Universidad y Salud Mental: No es un problema millennial, es un problema de clase

Universidad y Salud Mental: No es un problema millennial, es un problema de clase

Por: Leonardo Jofré | 25.04.2019
Aquellos que despectivamente denominan “millennials” no sólo empatizan mejor con el del lado y son más conscientes de las prácticas enajenadas cotidianas, sino que no cargan con la herencia ideológica directa de dictadura. Hablar de consciencia de clase sería claramente una exageración, pero al menos hay una intuición repetida desde el ámbito organizativo estudiantil: pese a lo que nos han querido hacer creer, no todos y todas tenemos las mismas oportunidades. No todo lo resuelve el esfuerzo. El dinero, el capital y la economía determina nuestro contexto: nos pone barreras o nos abre puertas.

El debate sobre la carga académica, las condiciones de estudio y los métodos de enseñanza en los espacios universitarios se ha tomado las redes sociales en las últimas semanas. Esto a propósito de la protesta de estudiantes de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Chile (FAU) en sus dependencias, haciendo ahínco en los distintos problemas de la salud mental que sostienen derivados de cursar sus respectivas carreras.

Entre posiciones a favor y en contra, la crítica de quienes rechazan el porqué de la manifestación basan su posición en distintos argumentos, pero la gran mayoría redunda en lo mismo: la universidad, desde su parecer, no es para todos y todas. Aunque sólo lo digan solapadamente, aunque sólo se pueda inferior como conclusión a sus posiciones.

Aquello contraría el espíritu que ha guiado, a través de la protesta social, al movimiento estudiantil: dejar atrás un modelo perpetuador de élites por medio de aportar capital formativo sólo a una casta, reproduciendo así una sociedad de clases. Por el contrario, el entendimiento de la educación como un derecho social ha sido la demanda tanto en su fondo -con la búsqueda del fortalecimiento integral de la persona desde sus distintas competencias-, como en su forma -con una acceso no mediado por condiciones socieconómicas de cada familia o individuo-, sin discriminaciones arbitrarias. Por eso sorprende, en gran medida, que personas incluso “progresistas” hayan declarado, con sorna e incluso rabia, su rechazo a la protesta de las y los estudiantes de FAU.

Y es que allí hay no sólo ignorancia en torno a cómo se conciben hoy las condiciones de estudio o de la importancia que merecen las enfermedades mentales, sino que existe una oposición “generacional” de quienes miran con desdén a quienes hoy llaman “millennials” (dicho sea de paso: ¿qué significa realmente ser parte, a nivel de contenidos, de aquella categoría?). Porque más allá de la carencia de una significación no ofensiva de dicha palabra, con tal elucubración (pues difícilmente es denominable argumento) se replica un “si yo pude, otros también pueden”, expresión propia de la naturalización de prácticas opresivas y abusivas que siguen transmitiendo con sus propios actos. Sólo quienes soportan constantes prácticas atentatorias contra la propia salud mental de los y las estudiantes, derivadas de la confusión entre excelencia y excelentismo, serían quienes merecen llegar allí, estar allí y titularse de allí. Existe, así, una especie de re-afirmamiento del propio ser mediante la oposición hacia un otro, y, particularmente en este sentido, un otro como sinónimo de un colectivo: personas forjadas al calor del esfuerzo y sacrificio versus quienes quieren y exigen todo fácil.

La visión cristiana católica del dolor y el sufrimiento como espacio de liberación (que consciente o inconscientemente replican y repiten cristianos, agnósticos y ateos) se entremezcla con la propia ideología heredera de dictadura: la del individualismo y la competencia. En ese “sálvese quién pueda”, el discurso del sacrificio esconde una permanente lucha contra un otro u otra, en donde el estándar de medición siempre será un qué somos con respecto a una otredad: desde la calificación con notas hasta qué puesto ocupamos en un determinado ranking. El éxito es estandarizable, y socialmente se nos compete a sentir agrado o satisfacción, rechazo o apatía, acorde a cuánto podemos responder a aquellos estándares. Ello, o el sentido común del modelo económico capitalista, tiene su catalizador en la idea más cristalizada del proceso educativo: la meritocracia.

 El mérito como escalera para el éxito no sólo esconde una realidad de desigualdad (per se implica que unos lo lograrán y otros no, pues si el mérito fuera para todos y todas, no sería necesaria su propia existencia: cada persona alcanzaría la meta, lo que haría innecesario explicar el porqué unos sí y otros no lo lograron), sino que ignora la existencia de una sociedad de clases. Despolitiza fuertemente la economía, desligándolo de lo social: aparecen como ideas separadas, donde una no influye en la otra.

Aquellos que despectivamente denominan “millennials” no sólo empatizan mejor con el del lado y son más conscientes de las prácticas enajenadas cotidianas, sino que no cargan con la herencia ideológica directa de dictadura. Hablar de consciencia de clase sería claramente una exageración, pero al menos hay una intuición repetida desde el ámbito organizativo estudiantil: pese a lo que nos han querido hacer creer, no todos y todas tenemos las mismas oportunidades. No todo lo resuelve el esfuerzo. El dinero, el capital y la economía determina nuestro contexto: nos pone barreras o nos abre puertas.

El problema de las consecuencias del método y condiciones de estudio, si bien tiene afectaciones transversales, es un problema de clase: la base piramidal de lo social no sólo disgrega círculos para que determinadas personas lleguen a la educación superior de calidad, sino que dentro de ella ya discrimina: no es lo mismo ser hombre que mujer, no es lo mismo ser mujer sin hijos que con, no es lo mismo tener que trabajar los fines de semana que tener todas las facilidades de clase que no lo hacen una necesidad, no es lo mismo vivir en círculos de drogadicción, violencia intrafamiliar o donde cumples el rol de llenar los vacíos en familias empobrecidas y disfuncionales, que tener una familia de profesionales, sin necesidades económicas ni afectivas, y con el apoyo extra que puede brindar un hogar con espacios de estudio, relajo y distensión. No. No es ni será lo mismo, por más que nos quieran hacer creer que sí.

De dicha forma, esos discursos que rozan los trastornos militares de “la letra con sangre entra” nunca nos contó que algunos nunca tuvieron que sangrar. En oposición vimos siempre, dentro de aquello, a quien levantó la mano y dijo: “yo pude ser exitoso y tuve que trabajar, o no tenía esto u esto otro”, y claro, bueno, nos alegramos por ti. Pero el que sólo tengas que dar tu ejemplo, confirma la regla: el visibilizar la excepción sólo demuestra que una gran mayoría precisamente no puede. Y aunque muchos pudiesen hacerlo, el valor de la vida digna y física y emocionalmente estable cada día toma mayor valor frente al fetiche del sólo producir, acumular y servir.

Acá hay una generación a la que bombardearon discursivamente dándole la tarea de cambiar este país, pero que cuando se atreve a tensionar el modelo que nos heredaron, recibe la anquilosada respuesta del conservadurismo. Peor aún, a ratos parte de la misma izquierda toma la bandera de la meritocracia y la función individualista y competitiva del esfuerzo, cual sueño americano, cual ideal gringo, queriendo darnos lecciones moralizantes sin siquiera comprender lo que hoy, a esos que tildan despectivamente de “millennials”, nos parece cada día más evidente: que, al contrario de lo que nos dijeron, la salud mental sigue siendo -en gran parte- un problema del modelo que nos heredaron, un problema de clase. Y cada vez nos libramos más de esos resabios que nos impiden cuestionar esas ideas que tanto orgullo les producen, volviendo a politizar aquello que con sus nuevas vidas e ideas terminar por naturalizar.