La guerra contra el terrorismo

La guerra contra el terrorismo

Por: Rodrigo Karmy Bolton | 05.09.2019
A continuación presento una serie de cuatro textos seguidos titulados “La guerra contra el terrorismo” que serán publicados por El Desconcierto durante las próximas semanas del mes de Septiembre en orden a pensar ¿qué implicaron los atentados perpetrados el 11 de septiembre de 2001 contra el World Trade Center en EEUU para la actual deriva del mundo?.

 ¿Por qué nos odian tanto?

Una de las preguntas que la sociedad estadounidense se hacía inmediatamente después de acusar recibo del golpe mediático y político de Bin Laden sobre el World Trade Center fue: ¿por qué nos odian tanto? Lejos de ser una pregunta superficial, indigna para un análisis pormenorizado, me parece que debe ser pensada como la forma elemental del imaginario imperial estadounidense.

Jamás una pregunta se hace al vacío, sino siempre al interior de una constelación discursiva en la que ella se vuelve eventualmente posible de formular. Por eso, las preguntas que una sociedad se plantea, sobre todo aquellas que lo hacen en momentos de excepción, expresan la inconfesable verdad de un modo de vida.

¿Qué sintomatiza, entonces, la pregunta “por qué nos odian tanto?” Formulada en momentos en que el rostro de Bin Laden circulaba espectralmente por los medios de comunicación masivos y, paradójicamente, la población “tranquilizaba” la angustia del desplome, con el feroz fetiche de un enemigo, la pregunta revela mucho más –y resulta infinitamente más útil políticamente- que algunos monumentales –o paranoides- análisis geopolíticos.

“¿Por qué nos odian tanto?” es una pregunta de quien reclama excepción, el discurso de quien pretende detentar la posición del “bien”. ¿Cómo alguien que cree haber  ejercido el “bien” sobre la tierra podría ser “odiado”? Justamente, la presuposición de bondad es el pivote del imaginario político estadounidense. En él, se trata de ayudar a otros, de velar por otros, de hacer que otros que no han alcanzado el bien puedan hacerlo. Un bien que los EEUU  donan a otros porque se inviste de la posición de pastor frente a una oveja. El pastor dirige (EEUU), la oveja es dirigida (el resto del mundo). El pastor siempre se sacrifica por la oveja, al punto de poder renunciar al mundo con su propia crucifixión. La oveja no puede gobernarse a sí misma. Justamente el pastor la gobierna, guiándola hacia el bien pues le anuncia algo crucial: la “buena nueva”.

En la tradición cristiana el anuncio de la “buena nueva” –el evangelio- se llamó kerigma. El kerigma el que condensa todo el mensaje cristiano que no dice otra cosa más que: el mesías ha llegado. En su imaginario político EEUU se presenta a sí mismo, como un pastor que anuncia a las ovejas que el mesías ha llegado, las evangeliza. Pero el evangelio anunciado se traduce políticamente en la noción de “democracia” pues el imaginario político que aquí prevalece parece resumirse en la siguiente fórmula: todos los conceptos políticos estadounidenses –“democracia” en primer término- son conceptos pastorales gubernamentalizados.

De hecho, el Libro del Mormón que estructura gran parte del imaginario imperial estadounidense, plantea un asunto clave al respecto: la Tierra Prometida en la que se identifica a los EEUU carece de “rey” alguno, sino tan sólo “gobierno” y, por esto, resulta ser la tierra de la “libertad”. Al concebirse nada más que como un “gobierno”, todo parece culminar en la frase “In God We Trust” bajo la cual EEUU hace circular  mundialmente el dólar. Basta agregarle una “l” para que God se trastoque en Gold y la fe o confianza (trust) apunte enteramente al dinero. En este sentido, ha sido EEUU quien consumó al capitalismo como una verdadera religión.

Que no exista “rey” y sólo “gobierno” significa que la “democracia” –y por tanto la gubernamentalidad como técnica de poder sostenida en base al paradigma económico- opera no como un régimen entre otros, sino como la estructura misma del país, en la que todo gobernante debe regirse por la Constitución. Como los otrora mandamientos revelados a Moisés, la Constitución estadounidense adquiere, en este contexto, una investidura sagrada que signa a los EEUU como un país excepcional destinado, en parte, a anunciar el kerigma: la “democracia”.

Estados Unidos deviene la última forma imperial del pastorado. Como ha visto Perry Anderson, su apuesta evangelizadora se inviste a sí mismo como la verdadera Tierra Prometida, como la realización de la promesa divina. En su vocación crística, EEUU se presenta así como defensor de la “humanidad”. Constitucionalmente no define sus fronteras porque su dinámica pastoral desafía permanentemente la antigua tecnología soberana de corte estatal-nacional en orden a incorporar una estrella más en cualquier ocasión. EEUU es, por esto, el primer país post-estatal en que la “democracia” (la gubernamentalidad) funciona como la operatoria fundamental de la propia nación.

Pero, justamente, al anunciar el kerigma, los EEUU traen consigo una expansión incondicionada y absolutamente universal del capital. En ello recae la voluntad de poder que revierte en imperialismo. Pero, si bien condensa las otras formas imperiales (la hispano-portuguesa y la franco-británica), el imperialismo estadounidense las lleva al extremo para gubernamentalizarlas enteramente y consumar así la democracia “misionera” (Massad).

La propia contextura de la “democracia” afirmada por EEUU es ya de estructura imperial: al flexibilizar sus fronteras con su Constitución en orden a la expansión de su mensaje la relación de la palabra sagrada con las armas resulta inevitable. Las armas no serán un “mal” sino parte de la voluntad evangélica que orienta sus esfuerzos a defender la propiedad privada, la familia o la nación (tres nombres para lo mismo). Si se quiere, por la “libertad” que recurre a la figura del cazador para ir tras el anti-cristo que la impide: en 2001 Bush jr. dijo que iría a la “caza” de Bin Laden.

¿Por qué nos odian tanto? Es la sintomática pregunta que afloró en los momentos en que el World Trade Center se convertía en polvo. Como una ironía en la que el atentado de Bin Laden mostró los pies de barro de la nación mas poderosa del mundo, la pregunta formulada en medio de la desesperación encuentra su completo sentido: ¿cómo alguien podría “odiarles” si ellos no han hecho más que prodigar el evangelio de la democracia? ¿No deberíamos agradecer el sacrificio pastoral que el imperium parece haber ejercido sobre nosotros?

Como chilenos ¿no deberíamos agradecer que los EEUU hayan participado activamente en el derrocamiento del presidente Salvador Allende y nos haya “salvado” del comunismo? El pastor apunta a la salvación y la evangelización por la “democracia” misionera resume el carácter escatológico del imperialismo estadounidense. Siempre se trata de “salvar” a quienes supuestamente están oprimidos. El pastor está con los más débiles. El pastor mismo es parte de dicha debilidad.

El nihilismo inmanente al imperialismo estadounidense es parte de las tantas figuras  cristianas del pastorado en las que, como diría Nietzsche, se inaugura una forma de soberanía enteramente transvalorada: no se trata del soberano que goza del ejercicio tiránico, sino de aquél que se victimiza recurriendo a la retórica sacrificial. El soberano no apunta a los fuertes, sino a los débiles, no rescata a los culpables, sino a los inocentes. Soberanía del resentimiento en la que, sin embargo, se desenvuelve un tipo de auto-afirmación que no deja de funcionar en la forma de un Yo que clama por una cultura individualista y, a la vez, de una forma imperial que dice de sí ser el “bueno” de la película. ¿Qué es Hollywood sino el dispositivo de glorificación –esa aclamación eficaz subrayada por Agamben- permanente del “gobierno” del mundo por parte de quien detenta la bondad para regir sus enteros destinos? En Hollywood el poder deviene gloria y la gloria un poder.

Sin embargo, es preciso plantear una premisa: Bin Laden no pertenecía a otra “civilización”, su atentado no constituye ningún “choque de civilizaciones”, sino que Bin Laden –con toda su raíz saudita y, por tanto, su doctrina ideológica wahabí-  sino que era tan cowboy con biblia, como lo fue Bush jr. Pensar que entre Bush jr. y Bin Laden se juega un “choque de civilizaciones” tal y como la intelectualidad neoconservadora norteamericana planteó desde Bernard Lewis hasta Samuel Huntington resulta ilusorio. Mas bien, Bin Laden y Bush jr. fueron dos caras de una misma maquinaria imperial que re-articulaba enteramente sus mecanismos bélicos en la nueva codificación de la “guerra contra el terrorismo”. Bin Laden y Bush jr. son la misma articulación del arma y la fe, del cowboy y la Biblia, uno en versión wahabí, el otro en versión evangélica.

No habrá fe sin armas: ella se presenta siempre por sobre las instituciones mundanas y, en ese sentido, se articula como un discurso de excepcionalidad permanente. El triunfo de una cierta forma de “fe” en nuestro tiempo no se debe a la permanencia de una arcaica época medieval, sino de un discurso capaz de impulsar una política para la que la excepción se ha vuelto la regla. El discurso de la fe es el de la guerra permanente, aquél que no confía en la forma estatal-nacional para conducir a las poblaciones, sino que aceita la “guerra contra el terrorismo” como fórmula que designa la política excepcionalista, orientada a profundizar la guerra civil global.

¿Por qué nos odian tanto? no es una pregunta. Es la desesperación frente a un símbolo de la “democracia” que cae a pedazos: el World Trade Center como Templo del capital se vuelve polvo después de que dos aviones se estrellaran en ellos. Una vez sufrida esa experiencia, el pastor no puede seguir igual. Se volverá hacia su propio reverso especular –el cazador- que, por cierto, el viejo oeste con su sistemática campaña de colonización, conoció muy bien. Con él, podrá perseguir ad infinitum al verdadero anti-cristo que osó destruir su Templo.