La imagen política del feto
El feminismo en general posee estrategias tradicionales para hablar y representar la política del aborto. Medidas gubernamentales y prácticas médicas centran completamente su foco de atención en observar a las mujeres como centro de disputas entre lo que se expulsa y lo que se anida durante el embarazo. Así, es generado el imaginario de la mujer como una barrera selectiva y semipermeable donde estrictos mecanismos de control regulan los intercambios entre un medio “externo” y un “interior” fisiológico. Un mosaico fluido donde no solo está en juego un equilibrio somático y un balance orgánico, sino un terreno de derechos. Podríamos decir problemáticamente que es la imagen de la “mujer”, la imagen hegemónica de la representación política feminista pro-aborto. A veces esta imagen es más bien una víctima, otras veces una mujer empoderada que deslegitima cierta violencia que pareciera siempre le es propia. Pero en la polémica por el aborto surge otra imagen, una imagen que a veces parece desbordar esa sola “mujer”: esta es la imagen del feto.
Dentro de los actuales debates del aborto, lo que se pone en disputa no es tanto la imagen de la mujer, sino una imagen del feto: el feto parece ser un signo que siempre significa vida, pero a la vez también el miedo a la muerte. El feto es pura vida, una vida que parece ser dueña de quienes no apoyan el aborto. Es importante entender que el feto no existe sino es en su exceso de visualidad, en su saturación de significados, en su visualidad esparcida que no lo restringe a ningún lugar, es decir, está construido en el proceso semiótico-material que implican las tecnologías de visualización: cámaras de alta definición, fibras ópticas, máquinas de ultrasonido, pantallas en tres y cuatro dimensiones. La imagen de la ciencia sirve, cuando el médico se la muestra a la mujer en la pantalla y le dice “usted va a ser mamá”, para construir un rol que pareciera natural para la mujer: ser madre, ser una mujer sentimentalmente reproductora. Es por esto que la tecnología de la representación ecográfica no es neutral sino que está al servicio de una determinada política conservadora con un presupuesto maternalista. Porque la política se basa en eso: en el trabajo eficaz de hacer circular ciertas imágenes para construir la realidad.
¿Cómo mirar estas fotografías que son el producto del choque fotoeléctrico de millares de electrones con una superficie que anida un feto que se enjuaga en su líquido amniótico? ¿Cómo mirar estas ecografías de fetos reproducidas por una tecnología audiovisual en cuyas imágenes se conectan debates tan polémicos y necesarios como el derecho al aborto y el estatuto de lo “humano”?
Creemos que debemos corromper los significados restrictivos y normativos que rodean al feto como figuración puesto que sabemos que la figura del feto es un significado más bien asociado a las marcas de la humanidad, la descendencia, la familia, la nación, es decir, unas marcas hegemónicas de lo vivo, lo normativo y el origen. Hay que pensar que mostrar al feto, hacerlo “aparecer” fue una estrategia que les sirvió a los grupos conservadores tal vez más que cualquier otra.
Investigando sobre la imagen del feto, me encontré con varias referencias y análisis que creo urgente compartir en este contexto de dulcificadas e insuficientes reformas legislativas. Porque tenemos que seguir insistiendo que “las tres causales” son absolutamente mezquinas, casi una ofensa al cuerpo de las mujeres me atrevería a decir. En una muy interesante y reciente traducción al español de la teórica queer Laurent Berlant llamada “El corazón de la nación” (Editorial Fondo de Cultura Económica ), ella nos explica la utilidad que tuvo para el nacionalismo estadounidense la imagen del feto en su afán segregador, pues apareció y se impuso socialmente justamente cuando en los años sesenta existía una fuerte explosión multicultural, sexual y racial en gran parte del país: negros, inmigrantes, feministas y homosexuales instalaron un doloroso espacio de resistencia en esta nación del norte del mundo representando todo aquello que la patria blanca quería eliminar en su afán eugenésico: “el feto se consolidó como mercancía política, como signo sobrenatural de la iconicidad nacional. Lo que constituía esta iconicidad era una imagen de un estadounidense, tal vez el último estadounidense vivo, no rozado aún por la historia; no atrapado en la excitación del consumo masivo o de las mezclas étnicas, raciales y sexuales; no manchado aún por el conocimiento, por el dinero o por la guerra. Este feto era un estadounidense con el que había que identificarse, alguien por quien aspirar a crear un mundo: organizaba una especie de bella política de la ciudadanía, de buenas intensiones y fantasías virtuosas de las que no podría decirse que estuviesen sucia o cuya suciedad pudiese atribuirse a lo sexual o políticamente inmoral”.
Si bien soy reacio a pensar que la historia es circular y todo se repite igual en diferentes contextos, soy consciente que pesa sobre nosotras en latinoamérica la fuerte idea de “atraso” y que los mayores esfuerzos que se hacen son para sobreponernos a una modernidad que nunca llegó, hablando así una sospechosa lengua de progreso.
Desde otra perspectiva pero con la misma claridad de Laurent, la bióloga feminista Donna Haraway investigó la importancia de esta imagen para construír un “sacramento tecno-científico”, esto es, una imagen en la que convive la ciencia en función de ciertos presupuestos cristianos: “la imagen visual del feto es como la doble espiral del ADN: no un mero significado de la vida, sino también ofrecido como la cosa-en-sí. El feto visual, de la misma manera que el gen, es un sacramento tecnocientífico. El signo se transforma en la cosa en sí a través de la transubstanciación mágico secular ordinaria”.
El feto no es un ser humano
Desde una perspectiva local y desde el año 2013 como Colectivo Universitario de Disidencia Sexual, CUDS iniciamos una campaña para activar la discusión del aborto de una manera torcida a las formas más tradicionales de abordar esta discusión, utilizando la imagen del feto como arma feminista. “Dona por un aborto ilegal” es el nombre de esta acción que utilizó el ciberactivismo y la creación de videos que se apropiaban y parodiaban la estética y discurso de los grupos autodenominados “pro-vida” que niegan el derecho al aborto y obligan a las mujeres a ser madres. Incluyó una campaña ficcional, material audiovisual de difusión en redes sociales, un manifiesto, talleres de autoformación y performance por encargo. Esta intervención nos valió ser acusados en los tribunales de justicia por el delito de “Asociación Ilícita” (aplicado comúnmente a grupos terroristas y redes de narcotráfico), en una denuncia impulsada por “IDEAPAÍS”, organización conservadora de ultra derecha que rechaza los avances en materia de derechos sexuales y reproductivos.
La campaña al apropiarse de la figura del feto lo que hizo fue reproducir y poner en evidencia la disputa en torno a su imagen. En otras palabras, fue visibilizar una tensión a través de la representacion política en torno al aborto. Lo que opera aquí es una especie de apropiación del signo más utilizado por los anti-aborto.
“El feto no es un ser humano” fue una de las frases más polémicas en toda la disputa que generó la performance, pues más que la discusión del aborto y las políticas públicas en torno el aborto —la cuestión más “real” o técnica de esta política—lo que ha generado más debate es precisamente una cuestión de carácter filosófico: la cuestión de la “vida” y los límites de la humanidad. Así, la cuestión que parece defenderse es el valor significativo de este feto que desplaza a la mujer. La frase "El feto no es un ser humano" no es una reflexión funesta o imprecisa, más aún cuando hasta hace muy poco las mujeres y los niños tampoco eran reconocidos como "humanos". Se decía que las mujeres, y los pueblos ignorantes alejados de la concepción del mundo cristiano occidental no eran humanos. Sólo podían adquirir esta calidad si se les incorporaba a la educación católica y occidental de la culpa y el castigo. “Si pese a los esfuerzos realizados, si a pesar de la educación entregada, siguen comportándose como “niños” es porque no pertenecen realmente a la misma clase de seres llamados humanos” nos recuerda acertadamente la feminista chilena Alejandra Castillo en su análisis sobre la “inhumanidad de las mujeres”.
Es entonces en espacios como éste que se entiende la insistencia del feminismo contemporáneo en reflexionar sobre los límites de lo humano, quién lo define y cuáles son las posibilidades de imaginar mundos posibles e inapropiables desde donde escaparse de la ficción mundana que define lo que es o no humano.
Hay una gran insistencia humanista en los conceptos de vida y claro la gran cantidad de genocidios y muertes en nuestra historia reciente son un punto a considerar. Pero no podemos quedarnos en la melancolía de querer que nuestras identidades sean inmanentes sino más bien cuestionar esos patrones modernos de representación de la vida. Ahí la figura del feto es, sin duda, un importante territorio que dicta hasta qué punto los niveles de organización celular serían considerados como humanos, sin cuestionar ni integrar los patrones sociales que determinan eso mismo.
No existe algo así como una ciencia pura o una naturaleza que tenga que buscarse para poder leer los códigos de lo biológico. Los científicos y los médicos no son los poseedores de una verdad completa, sino más bien son reproductores de patrones que otros dictaminaron como lo correcto. Entre lo científico y lo social no hay distancias, sino más bien zonas de transición donde estar atentos. Nos interesa trabajar en esa transición.
No hay que buscar respuestas sólo biológicas para un tema como el aborto, eso no existe. Si Darwin no hubiera leído las tesis de Malthus, que explicaba el crecimiento poblacional y la distribución de los recursos, hubiera sido muy difícil que naciera su manoseada teoría de la evolución. Es decir, que si no hubiera ampliado sus marcos de percepción del mundo, jamás habría llegado a pensar en la selección natural. En el aborto están en jaque las importantes ansias por la emancipación, de la cual debemos hacernos cargo.
Es producto de un error pensar que quienes luchamos por el aborto seamos catalogados como promotores de la muerte, pues más que matar o no matar a un conjunto de células, nos interesa luchar por la vida de las mujeres: mujeres que están obligadas a ser madres, muchas mujeres sin recursos para las cuales la maternidad funciona como un modo explícito de esclavización.
Hemos trabajado por una “emancipación” del feto, por un trabajo con los signos, por una interrupción visual o por un cortocircuito en el sentido común compartido. Porque pensamos que esto es también el activismo: un espacio donde construír imaginarios, establecer ficciones y ampliar una política para poner en jaque la circulación de ciertas imágenes que construyen la verdad heterosexual en la que vivimos cada día. Porque como dice el dramaturgo Tomás Henríquez: “la imagen se emancipa del soporte que lo contiene, en tanto emanciparse será siempre liberarse de las significaciones que el otro te impone. Y dicha posibilidad –la emancipación de la imagen del feto– permite finalmente pensar en la autonomía de la decisión de la mujer”.