Estado en quiebra
En uno de sus discursos, Piñera declaró la guerra al pueblo: “estamos en guerra contra un enemigo poderoso”. No especificó qué o quien era ese enorme enemigo. Dejó, sin embargo, el fantasma de un poder anónimo, sin rostro, encapuchado, si se quiere, que inunda la ciudad y acecha a sus mejores servicios. Al no especificar qué o quien era ese “poderoso enemigo” Piñera inocula la lógica del enemigo interno: al no tener rostro, al no ser un quien, sino un espectro, cualquiera puede ser calificado de enemigo.
La guerra que desató es una guerra contra los cualquiera. No hace falta ser militantes de algún partido político o miembro de alguna organización supuestamente “anarquista” para ser perseguido. Basta ser un cualquiera atosigado por un conjunto de dispositivos cotidianos que modulan capilarmente la potencia de los cuerpos. La guerra contra los cualquiera comenzó hace mucho: en una reedición de la antigua Inquisición, 1973 condensa la violencia estructural de una tierra perdida en el ocaso del mundo que, sin embargo, fue desde el principio fundada sobre la paranoia del enemigo interno en la que se jugaba una querella permanente contra el “indio”. Sus pactos oligárquicos que han dado lugar a las diferentes formas del Estado desde la Constitución de 1833, actualizan el fantasma que Piñera hoy día ha explicitado de manera brutal.
Pero la guerra contra los cualquiera no sólo modifica el tono de los cuerpos, sino también, el estatuto del propio Presidente en la que se produce una situación, cuando menos, paradojal: quien es Presidente desata la violencia estatal contra los pobres y, a la vez, renuncia a la política. Si el Presidente renuncia a la política a favor de la violencia significa que ya no está actuando como Presidente, sino como un Tirano. El propio Piñera ha renunciado de facto a su cargo republicano (lo que quedaba de él).
A la inversa: las palabras del general Iturriaga al decir “Yo no estoy en guerra con nadie” no sólo contradicen a su jefe (el propio Piñera como Presidente ) sino que además, instalan al militar en la posición del Presidente. Así, el Presidente formal (Piñera) ejerce violencia y el General (Iturriaga) actúa políticamente. Los términos están completamente invertidos y, por esa misma razón, dado que Piñera no está ejerciendo fácticamente como Presidente, sino como Tirano, es que ya está renunciado: que el pueblo se lo recuerde en los próximos días y termine por hacerlo renunciar formalmente y para siempre.
Piñera ha devenido Tirano y con ello, ha consumado la imagen prístina de un Estado que se ha ido a la quiebra. No a la quiebra económica, por cierto, pero sí a la quiebra política. Una quiebra económica se define por constituir una situación jurídica en la que una persona deviene incapaz de enmendar los pagos que debe realizar porque resultan superiores a sus activos. Una definición interesante, por cuanto muestra la existencia de un exceso y de una imposibilidad de suturar, la exigencia de pagos y los activos de la empresa. No se trata de una situación posible de resolver desde los activos de la propia empresa, sino de su quiebra, esto es, la imposibilidad de responder a la exigencia de pago.
Podríamos pensar la figura de la quiebra, ahora, en un plano propiamente político: el Estado subsidiario, matriz del Estado chileno, no puede responder al deseo de su pueblo. No puede hacerlo no porque su clase política carezca de “voluntad”, sino porque estructuralmente ha sido un Estado fundado en base a la negación del deseo popular. Por eso, su articulación se ha erigido en tres tiempos concatenados: un primer tiempo, responde a la violencia de la dictadura y la implementación feroz de las reformas neoliberales desde los años 80; un segundo tiempo, a la articulación de la transición a la democracia que implicó reformas constitucionales consumadas entre 1988 y el año 2005 cuando el presidente Ricardo Lagos sustituye su firma por la de Pinochet; un tercer tiempo, en el que dicho pacto se agota y el régimen neoliberal requiere de una profundización intensiva (que va desde la aparición del movimiento estudiantil del 2011 hasta la fecha) para lo cual ya no necesita echar mano de recursos legales o “democráticos”, sino que apela explícitamente a formas de excepción permanente, tal como han enseñado los demás países de América Latina.
Los tres tiempos de articulación de la matriz subsidiaria del Estado chileno han funcionado, sin embargo, sin modificar sustantivamente su estructura, sin alterar la razón neoliberal que lo constituye. Pero dicho repertorio ha devenido en quiebra porque la potencia de los cuerpos que había podido despotenciarse, docilizarse por algún tiempo, pero con intermitencias variables, regresa ingobernable, enteramente desprendida de la posibilidad que el Estado pueda responderle. En este sentido, no tiene nada que ver con una modernización que podría enmendar su rumbo para “satisfacer las expectativas frustradas” de la “gente” (como creería el sacerdote Carlos Peña), sino de una potencia que simplemente ha ido “más acá” de la domesticación estatal haciendo que el poder implosione por todos lados para afirmar lo único que ha triunfado en estos días: la democracia popular. Por “democracia popular” no habría que entender un “régimen” político preciso (un orden) sino una potencia destituyente que interrumpe la máquina guzmaniana. El triunfo popular –en su anhelo radicalmente democrático de habitar (y, por tanto inventar) un mundo que ha sido sistemáticamente devastado- ha sido el triunfo de la democracia en tanto ha puesto en primer plano la igualdad radical que nos constituye.
El Estado chileno está quebrado políticamente e imposibilitado por la no traducibilidad del “capital financiero” que la oligarquía depredadora ha hecho crecer a borbotones, en “capital político” que parece difuminarse sin retorno. Se ha producido una disyunción radical entre economía y política, un impasse entre la razón administrativa y la soberana que habían sido suturadas perfectamente al constituir la matriz subsidiaria del Estado chileno desde el Golpe de Estado de 1973. La armonía inventada por Jaime Guzmán entre neoliberalismo y catolicismo, entre capital financiero y autoritarismo estatal ha sido interrumpida decisivamente por la asonada popular.
La parálisis domina y la máquina guzmaniana –transversal tanto al conservadurismo como al progresismo neoliberal- no puede funcionar sin sacrificar su propia consistencia: la matriz subsidiaria otrora impuesta por la alianza cívico-militar entre los Chicago Boys y Pinochet. Por ahora, la máquina sólo puede declarar el Estado de Excepción Constitucional para “resguardar el orden público” y dejar que policías y militares masacren a ese “enemigo poderoso” como es la potencia popular, pero está completamente incapacitado para ofrecer algún repertorio político. No porque el gobierno sea poco creativo y no tenga relato (que jamás lo tuvo) o porque la clase política haya perdido astucia (que no tuvo mucha), sino porque, siendo síntomas de la debacle, los recursos políticos e institucionales de la máquina guzmaniana han sido desactivados.
El gobierno está paralizado, la clase política también, pero sobre todo, el Estado está políticamente quebrado: la declaración del Estado de Excepción Constitucional con toque de queda que no funciona del todo porque el pueblo abraza las calles como su hábitat más natural, es signo de que la máquina guzmaniana ya no puede conducir, que no puede convencer, que no puede construir ni hegemonía ni legitimidad que, lisa y llanamente no puede nada.
La impotencia del poder devenida es precisamente lo más decisivo: ella se expresa en la asonada popular que se tomó al país. Los movimientos populares cuya revuelta fue encendida por los estudiantes secundarios, han revocado al poder y han abierto una potencia. No preguntan “quien” sino “qué” podemos hacer juntos o no, qué podemos imaginar en común, qué podemos, entendido en clave de potencia y no en la del poder. Porque la potencia es la capacidad de los cualquiera para interrumpir el continuum del orden político y sus múltiples técnicas de gobierno. Los cualquiera han dicho: no queremos ser gobernados de esta forma, no queremos ser gobernados desde el modelo del Estado subsidiario tan propio de la razón neoliberal y, por eso, hemos destituido al poder, lo hemos llevado a su punto cero mostrando que su modelo está políticamente quebrado.