Corina Maureira, la mujer que denunció el genocidio de Pinochet ante la ONU
Corina Maureira Muñoz (66) dobla la esquina y aparece por la vereda de enfrente. Saluda con un abrazo apretado y, enseguida, invita a que pasemos al Cementerio Parroquial de Isla de Maipo. “Vamos a ver a mi mamá”, dice resuelta.
Hace pocos meses falleció Elena Muñoz, una incansable defensora de los derechos humanos. La “Nenita”, como le decían en su círculo familiar, es ampliamente recordada por el emblemático caso de los Hornos de Lonquén.
Afuera del cementerio están instalados dos vendedores de flores. Corina inclina la cabeza y balbucea un saludo rápido. Desde la entrada se ve el memorial donde están sepultados sus familiares; lo que quedó de sus cuerpos calcinados. En las placas están los nombres de su padre y sus cuatro hermanos secuestrados y asesinados a pocas semanas del golpe. También está la familia Astudillo, Navarro y Hernández.
La inscripción los recuerda como los mártires de Lonquén, un mensaje rodeado por dieciséis tumbas adornadas con pequeñas vasijas con flores y adosadas a los azulejos grises. Se ven rosas, tulipanes, gardenias y calas. Algunas son artificiales; otras, están comenzando a marchitarse por el paso de los días.
En esta historia familiar, marcada por la sindicalización campesina y la búsqueda de más de 40 años de justicia, la de Corina no ha quedado eclipsada. No pensó que tendría que asumir como vocera y llevar adelante la representación de su familia. Tanto así, que a sus 26 años denunció el genocidio de Augusto Pinochet ante el mayor organismo internacional de Derechos Humanos, la ONU. Corina exigió dignidad.
Hoy repasa parte de lo que fue ese episodio.
[caption id="attachment_296657" align="alignnone" width="3006"] /Alemania, 1979.[/caption]
"Se enteraron por Radio Moscú"
Corina está en el sofá de su casa, en Isla de Maipo, prende un cigarro y se acomoda para hablar. Después de hacer un repaso a los homenajes que le hicieron a su mamá el verano pasado, retrocede unas décadas. Recuerda la huelga de hambre de la que participó en la dictadura; ahí estuvo Viviana Díaz, Premio Nacional de Derechos Humanos.
—Y, ahí, ¿estuvo Elena?
—No, yo participé junto a otras mujeres, esposas e hijas de detenidos desaparecidos y ejecutados políticos. Mi mamá se repartía de cosas, no tenía tiempo para todo. Pero ahí estuve yo y otros familiares, aunque de todos los hermanos, siempre he asumido yo como la vocera. Me fui metiendo en esto y ahora sigo participando en actividades y seminarios que me invitan.
En esos años, Corina también llevaba una doble vida: el tiempo que le quedaba de su trabajo como asesora en una casa en Tobalaba, lo dedicaba a la organización política. Fue la hija de su jefa quien le ayudó a sacar los pasajes para Alemania; ella trabajaba en una línea aérea. Allá la recibieron otros chilenos exiliados (Corina no salió en esa calidad) y, por cerca de cinco meses, estuvo recorriendo distintos países europeos.
Sigue fumando y, de pronto, se acerca a un mueble de madera y saca unos papeles doblados y atados con un elástico. Los abre y desliza sobre la mesa una credencial que lleva su nombre. Era el documento para ingresar a la ONU, en Ginebra, Suiza. El timbre es de marzo de 1979. Revisa fotos, varias a color y, otras, en blanco y negro. Algunas la muestran con un abrigo amarillo, el mismo día que expuso.
—Hacía mucho frío, era pleno invierno, y unas compañeras me prestaron ropa más formal. Yo llevaba pocas cosas—, recuerda.
[caption id="attachment_296665" align="alignnone" width="449"] /Documento de ingreso a la ONU[/caption]
Corina tenía 26 años, y en ese viaje su palabra quebró con la imagen internacional que pretendía crear el régimen de Pinochet. “En Chile, se tortura y se mata”, dijo.
Fue la mujer que denunció ante la ONU el genocidio y llevó la brutal historia de desaparición y asesinato de su padre y sus hermanos al mundo.
—Y, ¿qué efectos tuvieron tus palabras?
—En el salón estaba Sergio Díez, el embajador de Pinochet (1977-1982). Lo vi salir apurado, por un costado. Había otro hombre también representante chileno, pero ambos se fueron (…) Con todo eso, se pierde el miedo, imagínate, yo ahora tengo este carácter, pero antes no. Llegué con todo escrito, una carta redactada por los chilenos exiliados—, cuenta.
Al término de esa exposición, los periodistas se le acercaron y le tomaron su testimonio. Salió en varias notas para la televisión extranjera. En Chile, su familia y las agrupaciones se enteraron de su intervención por la Radio Moscú. Los agentes de Pinochet también se enteraron y, por varios días, fueron hasta apedrear la casa de su mamá.
Corina tomó un vuelo en Italia para regresar a Chile.
—Lo único que sabía era que una persona de la ONU se embarcó en el avión por protección; era incógnita (...) Se supone que llegó hasta Argentina y, después, vio que tomara el avión a Chile—, recuerda.
Nunca le revelaron su identidad; nunca supo si realmente fue así.
El último peregrinaje por la justicia
Corina Maureira hace memoria. No retiene detalles exactos sobre las últimas conversaciones con Elena, su mamá. Pero sabe que siempre estuvo pendiente del fallo de la Corte Suprema contra los carabineros responsables del homicidio calificado de los familiares de Lonquén.
El último peregrinaje que hicieron por la justicia fue en 2017.
Sentada en la banca de madera del máximo tribunal del país, una vez más escuchó –en voz de su abogado– parte de la declaración del cabecilla de este episodio: era el capitán que dictaba las órdenes, el jefe de la Tenencia de Isla de Maipo, Marcelo Castro Mendoza.
—No es efectivo que las 15 víctimas fueran enterradas vivas, ellos fueron fusilados por orden mía y luego lanzados al horno (…) Lo hice por una orden superior de un coronel que telefónicamente me ordenó deshacerme de ellos. Y ese “deshacerme” era darles muerte—, se escuchó al interior de la sala judicial.
Corina recuerda que nadie dijo nada, pero los sollozos contenidos inundaron el lugar. Eran llantos ahogados.
Finalmente, en junio de 2018, los ministros dictaron la sentencia definitiva contra los carabineros acusados. El mayor responsable había fallecido y una vez más se daba cuenta de la impunidad biológica.
Después de 40 años de buscar justicia, ese proceso había culminado. Pero hay otro que no termina para Corina. Ella se reconoce como una "trabajadora por la historia" y, eso, está lejos de concluir.