El estallido indomable
Las calles se han poblado como nunca y una barriada brava marcha sin cesar por la calzada: ahí agita sus manos abiertas y empuñadas, ahí grita, grita y grita, hasta que la afonía toma su turno en cada garganta. Nada parece flaquear y nadie insinúa cansancio. El desgaste no tiene lugar aquí, y una rabia contagiosa se desata y no deja de saltar. Por de pronto, salen del anticuario consignas políticas de ese desprestigiado pasado y que con inusitada contingencia se actualizan y se instalan en el presente: avanzar sin transar se vitorea en medio de la multitud como si nunca hubiera habitado los pasillos del olvido y las conversaciones cargadas de nostalgia. Algo tiene este ambiente indómito que exhuma de su entierro ese rojo amanecer tan bastardeado por incrédulos y conversos, y que simultáneamente hace revivir aquello que Alain Touraine marcaba con máxima autoridad: El pueblo nunca estuvo unido y siempre fue vencido…
Quizás lo vencido está por escribirse y seguramente deberá recorrer un largo camino para vencer; pero unido, parece marcar a fuego una bravura que aglutina la ocurrencia dramática de una vida atrapada en el desaliento y el pesimismo, y que no puede ser archivada bajo aquel análisis presuroso de las sociologías del malestar y la insatisfacción de la modernización capitalista. Hay algo en esta barriada indómita que no se deja amedrentar por las retóricas del terror en las sentencias habituales que vocean las élites del poder económico y político. Por el contrario, no sólo ocupan las calles y plazas del país, sino que muestran una conmovedora voluntad para confrontar esta realidad amarga que incomoda y se vuelven un estímulo que genera congregación.
El extremismo neoliberal lo provocó y lo hizo: pecó de glotonería y de degenerada acumulación, pensando que tenía sellado un contrato con la eternidad. Chile, el niño símbolo del capital financiero mundial, ahora sí que está en aprietos. La calle arde y la ciudad se enciende, y la Derecha política se consumen en el fuego de su incompetencia, sin posibilidad de reponer aquel relato del orden latente y amenazador de las botas marciales. Nada de eso ocurre, nada de eso pervierte el entusiasmo de una barriada inagotable.
La chispa prendió, y en un par de horas se extendió como una llamarada que terminó por secar el oasis: ni charco le quedo en unos días al “Piñe” y su piño de derechistas que, consumados en el siniestro y sofocados en el humo, clamaron por ayuda… agüita le pedían a la clase política, rogaban por el retorno de un pacto político, anhelaban casi con una nostalgia desmedida el regreso de los consensos… mientras las calles contabilizaban a favor una multitud que no perdía ardor, y al caer la tarde se encendía nuevamente ese fuego desatado para recordarle al “Piñe” que de esta inflamación no saldrá fácilmente.
El fuego quemó la prepotencia y la pachotada del piño que acompaña al “Piñe” y desnudó las falacias de su relato, y no sólo eso, también ardió en la fogata su dogma del crecimiento, quedando consumido en cenizas. En la desnudez del “Piñe”, brotó con naturalidad su pillería, ésa del bandido que frente a la malaventura se redime con falso disimulo para persuadir, no sé a quién a estas alturas, con una supuesta agenda de Estado y capitalismo social.
Cuidado: el fuego nunca olvida a esos otros agentes del neoliberalismo, aquellos que gobernaron en la hipocresía política y administraron el modelo heredado del pinochetismo sin ningún escrúpulo ideológico. Es hora de que en la extensión de la llamarada no fanfarroneen con su desgastada perorata de la “política como el arte de los posible”. Hay que decirles que ya no surte efecto, porque durante treinta años han contribuido a configurar a ese sujeto de la precariedad del capitalismo financiero: aquello que el historiador argentino Miguel Mazzeo denomina “pobretariado”.
Por eso, por su omnipresencia, el pobretariado vive en casi todos los sectores del país. En la periferia su estallido es brutal, porque el drama ahí es vivo, camina por las calles y es visible en las plazas. Cuando explota no da concesiones, porque es social pero también es político: su irrupción confronta el confort del poderoso. Así también, está ese pobretariado que sale del closet ya sin vergüenza ni apariencia para exhibir su precariedad sin complejos. Su dramaturgia es festiva y pacífica. No son disímiles ni antagónicos sino sufrientes del mismo modelo, y de seguro, Chile ya no será el mismo en el provenir, porque siempre estará latente ese estallido indomable que por el momento tiene entre las llamas al “Piñe”.