Crónicas en el metro: La guerra de la venta del agua
La guerra del agua se da en el Metro y está pasando, ahora, adentro del vagón. Un joven extranjero pasa lento, cadencioso, con gas, sin gas, dice, Vital o Cachantún, agrega, mojando el piso con las gotas que su bolso arroja al paso. Justo al medio del tren, línea 2 dirección Vespucio norte, aparece un joven chileno, rápido, con experiencia admirable en equilibrio. Ofrece también Benedictino, "para los más exquisitos", te pregunta si quieres con o sin hielo.
Algunas botellas son un macizo glaciar capaz de romper cabezas, refresco total con casi cuarenta grados en un tren de los años 70. Varios acuden al hielo, concientes de que deberán tomar agua de a pequeños sorbos, esperando un recorrido entero a que se descongele de a poquito. ¡A quinientos, a quinientos!
En Dorsal sube una dama, es pareja del joven chileno, se saludan de beso, para partir cada uno a un extremo del tren. Se lo han pasado así el verano entero. Algunos pasajeros los reconocen. A ellos y a los que esperan cual sindicato de vendedores de agua en la estación terminal. Es tanta la sed, es tanta el agua que los cuerpos necesitan, que la guerra ha dejado de serlo, casi hay espacio para todos.
Nace la amistad con el de las energéticas, con la señora de los cubos. Los guardias de pronto se ponen pesados, y más vale ir avisando a los colegas. Afuera la pega está dura, y es mejor formar alianzas, como el lazo firmado con el sol, al que le piden que por favor no se vaya, que la venta con sus olas de calor han sido tan buenas, tan mejores a la del chocman y el turrón invernal. Tan salvadoras ventas, con espaldas acostumbradas al hielo, con manos siempre mojadas, como el beso a los niños que descalzos, sudorosos, esperan en casa a sus papás emprendedores.