Reformas penitenciarias, síntomas políticos, promesas carcelarias
El año 1991, a raíz de una serie de sucesos dramáticos ocurridos en algunas cárceles chilenas, la Cámara de Diputados ordenó que se instaurara una comisión especial para que hiciera un diagnóstico de la situación penitenciaria. El resultado fue un informe donde los expertos concluían que las cárceles del país se encontraban altamente hacinadas, funcionaban con precarias condiciones de higiene y salubridad, además de que no existían mecanismos institucionales que resguardaran los derechos de los internos. La comisión señalaba que era urgente tomar cartas en el asunto. Ninguna medida se implementó.
El año 2009, el Gobierno de Piñera instauró el Consejo para la Reforma Penitenciaria. Académicos y organismos que trabajaban en el estudio y diseño del sistema de justicia criminal fueron invitados a participar. El informe final que redactaron señaló que los nudos problemáticos del aparato penitenciario eran los preocupantes niveles de hacinamiento y sobrepoblación, el crecimiento de la inversión en el sistema sin resultados demostrables, y el casi nulo control en la ejecución de las penas. El Consejo recomendó instaurar una política criminal que redujera la aplicación de las penas privativas de libertad, separar las funciones institucionales de custodia y reinserción de la población penal, y fomentar los controles externos a la ejecución del castigo. Esta última sugerencia, la creación de un ente jurisdiccional encargado especialmente de fiscalizar cómo se ejecutan las condenas, resultaba imperativa. Ninguna medida se implementó.
El mismo año 2009, Chile suscribió el protocolo facultativo de la Convención contra la Tortura y otros Tratos Crueles, Inhumanos y Degradantes. Para los Estados que lo suscriben, este instrumento importa la obligación de instaurar un organismo independiente encargado de la fiscalización de los recintos que albergan a personas privadas de libertad, denominado Mecanismo Nacional de Prevención contra la Tortura. A la fecha, el Estado chileno no ha implementado mecanismo alguno.
La inexistencia de un discurso elaborado acerca de la situación de las cárceles chilenas da cuenta de la desidia y falta de interés del mundo político en relación con el aparato penitenciario. El silencio de las autoridades al respecto es un elemento constitutivo de las carencias institucionales y materiales que afectan a nuestras unidades penales. Algo así como el síntoma y la enfermedad.
En los últimos treinta años no han existido iniciativas estatales coherentes para subsanar las precarias condiciones de hacinamiento, salubridad e higiene que afectan a los recintos penitenciarios, y la privatización carcelaria solo ha demostrado su ineficacia. Tampoco existen a la fecha mecanismos institucionales que aseguren un resguardo efectivo de los derechos de la población penal. No hay ni ley de ejecución penitenciaria ni jueces especializados en la materia.
Que una institución militarizada como Gendarmería sea el órgano encargado de la seguridad de los recintos penales y la reinserción social de los internos también denota la precaria comprensión que el Estado chileno ha desarrollado respecto a sus cárceles. Lo mismo ocurre si uno considera que el Reglamento Penitenciario del año 1998, promovido por el Gobierno de Frei, mantuvo la estructura orgánica general de Gendarmería. A esto se suma que, por ser un reglamento, las normas que establecen las conductas prohibidas al interior de las cárceles y las sanciones respectivas no se encuentran en ley alguna. En la mayoría de los casos, es el alcaide del recinto penal quien decide qué sanción se aplicará ante qué falta.
Antes de promover el uso de la cárcel como única respuesta del sistema penal, como hace la agenda corta de seguridad que hoy se discute en el Senado, tanto el Gobierno como los parlamentarios deberían cuestionarse cuál es la finalidad de que una persona pase una temporada tras las rejas. O tal vez ellos mismos deberían vivir esa experiencia. Porque en las cárceles chilenas la reinserción es un eufemismo bajo el cual se esconde la incapacitación. Nuestras cárceles son balas de plata utilizadas para eliminar personas sin contravenir formalmente los tratados internacionales.
Solo cuando el mundo político logre dimensionar las reales consecuencias que implica la privación de libertad bajo las actuales circunstancias, será posible plantear una discusión racional y objetiva respecto a la disminución de los índices delictuales. De lo contrario, la clase política continuará sumergida en una discusión marcada por un populismo punitivo infructuoso que solo busca resultados electorales mediante promesas carcelarias.
* Litigación Estructural para América del Sur