La estrategia del fuego. Sobre Bonzo, de Maximiliano Andrade (Cástor y Pólux, 2016)

La estrategia del fuego. Sobre Bonzo, de Maximiliano Andrade (Cástor y Pólux, 2016)

Por: Fernando García | 20.07.2016
Bonzo es un libro arriesgado. Y lo es porque no se propone encontrar respuestas a sus propias preguntas, a su propia búsqueda. Ese riesgo, sobre todo en estos tiempos donde la figura del lector se confunde rápidamente con la de consumidor, constituye en sí mismo un acto de resistencia, un gesto político que toma prestado la radicalidad del bonzo para traspasarla al campo de batalla simbólico que es también la literatura.

Bonzo, el primer poemario de Maximiliano Andrade, es un libro contradictorio. Y eso, más que una falencia, denota un atrevimiento, una fidelidad consigo mismo. Pues me parece que si hay un elemento central dentro de este libro, no es tanto la figura del fuego o del bonzo (como podríamos pensar de entrada), sino la propia contradicción como concepto sintetizador de una idea. ¿Cuál idea? La de dinamismo, movimiento, cambio, la de creación por medio de la destrucción. En ese sentido, aunque sea algo laxa la categoría, Bonzo se alinea dentro de una poesía que concibe la escritura como la realización de una idea, una idea que bien puede estar encaminada desde la primera palabra (a la manera de un proyecto, con objetivos, planes, método), o una que se realiza en el propio proceso de escritura, materializándose en las palabras que, como antorchas dentro de la cueva de lo desconocido, alumbran la propia búsqueda. Y es precisamente esto último, la búsqueda, lo que caracteriza a este libro.

Pero vamos por partes. De entrada, en el poema Luz al material opaco, nos encontramos con una voz que, escrita en cursiva, declara: “Voy a derramar bencina sobre mi cuerpo de arena y a untarme carbón con los dedos con todos mis dedos mientras escriben tatuajes o graffitis en la escarcha fría de mi piel y se queman a lo bonzo”, para luego más abajo, marcando un triple contrapunto (tipográfico –la cursiva y la no cursiva-, topográfico –el arriba y el abajo- y gráfico –lo que parece prosa y lo que parece verso-), encontrarnos con la frase: “Todo ruido es una contradicción”. Aquí al menos tres asuntos ya se perfilan. Primero, una cierta estructura contrapuntística que se desarrolla a lo largo de todo el libro. Segundo, el propio concepto de contradicción que, como mencionaba al principio, funciona a modo de eje, aglutinando polos como silencio/ruido, hielo/fuego, luz/oscuridad o el quizás más importante perecer/permanecer. Y tercero, la introducción de un cuerpo expuesto a su propia desintegración y muerte, un cuerpo aún abstracto, del que no sabemos si remite a un cuerpo individual (el del autor, por ejemplo, o el del hablante), a un cuerpo social o al “cuerpo del lenguaje”, su materialidad.

Luego de ese primer envión plagado de incertidumbre, ese cuerpo es sometido a la acción del fuego: “Calciné mi cuello mis piernas mis manos…”. Notamos un cierto aire zen en todo ello, un gesto de renuncia al cuerpo y al deseo, un dejarse atrapar por el sufrimiento para con él anularlo. Así, en tanto ese cuerpo se quema y comienza a suspender sus sentidos en una especie de apoteosis del dolor donde todos los sentidos se superponen y confunden (ya no, como en Rimbaud, por un “razonado desarreglo de todos los sentidos”, sino por una imposibilidad de arreglarlos), vemos también cómo esto tiene su correlato en el plano del lenguaje, donde encontramos discontinuidades y torsiones de la sintaxis que en sí materializan la acción del fuego. Y en la misma línea, los ejercicios visuales que aparecen entre páginas, sobre todo los segundos, que consisten en deconstrucciones digitales de las palabras “Bonzo” y “Luz” y de bloques de texto que repiten la palabra “Arder”, enfatizan aún más esta atmósfera convulsa de la desintegración.

Sin embargo, es por medio del montaje de versos y frases, similar a como lo practicaba William Burroughs con la técnica del cut-up o, siguiendo esa pista, Kurt Cobain en sus delirantes letras, donde me parece que mejor se materializa la fragmentación de este cuerpo. Esta estrategia, que sobre todo es un trabajo de edición, de descomposición y recomposición, permite manipular el material verbal como si se tratase, precisamente, de ceniza retórica, de restos o ruinas que resultan de un incendio en la médula misma del lenguaje. Con ello, Andrade logra generar asociaciones líricas de gran altura que adoptan pleno sentido en el contexto del caos del cuerpo: “Ver el fuego en la piel cruda:/ entender un vuelo desesperado de palomas” o “Arder implica el abandono de todo sonido:/ trinan las arterias en desborde/ Si existe/ un sol se extingue en el ocaso del alma”.

En parte debido a la complejidad de estas operaciones, en parte a que la situación que retratan es de por sí extrema, la lectura avanza en medio de cierta confusión, a veces con no poca angustia, como si se nos quisiera decir algo que no se dice o que quizás ni siquiera se puede decir. Habría que agregar aquí que este no es un libro fácil, uno que se pueda seguir con una lectura al ras, sino que exige un lector que sea capaz de sumergirse en las palabras sin pedir nada a cambio. Quizás una posible interpretación de esto mismo se nos ofrece en la página 60, con una frase que pareciera ser toda una declaración de intenciones: “Escribir sin ningún sentido”. Aunque contradictoria (nuevamente), esta es tal vez la frase más cargada de sentido del libro, porque a la vez que hace un guiño a la visión romántica respecto de la gratuidad de la poesía en oposición al utilitarismo del capital, también remite a la ausencia de sentido físico, es decir, a una escritura descorporizada. Aquí se encuentra una clave para entender hasta qué punto, a pesar del dramatismo del cuerpo quemado, esta es una escritura tan mental como encarnada, tan conceptual como gestual.

Bonzo es un libro arriesgado. Y lo es porque no se propone encontrar respuestas a sus propias preguntas, a su propia búsqueda. Ese riesgo, esa complejidad, sobre todo en estos tiempos donde la figura del lector se confunde rápidamente con la de consumidor (y para demostrarlo he ahí la creación de todo tipo de rankings, sean de ventas o de “Lo más visto”), me parece que constituye en sí mismo un acto de resistencia, un gesto político que toma prestado la radicalidad del bonzo para traspasarla al campo de batalla simbólico que es también la literatura. Un fuego que, a fin de cuentas, no arde solo al interior de un libro.