Aylwin y la impunidad como legado institucional de la transición pactada
Fui una de las 80 mil personas que, el 12 de marzo de 1990, repletamos el Estadio Nacional -su capacidad era entonces el doble de la actual- para escuchar el discurso del recientemente electo presidente de la República, Patricio Aylwin Azócar, luego de la derrota en las urnas de la dictadura militar en octubre del año anterior. Contaba entonces con 18 años y ese momento representaba para mí, junto con los miles más allí presentes y los millones que veían la transmisión en todo Chile, un episodio renovador, lleno de esperanza en un futuro que, luego de la negra tormenta de 17 años, prometía horizontes llenos de color y alegría. Como testigo presencial de aquel momento histórico, me sentí un privilegiado al poder tener la oportunidad de vivir y palpar aquel ambiente cargado de emociones, especialmente al escuchar la “Cueca sola” y ver la bandera chilena extendida sobre todo el césped de la cancha, enorme, iluminada desde las cuatro esquinas del coliseo. La misma que ahora cubre el féretro de ese mismo presidente, flanqueado por algunos de los rostros emblemáticos junto a los que se diseñó e implementó la “política de los acuerdos” -entre ellos el líder de la UDI, Hernán Larraín, quien afirmó que el ex Presidente había encabezado "el más importante de los Gobiernos desde el año 90 en adelante”- como señal de espíritu cívico y republicano. El mismo que acuñó la frase de la justicia “en la medida de lo posible” al referirse a los casos de violaciones a los Derechos Humanos, y que a lo largo de los años nos fue mostrando un país hecho “a la medida de los imposibles”.
La imagen me viene a la mente como un flashback al ver por televisión algunas escenas de su funeral, en la Catedral de Santiago, 26 años después. Como testigo nuevamente de esta historia que avanza, la muerte de Patricio Aylwin me deja sensaciones encontradas en la hora del análisis. Como persona, y sin haberlo conocido nunca de manera cercana, rescato de él su austeridad, característica tan propia de la política antigua, valor tan extraviado en la actual. Eso y aquella sencillez que lo hacía verse como una persona afable. No parecía ser un mal hombre don Patricio. Pero las “buenas personas” no están libres de cometer errores, por supuesto. Un amigo escribió en su muro de Facebook: “Me quedo con el Aylwin demócrata, con el que fue capaz de gobernar con las metralletas de los gorilas apuntándole, con el que pidió perdón de corazón. El que nos devolvió hacia el camino en una época de mierda, el que no tiró las manos. Con el ser sensible que llora no poder hacer más”. Y claro, quizás no tuvo otra opción ante la amenaza viva de la prepotencia armada, de la fuerza bruta como argumento de los brutos. Cuando quiso hacer justicia, aquellos “valientes soldados” se amotinaron con pintura de guerra en el famoso “boinazo” a las afueras del edificio de su institución, cruzando la Alameda, frente a La Moneda. El mensaje era claro: no iban a aceptar otra cosa que la más despreciable y cobarde de las impunidades. Ese era el precio de la llamada “transición”, pactado desde el primer momento para poder vivir tranquilos, sin estar encañonados por la espalda. La moneda de cambio con la que el nuevo modelo debutó, la primera gran operación de compra y venta registrada en el libremercado nacional. Después de eso, todo podía tener precio. Nuestra recuperada democracia formal no renació pura, sino prostituida.
Porque más allá de las consideraciones o juicios de valor que puedan hacerse al respecto, lo cierto es que ello es un hecho de la causa. En términos objetivos, el hacer justicia “en la medida de lo posible” abrió la puerta a que fuera imposible hacer justicia, salvo en casos puntuales y que sirvieron de “chivo expiatorio” para dejar en la impunidad absoluta lo demás. Impunidad que, instalada como condición de “orden y estabilidad”, fue la larva de un gusano que comenzó a enquistarse en lo mas profundo de nuestra sociedad, extendiéndose como una mancha de fétida brea a diversos ámbitos más allá de los DD.HH., hasta terminar siendo un parámetro de conducta normal y natural en diversos niveles. Eso es lo que vemos hoy como resultado de este proceso de descomposición: una lacra institucionalizada que es necesario exterminar, terminando con el acomodamiento ideológico que ha hermanado a la Derecha y los sectores más conservadores de la Concertación.
“Tengo la convicción de que la mayoría de las trabas con que se ha pretendido dejamos amarrados no resistirán al peso de la razón y del derecho. Confío en que el Congreso Nacional, por encima de las diferencias de partidos, aprobará las reformas necesarias para asegurar el funcionamiento normal y expedito de nuestra renaciente democracia (…) La tarea es hermosa: construir entre todos la Patria que queremos, libre, justa y buena para todos los chilenos. De nosotros depende, compatriotas”, dijo Aylwin en parte de aquel discurso de 1990. El día de ayer, durante sus exequias, casi 100 mil estudiantes marcharon por la Alameda, a cuadras del lugar donde sus restos eran despedidos, continuando con la lucha a la que otros renunciaron para poder “pagar” la transición. El mismo día que en Chile se despedía al presidente del primer gobierno que comenzó la administración de la obra implementada por la dictadura, miles de jóvenes entregaron una señal firme y llena de convicción respecto, precisamente, de esa hermosa tarea de construir una Patria libre, justa y buena para todos los chilenos. Y no, no se trató de una falta de respeto a los rituales republicanos, como señaló alguien por ahí. Se trata simplemente de que la historia va adquiriendo sentido a través de los eslabones del pasado y los peldaños que hay que seguir subiendo hacia el futuro. Por ello, ahora es el tiempo de avanzar en la medida de lo urgente e impostergable.