Música mala: Del jazz al trap
Tras la presentación de Bad Bunny –considerado el actual monarca del trap– en el Festival de Viña del Mar, una frase se repitió hasta el cansancio en la hoguera de las redes sociales: el cantante es lo más “malo” que se había visto en años. La observación sobre la calidad de la música realizada por el puertorriqueño traspasó al mismo show: el estilo completo quedó en entredicho, al punto que, varios puristas, ni siquiera lo consideran música. Acá es donde, curiosamente, se vuelve a repetir un relato que ha sido cíclico en la historia de la música.
Parte esencial de la crítica hacia el trap son sus asociaciones. Su conexión con la sexualidad, el libertinaje, el baile, el alcoholismo y la drogadicción –como actitudes y comportamientos moralmente objetables–, hacen que el estilo termine siendo facturado de “mala calidad”, por sobre los motivos estéticos con los que se suelen establecer los juicios de valor en la música. Esas mismas asociaciones –producidas por la masificación de la cultura de masas– fueron las que la elite de los años 20 le adjudicó nada menos que al jazz.
El jazz se originó donde se han producido todas las músicas populares: en el estrato más bajo de las clases sociales, en manos de las negritudes. Frente a los ojos inquisidores de la sociedad dominante (blanca, déspota, totalitaria, conservadora y racista), el hombre afrodescendiente era un ciudadano de segunda clase y de menor dignidad que el más pobre e inculto de los blancos. El jazz surgió fuera de los círculos de poder, y por lo tanto, fue enjuiciado más allá de lo estético, con las normas de la ética y la religión. Por esa razón, en sus orígenes fue catalogado como “música del diablo” o “música del mal”. El objetivo de esto era claro: disuadir a la sociedad blanca de oír esta música negra, usando el color como el diccionario hegemónico define a las cosas malas (magia negra, humor negro, ausencia de luz, representación de la oscuridad).
Con el transcurso del tiempo –y como suele suceder con muchos aspectos culturales– los músicos de jazz se convirtieron en patrimonio de los EE.UU., después de haber sido satanizados durante décadas al inicio del siglo XX. Entonces el jazz, esa música de negros y de hampones, de lesbianas y de homosexuales, de alcohólicos y de drogadictos, adquirió un valor estético superior cuando se hizo parte del gusto de las esferas burguesas. A tal punto llegó su empoderamiento, que un artista del talante de Louis Armstrong, se dio lujo de establecer una continuidad con el apartheid que tanto había dañado al jazz. Una de las frases con las que se recuerda al trompetista es la siguiente: “Hay dos tipos de música: la buena y la mala. Yo toco la buena”. Esta observación sobre la calidad de la música, por alguien que empujó las fronteras del jazz y sus obras son sumamente significativas para la cultura popular del siglo XX, resulta bastante irónica.
Pero el proceso de calificación de las nuevas músicas populares es cíclico. De la misma manera que el jazz fue crucificado más por sus nexos a ciertos comportamientos que por sus características estéticas, pasó también con el rock ‘n roll en los 50. La aparición de músicos como Chuck Berry, Little Richard, Buddy Holly y Elvis Presley fue un golpe devastador para artistas de épocas previas. Vale recordar lo que dijo el gran Frank Sinatra al respecto de este nuevo estilo en 1957:
“Mi único pesar profundo es la insistencia de las casas discográficas y estudios cinematográficos en distribuir la forma de expresión más brutal, fea, degenerada y viciosa que haya tenido el disgusto de oír: naturalmente me refiero al rock ‘n roll. El rock ‘n roll fomenta reacciones casi totalmente negativas y destructivas en la gente joven. Huele ficticio y falso. Es cantado y escrito en gran parte por una cantidad de cretinos y sus letras son indecentes, obscenas y sucias, y es la música marcial de todo delincuente que camine sobre la faz de la tierra”.
Quitémosle a este texto la palabra “rock ‘n roll” y pongamos, por ejemplo, un odio moderno: cumbia villera, electrónica, reggaetón, trap. ¿Qué nos queda? Un insulto perfecto, irreprochable y listo para ser usado en cualquier momento en las redes sociales. Un prejuicio histórico hacia las músicas de modas cercana la adolescencia, a la que habría que agregar otra cualidad: músicas que, sin importar el estilo o la época, tienen en común el factor de que han sido usadas por la humanidad para bailar. Y el baile está conectado explícitamente a la sexualidad.
El tango fue catalogado como música de malevaje, de arrabal, de pecado. El rock ‘n roll, no sólo era asociado a la nueva música creada por afrodescendientes en base a la fórmula del blues, sino que también era sinónimo del acto sexual, y su baile fue tildado de peligroso, obsceno y lascivo, cuyos movimientos fueron prohibidos por incitar el deseo carnal. De la misma manera, el soul fue exiliado de las iglesias hacia bares de mala muerte y desterrados de los mismos por su naturaleza sudorosa y carnal. Al igual que censuraron las caderas de Elvis, o la música disco por su conexión con la homosexualidad. Todos han sido fenómenos mediáticos que han generado cierta odiosidad colectiva. Todas han sido músicas mal vistas en sus tiempos. Por alguna extraña paradoja, la razón que ciertos estilos se vuelven populares tiende a ser la misma por la que son despreciadas. El temor a lo que va en contra lo establecido es más grande que la visión y el valor que se pueda generar a partir de los nuevos códigos que van generando, y con ello, nuevas audiencias.
El debate en manos de los rockistas es un bizantino, arcaico y aburrido conversatorio que no merece la atención. Podemos decir que hay canciones mal interpretadas, o que hay músicos mediocres (Bad Bunny puede ser uno de ellos). Aterrizar en el purismo con el que se aprecian épocas previas para definir fenómenos musicales del presente, nada tiene que ver con el verdadero placer de oír música y por eso, en una próxima conversación sobre ella, resultaría más provechoso hablar de la música que nos gusta y la que no, ya que la música buena y la mala no existen sino en nuestros propios oídos y cerebros, gracias a la percepción binaria con la que solemos resolver estos debates estéticos.