Brasil no es una isla, o la corrupción como pandemia

Brasil no es una isla, o la corrupción como pandemia

Por: El Desconcierto | 16.10.2014

Joan de AlcazarPor razones de tipo profesional que no vienen al caso, he viajado a Brasil tres veces en los últimos tres meses. Dos de ellas al Nordeste, y la tercera y última a Sao Paulo. Me he movido, pues, entre dos de las grandes y distantes realidades socioeconómicas y culturales del gigante que es la República Federativa del Brasil: la nordestina, que pasa por ser la región menos favorecida; y la paulista, la más desarrollada y cosmopolita de todo el país. Son ya muchos años viajando con cierta regularidad a aquel enorme lugar del planeta, pero nunca como ahora había podido recoger en vivo y en directo un proceso electoral tan polarizado como el que se está viviendo.

No pretendo hacer un análisis en cuanto a las perspectivas electorales de los dos candidatos que van a concurrir en segunda y definitiva vuelta por la presidencia de la República, y mucho menos apostar por una u otra de las opciones en pugna. Mi intención es mucho más modesta y más acorde con mi formación de historiador y analista social. Sobre todo me interesa poner sobre el papel las coincidencias que observo en la realidad brasilera en relación con las que me son más próximas, como la española.

Apuntemos algunas ideas contrastadas: si durante los años 2007-2010 Brasil había crecido al 5%, en el período de la presidenta Dilma Rousseff, 2010-2014, lo ha hecho al 2, contra el esperado 4%; el Real, la moneda oficial, se ha depreciado, lo que ha aumentado la desconfianza de los consumidores; se ha constatado una pérdida del valor de mercado de empresas estatales, como la inmensa y fundamental Petrobras; ha aumentado la inflación, una bestia negra de la economía y de los ciudadanos de Brasil; ha descendido el volumen de las inversiones extranjeras, singularmente las de China, en torno a un 10% en los años 2010-2013. Además del doloroso fracaso deportivo de la canarinha, el Mundial de fútbol ha tenido un costo sorprendentementeo mayor que los tres anteriores mundiales sumados. El evento se desarrolló entre graves acusaciones de corrupción y, en general, ofreció una imagen de improvisación e incumplimiento de plazos en la finalización de obras. El resultado final ha generado, justo al contrario de lo que se pretendía, un deterioro de la marca Brasil en el exterior.

En la medida que los meses anteriores al Mundial de fútbol se produjeron extraordinarias movilizaciones y protestas por todo el país, que comenzaron con las contrarias a los precios del transporte en Natal (Río Grande do Norte, en el Nordeste), la percepción de despilfarro en infraestructuras y en los recursos destinados al evento deportivo que –dicen los críticos- hubiera sido mejor dedicar a graves carencias de índole social, y que se expresaron en la consigna “Nao vai ter copa”. Fue la síntesis de una pregunta extendida entre la ciudadanía: ¿por qué no gastar esos recursos en educación, en sanidad… en reducir la desigualdad?

Desde esta orilla del Atlántico es imposible no sentirse seducido por el deseo de intentar una aproximación comparada entre la coyuntura brasileña y la española. Junto a una pésima gestión política de las protestas ciudadanas, que nos llevan a la presencia de los indignados, hace un año era imposible no percibir en Brasil una sobredosis de euforia como la existente en la España previa al estallido de la crisis. Euforia que se sustenta[va], quizá, en una burbuja económica que si aquí fue la especulación inmobiliaria allá ha hecho del hiperconsumismo auspiciado desde las instancias de gobierno el motor de la economía nacional. Y, finalmente, y por encima de todo, como en España, el fantasma de la corrupción recorre Brasil a galope tendido.

Y con estos mimbres llegamos a la cita electoral del primer domingo de octubre. La muerte en accidente aéreo de Eduardo Campos, líder del Partido Socialista (PS), determinó que asumiera la candidatura Marina Silva, una mujer de origen muy humilde, carismática, evangelista y ex ministra del gobierno de Lula da Silva. Si bien las primeras encuestas tras la irrupción de la popular candidata trastornaron el escenario electoral, finalmente las aguas volvieron a su cauce. Importantes errores en campaña, particularmente en televisión, una cierta bisoñez de su equipo, percibido como demasiado inexperto, y el temor de una parte del electorado a que el de Marina fuera un gobierno demasiado heterogéneo y débil, la descolgó en el resultado de la primera vuelta. Pasaron a la segunda y decisiva la actual presidenta, Dilma Rouseff, al frente del Partido de los Trabajadores (PT), y Aécio Neves, candidato del Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB), con un resultado 42 a 34 a favor de la primera. Un partido este último, por cierto, que contrariamente a lo que es frecuente leer en la prensa española no es ni un partido de derechas ni un partido conservador, sino una especie de partido progresista y reformista a la forma latinoamericana, con su ala social liberal y su ala socialdemócrata; es decir, un partido que encajaría sin problemas en el escenario partidario europeo.

La campaña se decidirá, finalmente, el próximo día 26. Quedan, pues, dos semanas todavía y no van a ser fáciles. La mirada del viajero ha detectado algunos elementos a los que cabe prestar atención.

La primera y posiblemente la más sorprendente es que aunque en los medios se respira que estamos ante un cambio de ciclo, que se vive una polarización extrema entre los partidarios de Dilma y de Aécio (la política brasilera es extremadamente personalista), no exenta de descalificaciones y hasta de insultos, en la calle hay muy poco ambiente electoral. De hecho, si el viajero no prestara atención a la televisión y a la prensa, podría no percatarse de que el país se encuentra en el trance electoral en el que se halla.

Se percibe la existencia de agravios territoriales muy serios. Brasil también tiene su norte y su sur. Y la asimetría de los nueve estados nordestinos por una parte, y los del sudeste, encabezados por el más desarrollado estado de Sao Paulo, es muy evidente. Casualmente los dos candidatos son del sur. La presidenta Rousseff, de Minas Gerais, ha acusado a los Tucanos (los del PSDB) de menospreciar a los nordestinos, por considerarlos no solo pobres sino ignorantes. Rousseff ha barrido allí, en el Nordeste, y Neves (que también es de Minas Gerais) ha obtenido unos resultados considerablemente inferiores a los de la líder del PT. Además, la actual presidenta se impuso en el estado natal de ambos (43/40), del que Neves ha sido exitoso gobernador; pero en el trascendental estado paulista, el tucano se ha impuesto por un claro 44 a 26.

Las espadas están en alto, tanto más porque el PS, con Marina Silva al frente, ha decidido apoyar a Neves. Como la ecologista obtuvo el 21 por ciento de los votos, si sus electores siguieran la consigna de su partido el resultado estaría cantado. Pero no será tan mecánica la cosa.

El PT habla de la vuelta de fantasmas del pasado, que conecta con el neoliberalismo y con la amenaza de que el PSDB acabará con la tupida red asistencialista de la era Lula. Los tucanos replican que mejor sería contabilizar a los que son capaces de salir del asistencialismo gubernamental que a los que entran en esos programas, porque sería señal de que el desarrollo del país avanzaba por el camino correcto. En cualquier caso, afirman que mantendrán los programas esenciales de asistencia social.

Sin embargo y pese a todo, hay un problema de mucho calado en el actual escenario electoral, una patología grave que está atenazando a la sociedad brasileña y, por ende, a los electores que han de volver a las urnas dentro de dos semanas: los fortísimos escándalos de corrupción, que han salpicado todo el último período político. El último ha sido el de Petrobras, que en plena campaña está generando grandes titulares de prensa, tanto más porque Dilma Rousseff fue la ministra de energía del gobierno de Lula: directivos de la empresa han declarado en sede judicial, tras pactar con la fiscalía, que el PT y sus aliados recibían el 3% de los contratos firmados por Petrobras.

La oposición insiste en la necesidad de regenerar el país, y las exigencias de responsabilidades no se detienen en Dilma, sino que afectan también al mismísimo Lula. Para el extranjero que lo observa, Brasil es un país que puede parecer una isla; quizá es tan grande que mira demasiado para adentro de sí mismo. Sin embargo, sus problemas son parecidos a los de otros, en este caso a los nuestros, entre los que brilla con intensidad especial la corrupción política. El escenario electoral español está todavía a meses vista, pero en Brasil pronto sabremos qué es lo que deciden sus electores, si se inclinan finalmente por el cambio en las formas y pautas de la gestión o si, contrariamente, siguen apostando por un gobierno que, más allá de la importante mancha de la corrupción, ha conseguido reducir notablemente los niveles de extrema pobreza del país.

En conclusión, una pregunta común para las dos orillas del Atlántico: qué peso van a darle los electores a la corrupción política?