Crónica de una injusta deportación

Crónica de una injusta deportación

Por: Nicole Carpentier Nazal | 18.12.2015
El texto narra la historia de Nicole, chilena-palestina, que intentó ingresar a Palestina y el gobierno israelí la deportó por 5 años. Se relata la vivencia de Nicole en los interrogatorios, las excusas que le dieron para expulsarla y cómo el gobierno chileno no hizo nada.

Mi nombre es Nicole Carpentier Nazal, soy chilena, de origen palestino. Este relato no es sólo el mío, sino el de varios amigos que tuve la suerte de conocer en Jordania- donde viví siete meses para estudiar el idioma árabe - y de varias otras personas, de todas las nacionalidades, que por su origen o ideas, no pueden entrar en Palestina.

El viernes 31 de julio de 2015 intenté entrar en Palestina por segunda vez. Habían pasado siete meses desde mi primer intento, cuando el Estado de Israel me negó el acceso a Cisjordania en la frontera terrestre con Jordania- no es la Autoridad Nacional Palestina sino el Estado de Israel quien controla cada  paso  migratorio en cada una de las fronteras. En esta ocasión el trámite fue corto.

Desde que le entregué mi pasaporte a la oficial israelí, demoré solo hora y media en estar nuevamente en territorio jordano, pues de inmediato aparecí en la pantalla del computador como denegada. No hubo  un largo interrogatorio, presiones, o revisiones de cada una de las prendas que llevaba en mi maleta. Esperé alrededor de una hora y la oficial a cargo del paso fronterizo me dijo: “Israel no permite el ingreso a personas que no están de acuerdo con sus políticas.” Agregó también que estoy denegada por cinco años, y me entregó un papel en el que se exponen las razones de la decisión: “prevención de inmigración ilegal” y “seguridad pública o consideraciones de orden público”.

Busqué apoyo en el Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile, que envió una carta al Ministerio del Interior en Israel, pidiendo aclaraciones ante la negación de acceso a una ciudadana chilena, acontecimiento que dista de ser un hecho aislado para los chilenos de origen palestino.  El Ministerio del Interior de Israel respondió, en una carta que yo misma pude leer, explicando que se me negó la visa porque les mentí, ya que no les dije que estoy casada con un palestino, lo cual evidentemente es una mentira, y si no lo fuera, no constituye una razón de deportación en ningún lugar del mundo. Luego de recibir esta respuesta por parte de la institución israelí, el Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile no inició medida alguna ante esta situación de flagrante mentira y arbitrariedad.

Aquí comparto la historia de lo que viví en enero de 2015, cuando intenté entrar a Palestina por primera vez:

Hacia la frontera

 Estoy sentada en un bus que me lleva desde la oficina de inmigración jordana hacia la oficina de inmigración israelí, ambas ubicadas en el cruce fronterizo llamado Puente de Allenby. Es mi primera vez en este lugar que divide Jordania y Cisjordania,  que es controlado por Israel- como casi todo lo que sucede en Palestina.

Es muy temprano y hace mucho frío, pero estoy bien despierta por la ansiedad de ir a Palestina. En Amman, capital de Jordania, esperé 24 horas en un hotel porque había toque de queda debido a la nieve que había caído en los últimos días.

No son kilómetros los que hay que cruzar entre ambos controles, solo unos 600 metros, pero las oficinas de inmigración de Jordania e Israel están separadas por varios puntos de seguridad. En cada control, oficiales de ambos países revisan el bus y discuten con el conductor. Yo me como las uñas y miro el paisaje que hoy está dividido por esta frontera. Frontera que separa Palestina de Jordania, país de seis millones de habitantes, y en el que más de dos millones son refugiados palestinos- no hay datos oficiales de censo pero se estima que más de la mitad de la población es de origen palestino. Algunos son refugiados, otros desplazados, y otros descendientes de alguno de los anteriores. Muchos de ellos no pueden poner un pie en Palestina.

Con el bus en marcha se me viene a la cabeza mi abuelo Karim, quien en 1951 y con 17 años partió a Chile en un viaje que duró dos meses. Fue un viaje sin retorno que emprendió junto a su hermano menor y su primo. No puedo imaginarme lo que significa tener que irse así, dejar todo atrás. Se me aprieta el estómago pensando en él ahora que me miro intentando volver a su tierra.

 La palestinidad

Una familia, probablemente de origen europeo, comparte el bus conmigo. En el bus hay varios palestinos, me doy cuenta porque hablan árabe, y por sus caras, en las que reconozco mis rasgos. Pienso que es buena idea quedarme cerca de la familia cuando me baje del bus, y empiezo una conversación con ellos. Un diálogo banal, totalmente desconectado de lo que pasa por mi cabeza en estos minutos. Intento ser turista, extranjera, como ellos, desmarcándome de gran parte de mí y de mi propósito en este viaje. Me comporto como si no quisiera encontrar algo mío en este lugar, como si no fuese un viaje hacia mis raíces. Actúo como si no me interesara vivir la ocupación, ni relacionarme con palestinos para entender como la sobreviven. No quiero que me inviten a fumar narguile, a comer un falafel, porque tengo miedo de transformarme en una posible amenaza para Israel, y que no me dejen entrar a Palestina -tal como les ha sucedido a varios chilenos de origen palestino.

Mientras memorizo los lugares que debo y no debo mencionar cuando me pregunten los oficiales de inmigración- amigos y familiares me recomendaron que no mencione los nombres árabes de algunas ciudades que antes eran palestinas, y ahora están en territorio israelí- mi cabeza solo piensa y mi cuerpo solo siente  la tierra que veo a unos metros más allá. Me doy cuenta entonces de mi intento por desactivar mi palestinidad, por alejarme de los demás palestinos que comparten el bus conmigo. Quiero parecer lo menos Palestina (sí, con mayúscula) posible, tengo miedo de que descubran esa vulnerabilidad- que al mismo tiempo es fuerza- que traigo conmigo.

Superando el primer Control

 Bajamos del bus, tomo mi maleta y mi mochila, y camino junto a la familia europea hacia la fila que se forma en la entrada del edificio de inmigración. Allí comienza el caos y me pongo nerviosa. Palestinos moviendo maletas, con ese desorden propio del árabe en general, y al lado, soldados con armas caminando entre ellos, pegando gritos en árabe y en hebreo.

Después de dejar mi equipaje en la rueda de maletas, me pongo en la fila. Logré quedar detrás de la familia europea y espero mi turno en la ventanilla de control de pasaporte. Me muestro indiferente ante los gritos y el caos. Mi turno. Avanzo hacia la ventanilla. Es una mujer, una oficial. Me pide mi pasaporte. Se lo entrego. Lo mira. Pasan unos segundos. Me mira. Pronuncia en voz alta mi segundo apellido, el materno, como en un tono de pregunta. Pronuncia especialmente la letra zeta, con ese zumbido tan característico de la lengua árabe: “Nazzzzal”. Me mira. La miro. Me mira como esperando una respuesta o una confirmación. Respondo pronunciando mi apellido como lo he dicho siempre: “Nazal”. Ella toma aire. Repite nuevamente su pronunciación intencionada. Repito nuevamente la mía. Llama a su compañero de ventanilla y le muestra mi pasaporte apuntando con su dedo mi segundo apellido. Ahora es él quien me mira y lo pronuncia de la misma manera que la oficial: “¿Nazzzzzal?”  Yo lo pronuncio nuevamente manteniendo la calma, y pienso en la ironía de la situación: tener un apellido palestino me hace menos bienvenida en Palestina.

La oficial, en silencio y sin mirarme a los ojos, pega un adhesivo en la parte trasera de mi pasaporte. La marca tiene los números del uno al cuatro. Toma su lápiz y hace un círculo alrededor del número tres. No me explica nada, y me pide que avance hacia la siguiente fila, que termina con una máquina de seguridad y un segundo chequeo de identidad.

En la fila me encuentro nuevamente con la familia europea, y con todos los hombres y mujeres palestinos con los que compartí el bus.

La silla de los 40 minutos

 Esta fila es larga y avanza muy lento. Cada quien tiene que dejar sus pertenencias en una caja, cruzar la máquina de seguridad de metales, y luego entregar su pasaporte en la ventanilla para que una oficial, de unos veinte años, lo revise y decida si es que puede avanzar

La miro en su ventanilla. Cada vez que recibe el pasaporte de un palestino lo revisa y, sin mirarlo a los ojos, se lo devuelve, como si no hubiese una persona parada al frente. Observo con atención la actitud de cada uno de esos palestinos, que sólo siguen avanzando, sin inmutarse ante la actitud de la oficial. Al parecer, ya es parte del orden natural de las cosas. Siento rabia.

Cruzo la máquina de seguridad sin problemas. Entrego mi pasaporte a la oficial. Lo toma y su mirada va directamente al adhesivo. Me indica una silla en la esquina de la sala y me ordena que me siente y espere. El pasaporte lo retiene ella. Espero. Respiro. Pienso. Espero.

Observo el caminar de los soldados vestidos de civiles que pasean por la sala con un arma en el cinturón. Estoy nerviosa, reviso y repito en mi cabeza lo que tengo- y lo que no tengo- que decir. Tengo que decir que soy turista, que soy católica, que quiero visitar los lugares santos (Belén, Jerusalén Nazareth, etc) y ciudades de Israel como Tel Aviv, Haifa y Eilat. Por ningún motivo debo decir que quiero visitar Beit Jala, pueblo en el que nació mi abuelo, o Hebrón, o que quiero estudiar árabe.  Espero. Miro a la oficial de la ventanilla.

Espero sentada por más de 40 minutos hasta que un hombre joven vestido de civil se acerca y me pide que lo siga. Lo sigo y entramos a una sala contigua. Comienzan las preguntas. Él tiene mi pasaporte en sus manos. ¿Cuál es el objetivo de mi viaje? ¿Por qué estoy viajando sola? ¿Conozco a alguien en Israel? ¿Qué lugares quiero visitar? ¿Cuánto dinero traigo? ¿En qué trabajo en mi país? ¿Tengo un pasaje de vuelta a Chile?

Respondo una a una sus preguntas con calma. Parecen convencerle. Me dice “Bienvenida a Israel”, y con sus manos gesticula pidiéndome que avance al siguiente control.

¡Qué alivio!, pienso, y siento el cambio de temperatura en mi cuerpo. Queda una última etapa: el chequeo de pasaporte y el timbre de la visa.

Otras preguntas y otras sillas

 Otra ventanilla. Otra oficial recibe mi pasaporte. De nuevo el adhesivo pegado.

Preguntas. Las mismas que antes, pero ahora puedo distinguir un tono más  incisivo. Me ordena que pronuncie los nombres de toda mi familia. También que los escriba en un papel. Pienso: nuevamente el apellido, el castigo por formar parte de un pueblo que sigue resistiendo. El interrogatorio continúa. Ella profundiza. Me pregunta de dónde es mi abuelo materno. Contesto: de Beit Jala -y agrego- pero vive en Chile. Me pregunta: ¿conoces gente en Beit Jala? Contesto: sé que el hermano de mi abuelo vive ahí, pero no lo conozco porque ni ellos han mantenido relación en el último tiempo.

La oficial me entrega un formulario de información del visitante. Me pide que me siente en una silla apostada en la esquina de la sala y que lo complete. En algunos minutos vendrá alguien a buscarme, explica.

Espero otros 40 minutos mientras observo cómo turistas de diversas nacionalidades hacen la fila frente a esa ventanilla, mantienen un diálogo de un minuto con la oficial y obtienen su visa. Tengo una mezcla de rabia y orgullo que nace del choque entre la injusticia y la resistencia, entre la humillación y la resiliencia.

Donde no quiero que me lleven

Dos mujeres jóvenes, vestidas de civil, y que no superan los 25 años se acercan y me piden que las siga. Entramos a un recinto cerrado. Caminamos por un pasillo que tiene varias puertas y entramos en una de las oficinas. Es una sala pequeña, con una mesa, tres sillas y un computador.

Una de ellas me pregunta otra vez lo mismo. La otra oficial mira en silencio, como con toda su atención puesta en mis expresiones, en mi comportamiento. Contesto lo mismo. Pienso: qué estupidez, qué ganas de reírme en su cara y responder algún  sinsentido a las tonteras que preguntan y preguntan... solo para verles la cara. Pero cambian sus preguntas: ¿Has participado alguna vez en manifestaciones en Chile? ¿Perteneces a algún grupo o partido político? ¿Participas o has participado en actividades políticas?

Intento no mostrarme incómoda ante estas preguntas, porque sé que es acá donde no quiero que me lleven. Niego toda participación en actividades políticas, aunque admito haber asistido  a las manifestaciones estudiantiles en Chile.

También la oficial me pregunta si conozco la situación en Israel, ante lo que escuetamente admito estar enterada de que existe un “conflicto” y punto. Qué difícil es verbalizar esta respuesta, se me revuelve todo dentro cuando callo lo que sé y explico lo que quieren escuchar, cambiando cada “Palestina” por “Israel”, cada “masacre” por “conflicto”, cada dolor por indiferencia. Me doy cuenta de que actúo pésimo, no sé mentir.

La oficial que miraba en silencio me dice que no entiende por qué vengo a meterme acá si sé que hay un conflicto, que este no es un lugar para relajarse ni hacer turismo.

Me preguntan de nuevo si mi abuelo tiene familia en Cisjordania, a lo que contesto que su hermano está en Beit Jala, pero que yo no tengo contacto con él. Me piden mi celular, y buscan números palestinos. No encuentran nada.

Tras media hora de preguntas sin tregua me dicen que terminaron y que una persona del Departamento de Inmigración del Ministerio del Interior de Israel va a continuar con este proceso. Que espere en la sala anterior, pero que antes recoja mis maletas de la banda. Pienso: esta tortura es interminable. Estoy agotada, asustada, sin fuerzas en las piernas, siento la boca seca de pronunciar las mismas respuestas, sin que sirva de nada.

La palestinidad escondida

 Espero una hora más en esa sala. Tal vez más. Cada minuto es eterno, sentada, sola. Siento angustia. Observo de reojo a cada oficial vestido de civil. No me atrevo a conectarme a internet para comunicarme con mi familia; tengo miedo de que puedan leer las conversaciones.

Se acerca una oficial mayor, rubia y muy maquillada. Me invita a que la siga a otra sala en la que nuevamente hay una mesa, tres sillas y un computador. Esta vez me pide que abra mi maleta y mi mochila, y que saque, una por una, cada cosa que hay dentro. Me pide que desdoble la ropa, que abra los libros, mostrándole que no hay nada escondido dentro.

Nunca me había sentido tan presionada. Le explico cada cosa que hay en mi maleta. Cuando saco un jabón  marca “Clinique”, comenta que le parece una marca excelente. Me hierve la sangre y transpiro frío.

Pese al repaso mental de lo que llevo en mi maleta, no puedo parar de pensar en la posibilidad de que haya algo incriminatorio. Solo se me ocurre la pinza de cejas, arma letal. Pero me equivoco: en uno de los bolsillos de la maleta encuentra un DVD en el que se lee “Enquette Personelle”, una película de Ula Tabari, directora de cine palestina.

La funcionaria israelí se pone histérica. Me pregunta qué es esto, a lo que le respondo que es una película. Toma el teléfono, dice algunas frases en hebreo, muy alterada, y a los pocos segundos llega una de las jóvenes que me interrogó antes y se lleva la película.

 La mujer sigue con su interrogatorio, pero de acá en adelante el tono es bastante distinto. Me pregunta nuevamente todo lo que me habían preguntado en los interrogatorios anteriores, pero de manera muy agresiva, con un tono de voz más golpeado e incisivo, y me pide que escriba los números de teléfono de mi padre y mi madre en Chile.

 La inteligencia de internet

 Las preguntas son algo más específicas y me amenaza con que le diga la verdad, que si le miento de todas maneras se va a encargar de buscar la información que necesita al frente mío y se va a dar cuenta. ¿Participas en actividades políticas en Chile? ¿Posteas artículos u opiniones políticas en Facebook, Twitter u otra red social? Respondo que no. Es una pesadilla.

Abre el buscador de Google y teclea mi nombre completo. Cada segundo se me hace eterno. Miro detenidamente la pantalla. Ella también. En la tercera página encuentra lo que buscaba, una excusa suficiente para volverme culpable bajo su lógica: en el año 2012 firmé una carta en internet, en la que explícitamente se condenaba el asesinato de nueve ciudadanos turcos por parte de las Fuerzas de Defensa Israelíes en el ataque a la Flotilla Libertad, que iba rumbo a Gaza para romper el bloqueo, entregando medicinas y alimentos.

Comienza a gritarme, preguntándome si pretendía subirme a ese barco. No puedo creerlo… no puedo creerlo.

Le explico, intentando mantener la calma, pero con la voz quebrada, que era solo una firma en la carta, como otras cientos de firmas en la misma página. No lo niego, pero supongo que a esas alturas ya da lo mismo.

Me ordena que abra mi cuenta de Facebook y mi correo electrónico. Tengo miedo. No me atrevo ni a reclamar ni a defenderme, simplemente los abro. Revisa mis cuentas personales, junto a una de las jóvenes vestida de civil que me había interrogado antes, y luego me pide que espere afuera.

Espero una hora más en la sala de las sillas metálicas frías. No puedo pensar. Solo quiero llorar, pero me aguanto. Me siento culpable por mis respuestas, por mis errores.

Me conecto a Internet a través del celular y solo les escribo a mis papás para advertirles que los pueden llamar. Mi papá intenta tranquilizarme.

 No sé cuánto tiempo más pasa hasta que se acerca la oficial del último interrogatorio,  y me dice que no puedo entrar en Israel, que espere el bus de vuelta a la oficina de inmigración jordana afuera del edificio, sin darme ningún tipo de explicación. Le pregunto por qué, y me responde fríamente, por “descoordinación y desinformación”.

Me siento cinco minutos, siento el corazón latiendo como nunca, como si se me fuera a salir del pecho, como si quisiera gritar todo lo que yo estoy callando. No puedo irme así, necesito saber más. Me paro y camino hacia la oficina en que están los oficiales reunidos. Le pregunto a la oficial de nuevo por qué. Me responde, haciendo evidente su desprecio: “porque me mentiste, no me dijiste que habías firmado esa carta”. Me defiendo, y le digo que es algo que firme hace tres años, a lo que me responde de manera muy dura: “esto no es el mercado, si quieres discutir y pedir explicaciones, anda a la Embajada de Israel en Amman”.

Salgo del edificio, sin saber dónde esperar el bus. Aquí sí exploto en llanto, dejando salir toda la angustia, frustración, rabia y desilusión de este día que sé nunca voy a olvidar. Intento enchufar mi celular cerca de una caseta militar, pero se me acerca una oficial armada, apuntándome con su rifle, a pedirme que me vaya. Me resisto, y le pido que me deje tranquila, con una mirada que estoy segura le transmitió todo mi desprecio, repulsión e indignación por su forma, por jugar a la perfección el rol de opresor.

A la una de la madrugada, después de casi doce horas de interrogaciones, esperas, humillaciones y tortura psicológica, me subo al bus de vuelta a Jordania. El chofer del bus, probablemente de origen palestino, me sonríe todo el viaje, intentando apaciguar mi angustia, y pone en la televisión del bus a Mr. Bean.