Operación Huracán: La muerte de las confianzas y el síndrome de Guildford

Operación Huracán: La muerte de las confianzas y el síndrome de Guildford

Por: Esteban Celis Vilchez | 22.02.2018
Este caso es demoledor porque es expansivo, como una bomba de racimos arrojada sobre todo el sistema de persecución de delitos. ¿Puede razonablemente alguien pensar que este sea el único caso en que el sistema entero ha operado en contra de la verdad, en contra de la justicia, en contra de los mapuches?

Imagine lo siguiente: un atentado considerado terrorista por las autoridades; detenidos y acusados con pruebas falsas; un informático que alega haber sido hackeado; se descubre la verdad y se destapa un escándalo. Parece película de Hollywood, pero es la Operación Huracán. Lo grave de lo sucedido con ella es que así empezamos a dejar de creer en el sistema penal y en la democracia misma.

Lo anterior se debe a que los ciudadanos nos enfrentamos a instituciones que no merecen nuestra confianza. Hablo de Carabineros, del Ministerio Público y del Gobierno.

Estos tres organismos sufren el síndrome de Guildford: encerrar y ojalá condenar personas, culpables o no. Adiós a la verdad. Adiós a la justicia.

En 1974, una explosión en el barrio de Guildford, en Londres, destruyó dos pubs, mató a 5 personas y dejó 65 heridos. La búsqueda de los terroristas del IRA se hizo frenética y la presión pública insoportable para la policía. ¿Resultado? La verdad dejó de ser importante y el objetivo de encontrar responsables fue reemplazado por el de encontrar a quienes responsabilizar. ¿El resultado del resultado? Un juicio-farsa y gente inocente condenada, entre ellos Gerry Conlon y su padre, quien falleció en la prisión en 1980. Gerry, por su parte, vivió 15 años encarcelado. En 1989, la justicia anuló las condenas sobre la base del ocultamiento que la policía hizo de evidencia exculpatoria concluyente. El perdón del Estado lo pidió Tony Blair en 2005.

Creo que toda persona debería ver la brillante película En el nombre del padre, de James Sheridan, que relata estos hechos. Pero me parece obligatorio hacerlo si se es juez, abogado, fiscal, personero de Gobierno, carabinero o detective. Deberían verla todos juntos y luego realizar seminarios, coloquios, rondas de San Miguel o lo que sea que ayude a internalizar una simple idea: lo que debe hacer un Estado y sus instituciones es encontrar la verdad, no tratar de crearla para aliviar la presión pública. Y jamás hacer nada conscientemente que pueda conducir a la condena de inocentes.

Si cada una de estas instituciones estaba dispuesta a encerrar inocentes –o, cuando menos, a no tomarse muy en serio averiguar si lo eran– por el “aplauso del público” no podemos creer que sean justas o confiables. Solo querían el amor del público, la admiración de los niños, el asombro de los intelectuales, la expresión boquiabierta de la ciudadanía aturdida por su eficiencia. ¿Y la verdad? ¿Y la justicia? ¿A quién le importan en un mundo de puntos medidos por encuestas?

Al alero de esa esquizofrenia, por ejemplo, es que Carabineros de Chile contrató a un personaje enteramente curioso como Álex Smith, quien, según lo que hasta ahora parece, termina siendo el técnico encargado de insertar artificialmente mensajes inculpatorios en los celulares de los detenidos, después de ser detenidos, lo que es una paradoja espacio-temporal, claro.

Mahmud Aleuy ahora quiere entregar una imagen de imparcialidad y presenta a nombre del Gobierno una querella por manipulación de la evidencia. Pero ya es tarde. La confianza se perdió. Debería renunciar y en eso Llaitul tiene razón.

Por otro lado, y ahora que la verdad empieza a aflorar –y podemos sospechar que más por el trabajo de las defensas que por otra cosa, pues no podían mentir tan libremente en las casi bíblicas barbas del inteligente abogado Román–, también el Ministerio Público declara su horror ante lo sucedido y, con sonrojadas mejillas, se querella contra Carabineros, en una vuelta de tuerca de la historia digna de un culebrón. Solo falta que se pierda una guagua y que alguien quede ciego al saber la verdad sobre quién es su verdadero padre.

Y es que ahora, solo ahora, el Ministerio Público se acuerda del principio de objetividad que lo obliga a investigar con igual dedicación lo que condena como lo que exculpa a un imputado.

Pero, de nuevo, ya es tarde. Porque ese principio hay que defenderlo al comienzo, cuando la turba furiosa persigue con antorchas y cuerdas al que todos creen culpable; cuando los empresarios y latifundistas del sur claman por encerrar mapuches; cuando la presión pública arrecia. Pero ahora la adhesión al principio es el fruto forzado de las circunstancias y no un amor espontáneo, en un organismo donde, por lo demás, los incentivos a los fiscales dependen de las condenas obtenidas y no de las verdades establecidas.

Pero esta tardía querella tampoco exculpa al Ministerio Público de su olvido del principio, como tampoco lo hace su conveniente recuperación de la memoria. Al fin y al cabo, el Ministerio Público dirige en forma exclusiva la investigación (artículo 3º del Código Procesal Penal) y las fuerzas policiales son sus ejecutores. ¿Puede con una querella excluirse de sus propias responsabilidades, cuando menos administrativas? Si usted dirige el barco exclusivamente, no puede salvar su reputación inculpando al grumete, ¿no?

El efecto de este caso es demoledor porque es expansivo, como una bomba de racimos arrojada sobre todo el sistema de persecución de delitos. ¿Puede razonablemente alguien pensar que este sea el único caso en que el sistema entero ha operado en contra de la verdad, en contra de la justicia, en contra de los mapuches?

Piense en lo que esto significa para todos nosotros. Imagínese que, en el colmo de la mala suerte, usted fuese atropellado por el ebrio hijo de un parlamentario de rancio abolengo y lo acusara a usted de caminar ebrio abollando su magnífico jeep, ¿confiaría en nuestro sistema de justicia penal? Si usted se trabara en semejante litigio con el hijo de un sujeto simplemente rancio, podría tener esperanzas de justicia, pero si se trata del hijo de alguien con rancio abolengo mejor deje de soñar.

O si fuera mapuche, ¿sería tan valiente como Francisca Linconao para enfrentar esta justicia? Yo me lo habría pensado estando en Bolivia, para qué le voy a mentir.

Si ud. deja de creer en el Viejito Pascuero o en Dios, dada la ausencia de razonable evidencia de la existencia de uno y otro, eso no le hará daño a nadie. Hasta me parecería un signo de madurez u honestidad intelectual. Pero si usted y todos los demás dejamos de creer en nuestro sistema de justicia y en el derecho, mejor nos arreglamos a los golpes y nos olvidamos de la solución “civilizada” de los conflictos. Cuando el derecho deja de ser creíble a causa de instituciones no confiables, los argumentos, el cerebro y el razonamiento dejan el espacio que abandonan a los puños, las balas, los tanques y los aviones

El problema es que cuando pasa lo anterior, nos ponemos intolerantes y más bien brutos. En un pasado reciente, incluso algunos mamíferos bien provistos de armas que les entregamos, y que después se condecoraban y felicitaban por su valentía, llegaron al punto de enviar aviones a bombardear un palacio presidencial y de torturar y desaparecer personas indefensas.