Literatura social de mercado
Hojear el diario es una costumbre que tengo de niño. Más allá de las consabidas manipulaciones ideológicas que cada periódico hace, sigo pensando que los diarios son un buen termómetro de la sociedad chilena. Digo hojear, no leer, pues mi vista sólo pasa por encima de algunas noticias: leo el primer párrafo, a veces la noticia entera, sobretodo las de deportes, cultura y política (en ese orden de prioridades). Como los diarios de Chile son todos patricios, a veces, para reírme un rato, leo las cartas al director, redactadas por gente de ilustres apellidos y/o personajes desconocidos, pero con curriculums rimbombantes (Coordinador/ Académico del Programa de Magíster en Cybernegocios y Capitales intangibles, Escuela de Negocios, Universidad Alfonso Yáñez), cartas que exudan ese sentido común del que, según sus connotados autores, el 99% de los chilenos carecemos.
Ese tipo de diarios son los que he leído toda mi vida, diarios desde los cuales los dueños del país le hablan a la plebe: le dicen que el crecimiento económico es importante, pero no por qué es importante. Que es fundamental que a los empresarios, emprendedores que lo han arriesgado todo para dar trabajo y progreso al país, tengan todas las facilidades para, valga la redundancia, emprender nuevos negocios que nos llevarán, sin duda, al desarrollo. Le dicen a la chusma de a pie y a la de terno y corbata, que cuando la selección chilena anda bien puede pelear por el campeonato del mundo, y cuando anda mal, quienes deberían ser el técnico y los jugadores convocados. Le dicen a “la gente” en que colegios y universidades deben, de acuerdo a sus recursos y posibilidades, educar a sus hijos y, finalmente, qué libros y películas son buenos o malos.
¿Por qué entonces un medio que no hace otra cosa que transmitir subliminalmente la ideología de la elite bajo el formato de “objetividad” que un diario ofrece habría de ser un termómetro de la sociedad chilena? Simplemente porque es la elite la que define todos los parámetros de la sociabilidad en este país: una elite triunfadora en lo económico, en lo político, pero sobretodo en lo ideológico, una capa dominante que ha logrado que su visión de la realidad, surgida -como todas- de un contexto histórico y social determinado, sea asumida como natural por el resto: es natural que respetemos a los empresarios y los que acumulan dinero, es natural que “aspiremos a ser más” vivir en “mejores” comunas, en “mejores” barrios, es natural que compitamos con los otros hasta aplastarlos, valiéndonos de cualquier recurso, es natural que hablemos de meritocracia y la valoremos, pero que consigamos trabajo, contratos, concesiones y todo tipo de beneficio económico por obra y gracia del nuestros “contactos”.
Me he aburrido, en estas últimas décadas, de leer artículos, columnas, tesis de pre y post-grado que plantean la idea, nada de nueva y bastante naif por lo demás, de que la literatura es una suerte de “práctica cultural de resistencia” ante la cultura de los mass-media; ésta que pontifica a favor del sistema económico-social. La literatura se yergue así como un discurso que “desmitifica” la lógica del “neoliberalismo cultural” imperante. Así nos encontramos con poesía mapuche, literatura gay, mundos marginales y ficciones basadas en problemáticas sociales recientes y muy sensibles aun para gran parte de la población. Este tipo de obras, dicen los que saben, sirven para “ampliar nuestro reducido imaginario de nación”; sacan a la luz lo que la cultura triunfalista neoliberal nos esconde.
De la última afirmación podemos deducir que esta literatura no cae en esta lógica que parece manejar todo lo que nos rodea: esta lógica clasista, competitiva, cuantitativa, exitista, monetarizada y mediatizada. Los críticos y los escritores nos quieren hacer creer que el campo cultural en el cual ellos se desempeñan es puro, impoluto de esta “nociva ideología”.
Parece pertinente preguntarse si lo que los lleva a pensar así es simplemente fruto de su ceguera, que les impide ver mucho más allá de sus narices, demasiado ocupadas en olfatear a la competencia para “chaquetearla” lo antes posible a través de las ancestrales técnicas del ninguneo y el cahuín, o una estrategia de posicionamiento ante un mercado que exige de un producto, sea cultural o de cualquier índole, algo que lo distinga de los demás, cierto “valor agregado”; en el caso de la literatura, su origen: puro y virginal, jamás sometido a los dictámenes del neoliberalismo. Humildemente, creo, un poco de ambas.
Ahora pienso: ¿Puede la obra de un escritor que publica en La Tercera, El Mercurio, Qué Pasa ser un “espacio simbólico de resistencia al poder” cuándo estos son medios masivos de comunicación controlados por grupos económicos que, es bien sabido, no ganan demasiado dinero poseyéndolos, no obstante, lo que “pierden” en plata lo “ganan” en proselitismo ideológico? ¿Pueden, autores que han participado activamente en gobiernos de marcado cuño neoliberal, moverse y producir en un campo cultural supuestamente pasteurizado de esta “cultura de la basura”? ¿Pueden ser tan ajenos a la lógica del libremercadismo feroz, exitista y clientelista, sujetos que crean verdaderos “holdings culturales”, conformados por editoriales, medios de comunicación y universidades, con el objeto publicarse en las mentadas editoriales, ser criticados por los mismos integrantes del holding en sus susodichos medios de comunicación y dictar cátedras donde se enseñan y enseñen a los autores que pertenecen al mismo conglomerado? A otro perro con ese hueso.
Lo triste es cómo esta gentecilla ha copado el reducido campo cultural chileno, valiéndose de las mismas estrategias que esa teoría económica neoliberal, de la que se sienten “tan ajenos”, sugiere para posicionar una marca.
En primer lugar, se han vaciado del “academicismo”, del rigor intelectual, practicando una reflexión sobre las artes y la cultura sustentada en el humor negro y el impresionismo. Ambos recursos no me parecen descartables a priori, grandes artistas y pensadores los han utilizado a través de la historia; el problema es justamente ese: aquí no estamos ni frente a grandes artistas ni a grandes pensadores. Es por ello que tales herramientas no resultan otra cosa que salidas fáciles y efectivas a la hora de captar la atención de la poca opinión pública. “Masa crítica”, como le gusta a éstos caballeros llamarla, que queda, dado que sus “adversarios” naturales son el ensayo académico y el paper I.S.I, ambos formatos, generalmente, ilegibles para alguien que aún tenga alma -o, por lo menos, cierto amor por la literatura-.
A través de esta reflexión impresionista y del éxito de su chiste fácil y “pop”, no sólo han logrado posicionar sus medios “alternativos” sino infiltrarse en los tradicionales y, desde ambas trincheras, han “orientado” a toda una generación de lectores -analfabetos funcionales-, haciéndoles creer que Roberto Bolaño es Julio Cortázar, Nicanor Parra Quevedo, Raúl Zurita Pablo Neruda, Alejandro Zambra Manuel Rojas, Rafael Gumucio José Donoso y Roberto Merino Joaquín Edwards Bello; en otras palabras han construido un nuevo canon de la literatura chilena, justamente para incluirse ellos mismos en él, y lo han hecho, primero desde los mass-media y las editoriales transnacionales y luego desde instancias académicas creadas por ellos mismos -Escuelas de “Literatura Creativa”, “Centros de Estudios Humorísticos” y otro experimentos tardo dadaístas- las cuáles -no parece necesario aclararlo- carecen del más mínimo rigor, pero que, por obra y gracia de esta enorme caja de resonancia que son las grandes editoriales y los medios, han logrado validarse, y no sólo eso, sino que convertirse en LA instancia de validación literaria e incluso “académica” en Chile.
Sí, tal como lo lee: los mismos que critican y encuentran inadmisible que sean los diputados y los senadores quienes se fijen sus sueldos, quienes destrozan a las farmacias cuando se coluden y quienes vociferan contra la concentración del poder económico, ellos operan del mismo modo, pero con un bien simbólico: la cultura, más específicamente, la literatura. El poder -lectura de Foucault de 2º año de universidad- tiene muchos rostros, está en todas partes y se ejerce fáctica y simbólicamente. No sólo son poderosos aquellos que nos subyugan política y económicamente, no sólo aquellos que disciplinan nuestros cuerpos, sino también aquellos que nos “culturizan” y disciplinan o, en este caso, indisciplinan programáticamente nuestras mentes.
Hoy en día una novela, un libro de cuentos, un poemario o una obra dramática pueden ser excelentes, pero si no tienen el visto bueno del “holding”, serán relegadas a una perdida página de Internet o a una mínima reseña de El Mercurio, que, digan lo que digan, es más abierto y democrático que este conglomerado empecinado en monopolizar la “alta cultura” en nuestro país. Un conglomerado que extiende sus tentáculos desde la más rancia y pura izquierda allendista, pasando por casi todos los colores del arcoíris de la Concertación, hasta el empresariado más duro. ¿Cómo? Por un tema de “clase”: los enfrentamientos en la esfera de lo público son meras rabietas de niñitos jugando a discrepar sobre “ideas” o “novelas” que no asustan a nadie, y no alteran un ápice el orden ya tramado ancestralmente en la esfera de lo privado. Dirá usted que no todos pertenecen a la elite, de acuerdo, Martín Rivas tampoco, pero como bien no enseña esta vieja novela de Blest Gana -que no deben leer los estudiantes de la carrera de Literatura Creativa por “latera”-: “quien a buen árbol se arrima…”.
La literatura, la crítica y la “academia” que emana de este holding no puede ser un espacio de resistencia a la “cultura neoliberal”, pues surge de ella y opera utilizando sus mismas herramientas. No se trata de pedir pureza, pues esta no existe más que en la imaginería religiosa; pedirle pureza al campo literario de nuestro país es pedirle peras al olmo, y también, empobrecerlo.
No pedirlo, esa es mi posición, pero también exigir que no se nos ofrezca, menos aun por quienes se han “ganado” ese lugar por obra y gracia del tráfico de influencias, el lobby, el uso de información privilegiada y la creación de burbujas literarias, prácticas nocivas que han hecho que, de aquí a un buen tiempo, digamos unos 10 a 12 años, si ha surgido una voz lírica, narrativa o dramática notable en nuestro país, digna de reconocer y estudiar, no nos hayamos enterado.
No digo que no exista, simplemente que si la hay, debe estar en una página de Internet o en una pequeña editorial, como esos maravillosos vinos que uno descubre gracias a esos pocos sabios que en el mundo han sido, que tienes el privilegio de conocer, y que te los recomiendan; vinos hechos por un enólogo medio marginal, que plantan 4 hectáreas en un lugar perdido de Casablanca, Cauquenes o Itata, que sólo podemos probar quienes tenemos el dato y estamos dispuestos a aguantarnos horas de viaje y caminos de tierra, para comprarlo en la misma viña, corriendo el riesgo de que el enólogo no te abra o no esté. Al resto, no le queda más que lo que ofrecen las góndolas de los supermercados, y el resto, por ignorancia o falta de curiosidad, terminará creyendo que el Carmenère Gran Reserva de Misiones de Rengo es el mejor vino posible.
¿Podemos culpar al holding por esto? No completamente, pero sí en gran medida. El lector de hoy es mediocre y mal preparado, y eso es, en parte, culpa suya. Es fácil meterse a Internet y descubrir que existe un gigantesco mundo cultural y literario a nuestra disposición: que en vez de Zambra, repetitivo, auto referente y facilón, están Baricco e Ishiguro, que lugar de leer los invertebrados cuentos de Bolaño, están los sublimes relatos de Borges y Cortázar y antes de aquellos, los de Poe, Chejov y Maupassant. Que los libros “testimoniales” y “contingentes” de Rafael Gumucio, escritos en una prosa tan desagradable como su oralidad, son de una delgadez insostenible frente a la envolvente y desgarradora pluma de un Pedro Lemebel; en gran medida el que no sabe hoy es porque no quiere, pues estamos hablando de un público supuestamente culto, que ha pasado por la universidad, que es lector. Si este público cree que las 500 y pico páginas de “Los detectives salvajes” (que seguramente no leyó completas, simplemente porque no se pueden leer), las novelitas de Zambra (que leyó en 40 minutos) o los tartamudeos literarios de Gumucio son lecturas imprescindibles, es, lisa y llanamente porque los tienen más a mano, en otras palabras, porque son lo que está en la góndola de Qué Leo de Providencia.
De eso sí, de que sea esa pequeña literatura, lo que la mal llamada “masa crítica” tenga más a mano, de aquello el holding sí es responsable. Pero no podemos culparlos, en cierta medida, todos querríamos estar en la góndola, ellos lo lograron, lo único que pido es que no se diga que es porque son los mejores. No en este país, no mediante la lógica del retail. Como dice un gran amigo y poeta, el tiempo es el mejor árbitro, y el Carmenère Gran Reserva de Misiones de Rengo, por más que lo guardes en una cava subterránea, con suelo de tierra humedecida y paredes de piedras pegadas con cal y canto, en 5 años no servirá más que para aliñar una ensalada de lechuga.