de modo cruel /contra el pueblo conspirando/ para seguir explotando…”? Perfectamente podría ser cantada en estos momentos. Claro, el verso siguiente está aún por escribirse. “Y en eso llegó Fidel”, canta Puebla. ¿Quién llegará?: un nuevo acuerdo nacional entre políticos que rasgan vestiduras y juran, que te juro y rejuro, que las cosas van a cambiar; un reparto de platas, chorreo de empresarios que tiritan de miedo ante la posibilidad de que sus fondos suizos y panameños disminuyan un poquito; la represión aún más brutal que dice, como Bersuit, que son todos narcos, todos criminales, mano dura, mi general; o la versión más light de lo mismo que da vueltas por las plumas intelectualoides liberales que afirman son cosas de la juventud, nada que el tiempo y un buen psicoanálisis no puedan curar. Y, por supuesto, crear una nueva constitución, desde la cual, al menos sea más difícil que se den las condiciones para la suma incesante, acezante, de injusticias que el sistema actual permitió. Sin ni siquiera mencionar que la actual sigue siendo la Constitución establecida a sangre y fuego por una dictadura y revalidada por los juegos y los fuegos neodemocráticos neoliberales, una nueva carta magna no asegura en sí absolutamente nada.
Muchos países nos han demostrado que una nueva constitución no cambia la realidad (América Latina tiene un exquisito récord al respecto). Con cierta grandilocuencia podemos decir que Piñera y su gobierno tienen una posibilidad única; colocados en un tránsito histórico pueden realizar algo que nos acercaría mucho más a vivir en una sociedad democrática; algunos diríamos que se trataría, por fin, del final de la transición.
Es claro como el sol en el desierto de Atacama, que ninguno de los cambios y transformaciones que ahora parecen estar a la vuelta de la esquina, hubiesen sido posibles sin la violencia ejercida por la gente, los ciudadanos, el pueblo. Nos guste o no. Sin los “actos de violencia”, la reacción del gobierno hubiese sido –decimos una obviedad– muy diferente. Probablemente, ni estado de emergencia ni toque de queda ni milicos en la calle. Pero tampoco se hubiese producido el descolocamiento radical del gobierno –un no saber qué cresta hacer, ¿no que éramos los más tranquilitos del continente, no que aquí no pasa nada ni cuando pasa algo?–. La violencia en las calles, en las manifestaciones, como han apuntado tantos, es mínima comparada a la violencia del sistema, a la diaria que experimentan miles de personas. Pero se ve, sale en la tele y en las redes sociales, es subjetiva, como dicen. Y muchas veces parece estúpida y sin sentido: ¿por qué destruir un café literario donde se puede ir a leer gratis?, el metro lo usamos todos, etc. Sí, de acuerdo, parece violencia que tiene el fin en sí misma, que es ejercida por “extraterrestres” contra los cuales estamos en “guerra”. Pero, ¿qué pasa si ese es el único lenguaje que se escucha? (¿no será acaso aplicar un poco la misma medicina?).
El otro día una estudiante nos enseñó una frase de Martin Luther King, quien dicho sea de paso ganó el Nobel de la Paz. Decía MLK que los motines, alborotos, revueltas, son la voz de los que no son oídos. Sí, llega un momento en que las revueltas se convierten en legítima defensa. No es exactamente un punto de vista, es el cuchillo que está justo a mano un día que tu marido o parejo te está aforrando como desde hace tanto. No es que creas que racionalmente está bueno matar a nadie, tampoco te gusta la idea de manchar el piso, pero es el momento en que te das cuenta que lo que hace el otro sobre tu cuerpo es violencia. Lo reconoces por fin en y durante y con el acto de resistir. Y ahí es cuando dan ganas de salirse del clivaje acepto o no acepto la violencia y dan más ganas de pescarse de la Rosa Luxemburgo (y también de Huidobro) y maravillarse de cómo en el mismo proceso de revuelta y de suma de revueltas se constituye la posibilidad real de constituir un nuevo orden.