Bandersnatch no es una película

Bandersnatch no es una película

Por: Nicolás Ried | 07.01.2019
Más allá de los evidentes cuestionamientos a la noción de libre albedrío que la película propone con un argumento simplón, lo que instala Bandersnatch es una puerta que ya ha sido trabajada por la industria de los videojuegos. Bandersnatch no tiene sus antecedentes en El Padrino, El Ciudadano Kane o las películas de Chaplin, sino que proviene de una tradición en la que podemos encontrar la saga God of War (David Jaffe, 2005), Until Dawn (Will Byles, 2015), The Last of Us (Neil Druckmann, 2013), The Sims (Luc Barthelet, 2000), o incluso Mario Bros (Shigeru Miyamoto, 1983). Porque Bandersnatch contiene la potencia de la experiencia individual anhelada por el mundo gamer en la forma del poder vivir una vida alternativa en la máquina, de tomar las decisiones riesgosas sin correr el riesgo de perder la propia vida.

Cuando los hermanos Lumière decían que el cine, su gran invento, era un arte sin futuro se referían a que la operación de proyectar imágenes en una pantalla no era más que eso: el cine no era más que reunir gente en torno a una luz que ponía imágenes en movimiento. Pero una vez que apareció el montaje de escenas y con ello la posibilidad de contar historias nos dimos cuenta que ese “sin futuro” del cine era, precisamente, su futuro: un arte capaz de reunir ante sí a una comunidad de espectadores.

Eso es lo que hacían los Lumière en los albores de esa magia llamada cine: iban de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, exhibiendo sus imágenes, mostrando estas acciones filmadas, a fin de reunir a un montón de personas impresionables por la nueva técnica. A diferencia del teatro, que se elitizaba de manera progresiva, el cine se popularizaba y producía un efecto que solo las tragedias de Sófocles o las comedias de Aristófanes causaron en su momento: la unificación de la experiencia, el que cada espectador tenga la misma experiencia que quien está al lado suyo, o más lejos en la misma sala, o que vio el filme durante otra función. Lo que hace el cine es producir un efecto de igualdad en el que ningún espectador tiene, en principio, algún tipo de jerarquía mayor ante una película, dado que todos ven lo mismo, lo que está ahí en la pantalla.

La unificación de la experiencia le ha valido al cine ser considerado sociológicamente como una especie de rito que permite reunir a una comunidad que tendrá un recuerdo común y que le hace parecerse, de manera más o menos metafórica, al siempre presente sueño de una consciencia unificada. Esta idea de una experiencia común se encuentra en oposición a la idea de una experiencia privilegiada, en la que un espectador tendrá una única experiencia irrepetible, como puede ser en el caso de las experiencias teatrales de función única, pero también presente en la lógica de los videojuegos.

Si hay una experiencia-cine caracterizada por lo común y tendiente a la unificación de las consciencias, hay una experiencia-videojuego caracterizada por la individualidad y tendiente al solipsismo, esa creencia según la cual solo puedo afirmar mi propia existencia dejando en duda la existencia de todo lo demás y de los otros. En esta dualidad se sitúa la propuesta de Netflix Bandersnatch (David Slade, 2018), una película de la saga Black Mirror. Bandersnatch, al igual que el resto de la saga, nos relata la historia de alguien y sus conflictos con la tecnología, en este caso es la historia de Stefan, un joven programador de videojuegos que en el año 1984 (chiste repetido) se obsesiona con traducir a juego una novela de decisiones llamada “Bandersnatch”, de esas novelas en que el lector decide qué hace el personaje (del estilo “anda a la página 67 si quieres que salte por la borda, o anda a la página 139 si quieres que luche contra el pirata”). Lo interesante, y aquello por lo que esta película vale la pena ser reseñada, es que por primera vez un largometraje de distribución masiva cuenta con la característica de que las acciones de su protagonista son decididas por quien mira la película: cuando hay algo por lo que decidirse aparecen dos opciones, alguna de las cuales debe ser cliqueada a fin que el personaje realice la acción elegida. Así es como constantemente estamos eligiendo entre comer un cereal u otro, entre hacer que el personaje pruebe drogas o no, entre inducirlo al suicidio o incitarlo a matar a su padre, entre cambiar su biografía o dejar que la historia siga intacta, a fin de conocer los más de cinco finales alternativos que nos presenta la trama.

Más allá de los evidentes cuestionamientos a la noción de libre albedrío que la película propone con un argumento simplón, lo que instala Bandersnatch es una puerta que ya ha sido trabajada por la industria de los videojuegos. Bandersnatch no tiene sus antecedentes en El Padrino, El Ciudadano Kane o las películas de Chaplin, sino que proviene de una tradición en la que podemos encontrar la saga God of War (David Jaffe, 2005), Until Dawn (Will Byles, 2015), The Last of Us (Neil Druckmann, 2013), The Sims (Luc Barthelet, 2000), o incluso Mario Bros (Shigeru Miyamoto, 1983). Porque Bandersnatch contiene la potencia de la experiencia individual anhelada por el mundo gamer en la forma del poder vivir una vida alternativa en la máquina, de tomar las decisiones riesgosas sin correr el riesgo de perder la propia vida. En este sentido, Bandersnatch ataca los fundamentos del cine, de esa creencia romántica en la sala oscura con asientos aterciopelados que reúne a una pequeña comunidad en ritual de experiencia común, y a cambio entrega la posibilidad de dejar de ser espectadores e influir en las fantasías que siempre hemos anhelado.

Sin embargo, Bandersnatch sigue fiel a las principales tesis de Black Mirror. Como ya hemos sostenido por escrito, Black Mirror no se trata de tecnología, sino de cómo las relaciones sociales son destruidas por cierta idea de individualidad. Bandersnatch, fiel al tono de denuncia que Charlie Brooker le ha impuesto a su saga, sugiere revisar los límites y la potencia de esta capacidad de decidir sobre otros, de vivir vidas enajenadas por la tecnología y de esta pulsión por la individualidad que es promovida por el sistema económico neoliberal. Bandersnatch, finalmente, se sitúa como un dispositivo crítico respecto de esta lógica individualizante tan propia del mundo de los videojuegos, que incluso ha sido celebrada por pensadores como el esloveno Slavoj Žižek, quien sostiene que esa capacidad de los jugadores de juegos en línea de mantenerse sentados haciendo una sola cosa de manera disciplinada por extensos períodos de tiempo es equivalente a la liberación del “yo” propuesta por la filosofía zen y es una forma de emancipación ante las formas de vida enajenantes e hiperproductivistas del capitalismo en su forma avanzada.

Queda pensar, con Bandersnatch, cómo es posible superar esta dicotomía entre formas de vida emancipadas de manera individual y operaciones colectivas de acción, o lo que es lo mismo: cómo evitar que nuestra realidad sea devorada por las experiencias individuales al mismo tiempo que las utilizamos en favor de nuevas formas de comunidad. Porque sería superficial pensar que los juegos en línea masivos son experiencia colectivas del videojuego, ya que no son más que experiencias individuales que utilizan al otro como una herramienta o como un obstáculo a superar (es el caso de Fortnite o de League of Legends).

En definitiva, a la individualización de la experiencia cinematográfica que trae Bandersnatch, hay que responder con la colectivización de la experiencia del juego.