Memorias de octubre (18): De los culíes de Indonesia a los hornos de Kusnetzk
De pronto todo el mundo empezó a fijarse en un árbol que no había tenido mucha importancia: era un árbol liviano, de hojas trifoliadas y un tronco pálido o blancuzco. De repente sus cortezas empezaron a sangrar y todo sangró con ellas. Se lo encontraba por montones en las cuencas del Amazonas, pero pronto se supo que crecía también en Indochina, en Java, en Ceylán, en Malasia, hacia donde no tardó en trasladarse un excéntrico inglés que tenía como mascota una pitón. Con la pitón el inglés era bastante tierno (le acariciaba la cabeza mientras contemplaba sus plantaciones desde el porche en el que se sentaba a fumar su pipa); con el resto del entorno era un poco más hostil: esperaba a que los arbolitos cumplieran no más de cinco o seis años para enviar a una tropa de culíes desnudos a que les tajearan todas las cortezas.
Los culíes no superaban en edad a los arbolitos, eran tan débiles y pequeños como estos y probablemente por eso morían en cantidad a causa de la fatiga. Pero eran de su propiedad: el inglés se había encargado de reclutarlos, si morían los reemplazaba, en la zona los culíes se daban con facilidad, se daban con tanta facilidad como los arbolitos. A pesar de que tenía miles de hectáreas de plantaciones, un caserón de varios pisos, tres limusinas y hasta una cancha de tenis, el destino de los culíes el inglés lo decidía de manera estricta: un puñadito de arroz de premio si habían logrado sobrevivir a la jornada y unos latigazos que les abrían tajos en sus espaldas si llegaba a sorprenderlos descansado a la hora del trabajo.
La rigurosa exigencia se debía a que también el inglés estaba en apuros: en Clermont-Ferrand, en Francia, Ehrenburg nos recuerda que un tal Michelin –acólito de Taylor, amigo de los neumáticos, admirador incondicional del capitalismo- esperaba con desesperación a que le entregaran el caucho. El apuro era lógico: la riqueza de los propietarios del norte dependía de la cantidad de autos que producían, los autos que producían dependían del calzado, el calzado eran los neumáticos y los neumáticos dependían del caucho. Fin de la historia: el arbolito era la Hevea que los culíes llenaban de cicatrices para que esas cicatrices no se las marcaran a ellos en sus delgadas espaldas.
De la tremenda impunidad con la que los campeones de la supremacía blanca llevaron a cabo el trabajo militarizado en la India colonial (y no solo en la India colonial: en los campos de exterminio al que fueron sometidos los libios por la Italia liberal, en los campos de muerte canadienses en los que los niños eran asesinados a golpes o esterilizados a la fuerza, en las construcciones de las vías férreas de Greenwood y Augusta en el que perecieron poblaciones completas de trabajadores, en las tristemente célebres jaulas de Alabama en las que por el solo hecho de ser negros hombres y mujeres eran utilizados como cobayas para el estudio de la sífilis, etc.) no se ha dicho ni se ha escrito mucho, motivo por el que de los Estados Unidos se admira en general la imagen que difundieron entre otros los Estudios Culturales y el curiosísimo deconstructivismo crítico que proliferó al interior del aparato académico norteamericano: la imagen de un país multiétnico, multicultural, abierto y tolerante.
Al parecer estos críticos no se dieron el tiempo suficiente para reparar en que el primer país realmente multiétnico fue la Unión Soviética, donde a pesar del hambre, la miseria y lo poco que había para repartir después de los duros años de la guerra civil, la revolución abrió las puertas a todo el mundo, a todas las etnias, a todas las culturas. Para 1933 los ingleses y los norteamericanos no solo esperaban triplicar las hectáreas de plantaciones de Hevea, sino también las de culíes, cuya reproducción incentivaban con la misma devoción con la que esterilizaban a los indios canadienses, un cretinismo difícil de tragar si se lo compara con uno de los proyectos que ese mismo año, con Stalin a la cabeza, se iniciaba en la URSS, consistente en la decisión del Estado soviético de financiar la producción en masa de absolutamente todas las prácticas culturales realizadas en lenguas no rusas.
Ese mismo año en el que los ingleses enviados por el Imperio mataban a título de la avaricia capitalista a miles de niños hambreados en la India, en Filipinas, en Malasia y en el resto de sus colonias, los jóvenes rusos contaban con cosas más interesantes que hacer: llegaban entusiasmados de todas las latitudes a unirse a una de las redes colaborativas más ejemplares de la historia. El lugar era la cuenca siberiana de Kusnetzk, donde empezaban a levantarse por entonces las colosales fábricas de fundición de la industria pesada. No son pocos quienes recuerdan (Martin lo hace en un libro; Losurdo, en otro) que en medio del tiempo dedicado a excavar las profundísimas fosas para los cimientos, los trabajadores levantaban también salas de cine, clubes, escuelas. En esos espacios se formaban ellos, sus hijos, sus padres, familias completas. Y en esos espacios se debatía también hasta altas horas de la madrugada quién era el mejor poeta soviético del momento. ¿Quién era? Usted puede decidir: ¿era Block, era Maiakovski, era Yesenin?
Todo el mundo participaba de estos debates, incluido los adolescentes, quienes buscando contrarrestar el peligro de los hoyos que en la cuenca empezaban a multiplicarse por todos lados, se quedaban en las bibliotecas o en sus casas leyendo las traducciones de Balzac, de Stendhal, de Zola o Maupassant, reproducidas en tiradas que ni los franceses llegaron a conocer y cuya enorme difusión la propia intelectualidad parisina no alcanzaba a comprender.
Muchos de esos jóvenes serían testigos diez años más tarde de los beneficios que esa producción colaborativa traería al país: los altos hornos de Kusnetzk fueron los que le permitieron al Ejército Rojo ganar la guerra. Vale la pena aclarar que esa guerra no la ganaron solo los rusos, esa guerra la ganó el mundo entero, que se libró gracias a ésta de la gran masacre racista que se presentaba ya como un hecho a lo largo de una medialuna que recorría el planeta desde la xenofobia de Alabama hasta el antisemitismo del Tercer Reich.
En las obras de la arteria Moscú-Donbáss (en uno de cuyos extremos no dejan de llover hoy por hoy las ojivas de un imperio que vuela techos, muros, cimientos y ciudadanos inocentes, aunque no las instalaciones de luz, agua y gas que para la eternidad emplazaron los obreros y los ingenieros de aquella época) un trabajador mascaba una hoja de tabaco, tenía la cara cansada y rumiaba algo a solas mientras enterraba y desenterraba con pasión una pala: “¡al final nos va bastante mejor que a esos malditos capitalistas! Ellos tragan, consumen y mueren y ni siquiera saben para qué viven. En cambio nosotros sí sabemos para qué vivimos: nosotros vivimos para construir el comunismo”.
Los niños culíes habrían pensado que llevaba mucha razón.