El viaje a Cúcuta y la transvaloración piñerista de los valores democráticos

El viaje a Cúcuta y la transvaloración piñerista de los valores democráticos

Por: Hernán Guerrero Troncoso | 23.02.2019
El viaje a Cúcuta programado por Sebastián Piñera, en circunstancias que en Chile hay suficientes emergencias como para tener a nuestro presidente ocupado en resolverlas lo más pronto posible, aparece como un paso crucial en la constante búsqueda por apropiarse de los discursos y los signos de quienes lucharon por restablecer la democracia. Más allá del travestimo político –como lo llamó en su momento la ahora diputada Pamela Jiles–, del deseo narcisista de adueñarse del pasado reciente y de erigirse como el gran estadista del siglo XXI, de las acciones de Piñera parece desprenderse una transvaloración de los valores que sustentan la democracia, con el fin de transformarla de un sistema político en un orden económico. Un par de ejemplos pueden servir como muestra de esta transvaloración.

Este momento de nuestra historia, en el que se comienza a olvidar la transición de la dictadura a la democracia, aparece como el momento propicio para superponer a ésta una nueva, que suplante la primera y que termine de sepultar el trasfondo de desapariciones, tortura, represión, crisis económicas y desmantelamiento del Estado en favor de algunos grupos económicos. Sin embargo, dado que no hay un quiebre en la sociedad tan profundo como lo hubo en la dictadura y que no se ha interrumpido el ejercicio democrático desde el plebiscito del ’88, se hace necesario inventar un estado de catástrofe del cual hay que salir, un enemigo sobre el cual hay que prevalecer, pero, por sobre todo, hay que retorcer el sentido de las palabras para que hagan incomprensible el pasado y que de paso banalicen el horror de la dictadura y lo vuelvan discutible, relativo, negable.

El viaje a Cúcuta programado por Sebastián Piñera, en circunstancias que en Chile hay suficientes emergencias como para tener a nuestro presidente ocupado en resolverlas lo más pronto posible, aparece como un paso crucial en la constante búsqueda por apropiarse de los discursos y los signos de quienes lucharon por restablecer la democracia. Más allá del travestimo político –como lo llamó en su momento la ahora diputada Pamela Jiles–, del deseo narcisista de adueñarse del pasado reciente y de erigirse como el gran estadista del siglo XXI, de las acciones de Piñera parece desprenderse una transvaloración de los valores que sustentan la democracia, con el fin de transformarla de un sistema político en un orden económico. Un par de ejemplos pueden servir como muestra de esta transvaloración.

De “la alegría ya viene” a los “tiempos mejores”

En los últimos diez años, ya desde la época de la “revolución pingüina”, la transición ha sido caracterizada negativamente por frases como “justicia en la medida de lo posible” o “la alegría ya viene”, ya sea como una muestra de una claudicación de parte del poder civil a indagar en lo más ocuro de la dictadura, o bien como una cruel ironía de que el sistema neoliberal, en lugar de desaparecer de nuestra economía, se vio corregido y aumentado por los tres primeros gobiernos de la Concertación. Este justo resentimiento, esta sensación de que la centro-izquierda traicionó al pueblo que la llevó al poder, ha sido explotada tanto por la izquierda más nueva como por los desencantados de la Concertación, pero sobre todo por la derecha. Y la razón parece ser simple: si uno se concentra en las promesas no cumplidas, en la tibieza de la defensa de los DDHH, se puede olvidar fácilmente del grado de horror y miedo del que venía saliendo el país a principios de los noventa. Los “ejercicios de enlace” y el “boinazo” fueron muestras de que los militares golpistas seguían activos, de que cualquier intento de hurgar en el pasado o en sus asuntos podía terminar en derramamiento de sangre, en un nuevo golpe de Estado. Por su parte, la alegría que prometía el triunfo del “No”, el “arcoiris después de la tempestad”, era el regocijo de un pueblo que podía dejar de tener miedo de salir de la calle, porque lo iban a reprimir, a golpear, a torturar, a hacer desaparecer. Era la alegría de las poblaciones, que iban a dejar de ser intervenidas por carabineros, que podrían finalmente demostrar su descontento, era el grito de los familiares de detenidos desaparecidos, que iban a verse por primera vez acogidos, que no les iban a negar que sus familiares fueron secuestrados, que tarde o temprano iban a conocer su paradero. Una imagen que recogía esta alegría era la de un manifestante que celebraba el triunfo del “No” y que abrazaba a un carabinero. Era el fin de la represión.

La desilusión de la transición comenzó a hacer olvidar el horror que estaba a la base de esa transición. Ese olvido –esperado por quienes siempre lo negaron, por quienes se beneficiaron de él, por quienes todavía lo justifican y lo celebran– se vio facilitado por el auge del consumo que se vivió en los noventa, un auge basado en el endeudamiento, que maquilla la pobreza con el acceso a artículos que antes no eran accesibles para la mayoría de la gente y que, gracias al costo adicional que había que pagar por los créditos, hizo crecer de manera exponencial la riqueza de quienes manejan el sistema. Así, la alegría dejó de ser el profundo alivio de quien vivió un horror que quedó en el pasado, para convertirse en la satisfacción del cliente. Esta última alegría se acabó cuando se hizo evidente que no todos iban a alcanzar los mismos niveles de consumo, ni iban a tener acceso a todo lo que quisieran. A su vez, en lugar de fomentar un proyecto común de sociedad, de reconstruir un país en el que se asegurara un mínimo de oportunidades para todos, se exacerbó el valor del mérito individual, ignorando a los demás o pasando por encima de ellos, como si hubiera una relación directamente proporcional entre esfuerzo y éxito.

Es aquí que los “tiempos mejores” vienen a perfeccionar esta transvaloración de la promesa de la alegría. La nueva promesa consiste en que cada uno tendrá cada vez más, más trabajo, más consumo, más posibilidades de surgir, en la medida en que se esfuerza. Sin embargo, dado que muchas veces el esfuerzo no basta, especialmente cuando se carece de los medios económicos, de las redes, de los contactos, se ofrece la posibilidad de suplir el esfuerzo pagando, es decir, endeudándose. Por otra parte, siempre se trata de un esfuerzo individual, de que yo surja, que yo destaque y prevalga por sobre los demás. En este sentido, un proyecto común, que asegure mejores condiciones a largo plazo para todos, que permita canalizar mejor las fortalezas de cada uno en pos del bien de la sociedad, queda excluido de antemano, porque contradice el éxito basado en la competencia. En efecto, ¿no parece un peso, un obstáculo, un lastre, el hecho de compartir aula con niños con discapacidades, con dificultades de aprendizaje, que provienen de familias vulnerables, para alguien que quiere avanzar más rápido, que aspira a un trabajo bien reumunerado, por sobre su actual nivel socioeconómico? ¿No se podría considerar injusto que alguien que no cotizó el tiempo o el dinero suficiente en su AFP se beneficie de las ganancias de los demás, aunque solo se trate de un 2% de una eventual cotización adicional, costeada por el empleador? La justicia pasa a depender del mérito, de la cantidad de esfuerzo, de lo que uno está dispuesto a hacer por lograr su meta. Quien hace más, sin importar qué haga, merece más, quien hace menos, por el motivo que sea, merece menos. Cualquier intento por nivelar las condiciones por igual, en este sentido, aparece como injusto.

Pero hasta en su origen, los “tiempos mejores” intentan reemplazar a la transición. Como no hay dictadura de la cual escapar, se presenta una imagen caótica de Chile en manos de la centro-izquierda, basada en un freno al consumo y a la inversión, debido supuestamente a las reformas tributaria y educacional. Se acuñó incluso el término “Chilezuela”, una broma de mal gusto como pocas, que a la vez banaliza la tragedia de los venezolanos y muestra el rostro clasista del chileno desilusionado, porque la alegría del consumo ilimitado nunca fue tan alegre, especialmente al momento de pagar las deudas y sus respectivos intereses. Si se seguía la senda trazada por la Nueva Mayoría, se decía, íbamos a terminar como Venezuela, como si se tratara de un problema puramente económico y no una crisis política la que vive ese país. Así, a la base de los “tiempos mejores” no se encuentra el horror de los perseguidos y de los oprimidos, sino el hastío de los que quisieran tener algo más o mejor, o pagar menos por lo que se pueden permitir. No se trata, entonces, de un proyecto político, sino económico, que aspira a reducir la política a la esfera económica. Es más, para los “tiempos mejores”, la democracia, entendida como sistema político, constituye un obstáculo. Y esta es la segunda transvaloración, la más profunda, porque atañe a las instituciones sobre las que se funda la democracia.

Presidente de todos los chilenos... y de los venezolanos también

La frase resonaba con fuerza los primeros días de marzo de 1990. El hecho de que Patricio Aylwin fuera presidente de todos los chilenos significaba que debía gobernar en favor de todos, no de algunos. De esta manera, la represión en las poblaciones, el secuestro, tortura y prisión por motivos políticos –muchas veces por una simple sospecha– ya no tenían justificación. Al menos en el papel, todos éramos iguales ante la ley, independiente de lo que pensáramos. La transición implicaba, entre otras cosas, que fuéramos nuevamente un solo país, estaba animada por la búsqueda de la verdad, en lo que se refería a las atrocidades de la dictadura, y por una esperanza de reconciliación. A la transición se llegó después de haber pasado por el horror de mediados de los años setenta y comienzos de los años ochenta, de la DINA y la CNI, después del asesinato de Orlando Letelier, de los campesinos de Lonquén, del magnicidio de Frei, de la muerte de André Jarlan, del caso de los degollados, de Carmen Gloria Quintana y Rodrigo De Negri, después del exilio y el relegamiento, del exoneramiento y la prisión de los opositores, después de la Vicaría de la Solidaridad y Colonia Dignidad, de las marchas, los cacerolazos. Después del miedo a que Pinochet desconociera los resultados del plebiscito. Muchos de quienes formaron el primer gobierno arriesgaron su vida, o al menos su libertad, luchando por la democracia. En la oposición, en cambio, había senadores que negaron ante la ONU que en Chile se torturara, estaba el ideólogo de la Constitución del ’80, defensores de Colonia Dignidad, etc. Fue necesario restructurar Carabineros, que en pocos años pasó a ser una de las instituciones más respetadas por la gente, modernizar Fonasa y los demás servicios públicos que habían sido desmantelados por el régimen en favor del sistema privado, del cual eran dueños. Pero en esos momentos, la tarea del presidente de todos los chilenos implicaba, sobre todo, renunciar a la venganza y buscar que imperara la justicia. En democracia, incluso quienes justifican o han sido partícipes de las peores atrocidades pueden ser electos y ser parte del aparato estatal si no han cometido delitos. La institución de los tribunales de justicia debía asegurar el debido proceso aun a quienes se sabía que eran culpables, a quienes jamás le dieron a sus víctimas siquiera la ilusión de un jucio o la posibilidad de defenderse.

En ese contexto, la frase que quedó asociada a Aylwin desde entonces, la “justicia en la medida de lo posible”, se puede entender como un reconocimiento de la incapacidad del presidente de todos los chilenos para asegurar justicia a quienes más la necesitaban en esos momentos, ya que el poder seguía en manos de los opresores y las instituciones debían aprender de nuevo a funcionar en democracia. Las frases de Pinochet en las postrimerías de su régimen, como cuando anunciaba que no se movía una hoja sin que él lo supiera, eran amenazas directas para la democracia naciente, que mantenían presente el horror del cual esta última había surgido. Así, a pesar de que al menos se reconocería oficialmente que en nuestro país se asesinó y torturó, la justicia continuaría siendo negada para las víctimas de la violencia de Estado. Habría que esperar recién a que tomaran prisionero en Londres al entonces senador Pinochet para que se presentaran las primeras querellas por violaciones a los DDHH en su contra.

Al mismo tiempo, lenta pero sistemáticamente se fueron minando las instituciones políticas ante la opinión pública. En dictadura, era común oir a Pinochet denostar a “los señores políticos”, que hablara de “politiquería”, en resumen, que mostrara desdén por la política en general, ya que, en el fondo, en una dictadura no es necesario llegar a acuerdos ni escuchar la voz de la gente. Sin embargo, en democracia esta tendencia se agudizó, en parte gracias al hecho de que era permitido hacer sátira política y también porque los mismos políticos comenzaban a dar señales inequívocas de corrupción. En este sentido, las instituciones se desprestigiaron solas, se hizo evidente una defensa corporativa que superaba los colores políticos (se piense al acuerdo entre Longueira e Insulza para que el escándalo MOP-Gate no alcanzara al entonces presidente Lagos), pero, sobre todo, que los gobiernos de izquierda abrazaron el modelo económico impuesto por la derecha a tal extremo, que profundizaron sus aspectos privatizadores y promovieron aun más el endeudamiento como motor de la economía. Síntoma de este desprestigio es que los humoristas dejaron de reírse de la gente de farándula para reírse de los políticos, y de la sátira se pasó a la burla, al ataque personal.

Contemporáneamente, los mismos políticos dejaron de proponer proyectos de sociedad o de país para pasar a ocuparse de “los problemas de la gente”. Esto supuso la transvaloración de una visión del poder particularmente arraigada en nuestra sociedad, el patronazgo, la cual tuvo lugar después del Golpe Militar. El Presidente de la República, la máxima autoridad del país, pasó de ser el que conducía los destinos de la nación al salvador de la patria. Esa es una de las imágenes que Pinochet se preocupó de promover de sí mismo, del que salvó a Chile del “cáncer marxista”. La Concertación luchó por librar a Chile de la dictadura y de esa manera se ganó el poder. Piñera, por su parte, se presenta como aquel que, gracias a su capacidad de gestión, puede salvar a Chile de la “retroexcavadora”, de la debacle económica, de “Chilezuela”, que sabe cómo fomentar el crecimiento, cómo llevar al país al desarrollo, al progreso.

La visión de país de Piñera, su proyecto de sociedad, parece reducirse a estos conceptos carentes de sustancia, que encuentran en la democracia un obstáculo para su consumación. Crecimiento y desarrollo constituyen actividades de un cuerpo viviente, mientras que el progreso es el paso a un estado mejor de dicho cuerpo. Si no se ha definido qué es lo que crece y se desarrolla, hacia dónde progresa y en qué términos, tenemos conceptos vacíos, que no dicen nada. Pero la definición de lo que crece, se desarrolla y progresa está dada de antemano, ya que se trata de la economía, no de la sociedad. El ejemplo más claro se puede apreciar en la paradoja de las AFP, las cuales, dado que cuentan en la práctica con recursos ilimitados para la inversión, constituyen uno de los motores de la economía, pero a la vez entregan pensiones que, a pesar de que reflejan el resultado financiero de las cotizaciones personales, en la mayoría de los casos no permiten vivir una vejez digna. En una sociedad en la cual el bienestar de las personas es más importante que los resultados económicos, las AFP no tendrían cabida, al menos tal como han funcionado hasta ahora. En cambio, en una sociedad que antepone las finanzas a cualquier otra consideración, la cuestión de las bajas pensiones no es un problema ni una tragedia, porque son un mero reflejo de cómo se han comportado los trabajadores en relación con sus cotizaciones. Es más, se trata de un asunto privado, porque el Estado simplemente vela porque las AFP administren de buena manera las cotizaciones individuales. Cualquier apoyo estatal, en este sentido, aparece como una carga para el erario público, como un subsidio, casi como un acto de caridad, y no se entiende como el derecho legítimo de todo trabajador a vivir dignamente una vez que cumplió la edad para jubilarse.

De esta visión de una sociedad que está supeditada al éxito de su economía, que consiste a su vez en el enriquecimiento de los privados, resulta que la democracia, o la política en general, puede constituir un obstáculo para el progreso, pues gran parte de las necesidades de la sociedad –salud, educación, pensiones– muchas veces implican gastos e inversiones que disminuyen ese enriquecimiento o compiten con él. Para los privados, de hecho, no es rentable invertir en salud o educación en un Estado que destina buena parte de su presupuesto a la educación y a la salud públicas y a la investigación científica, ya que el margen de ganancia –si la hubiera– se hace muy estrecho. En este sentido, un sistema político en el cual se entiende el crecimiento como resultado de un desarrollo de la sociedad en su conjunto y no como un fin en sí mismo, puede optar por disminuir el enriquecimiento privado, al menos por un tiempo, en pos de asegurar un sistema de salud o educación que permita las mismas condiciones de acceso y calidad sin tomar en consideración los ingresos de cada uno. Dicha opción se puede tomar por diversos motivos, incluso por el populismo más indecente, pero es una opción política, es decir, un acto espontáneo de la voluntad de quienes gobiernan la nación, que no está supeditada a factores económicos.

Así, el viaje a Cúcuta viene a sellar la segunda transvaloración de los valores democráticos, ya que es una condena abierta a los actos propiamente políticos, que en su espontaneidad no se someten a los dictados de la economía y, a la vez, a las instituciones políticas. En ese viaje se celebra la estrepitosa caída de estas últimas en Venezuela de manos de la izquierda. Todos los errores, todos los excesos que se cometieron desde el gobierno de Chávez en adelante, que han dado lugar a una emergencia humanitaria a causa de la cual millones de venezolanos han debido abandonar su país, se presentan como prueba para demostrar que la democracia –en especial la que se proclama portadora de la voluntad del pueblo– no funciona si no está supeditada a la economía, es decir, al neoliberalismo. Este régimen, cuyas instituciones caen por su propio peso, le permite asimismo a Piñera aparecer como un defensor acérrimo de los DDHH, algo que no se puede permitir en Chile, ya que parte de su sector no solo niega las violaciones a los DDHH en dictadura, sino que también defiende a los violadores condenados por los tribunales de justicia, sobre la base de un cuestionamiento permanente de la legitimidad y objetividad de esta última institución.

De esta manera, sin poner en peligro ni su integridad física ni el apoyo de sus aliados en la lucha por los DDHH, Piñera viaja para enarbolar una bandera que no le pertenece, en defensa de una democracia que no es tal, ya que la concibe en cuanto sometida a la economía, con la esperanza de que se instaure un régimen abierto a la inversión extranjera –en el cual él podría convertirse en un actor relevante–, en el que el ciudadano sea reemplazado por el consumidor. Tal como ocurrió en Chile.