Envidia y también vergüenza. Escocia, Catalunya, España
Escocia votó el 18 de octubre, y los resultados finales no se conocieron hasta pasadas unas horas que a muchos se les antojaron eternas. Finalmente, los partidarios de que el país se mantuviera dentro de Gran Bretaña vencieron con claridad.
Estamos leyendo estos días análisis muy interesantes y otros no tanto sobre lo sucedido. Generalmente estos últimos suelen ser reiterativos y teleológicos, cuando no tendenciosos y viciados de origen. Por supuesto que se han hecho lecturas para todos los gustos. Antes del referéndum, los que querían desvincular completamente la situación en Escocia de la que se vive en Catalunya explicaban a todo el que los quería oír o leer que ambas naciones no tienen nada que ver, que sus realidades políticas se parecen como un huevo a una castaña, y que nada de lo que pasara en la antigua Caledonia podía generar réplicas en España. Estos son los que han celebrado con alharacas el resultado escocés, y se han apresurado a decir que, por supuesto, el unionismo británico ha triunfado porque más allá de los fervores explícitos de los secesionistas, una mayoría silenciosa ha alzado su voz contra el desatino de una convocatoria a las urnas que nunca debió celebrarse. Callan que tras el plebiscito se ha avanzado, y parece que todavía se avanzará más, en la vía federalista británica.
En la orilla contraria, muchos esperaban que el Sí escocés fuera viento de cola para el proceso catalán y enumeraban las conexiones que en su opinión podían establecerse sobre ambos territorios. Ahora han cambiado las tornas y las explicaciones respecto a la derrota de la propuesta secesionista, encabezada por el Primer Ministro de Escocia Alex Salmond, tratan de evitar los paralelismos o, cuanto menos, de matizarlos. El interés está claro: evitar que el No de los escoceses desanime a los partidarios de la secesión catalana. Callan, también, que tras el plebiscito se ha avanzado, y parece que todavía se avanzará más, en la vía federalista británica.
Todos tienen, en cierta medida y a nuestro juicio, parte de razón aunque, como es lógico, cada quién arrima el ascua a su sardina y hace de la necesidad virtud para favorecer o no perjudicar, según los casos, sus particulares intereses.
Más allá de las simpatías que pudiéramos tener por el Sí o por el No escocés, no han sido pocos por estas tierras quienes han reparado en la calidad democrática del proceso escocés. Cuatro ideas sustentan ese reconocimiento: uno, se llamó a los ciudadanos a las urnas para que decidieran; dos, la campaña fue reñida y dura, pero se mantuvieron bien engrasadas las formas democráticas; tres, los líderes actuaron como tales y reconocieron el resultado sin maquillaje alguno, dando la cara ante la opinión pública sin remilgos de ningún tipo; y, cuatro, Alex Salmond pidió a los suyos lealtad con el resultado y poco después anunció su dimisión.
¡Qué cosas hemos de ver en estos tiempos complejos! Vayamos por partes.
La envidia es, además de un pecado capital según la Iglesia Católica, algo sucio y rechazable. Pero la palabra tiene una segunda acepción que consiste en tener un deseo honesto de emular alguna cualidad o algún bien que otro posee. Y existe otra palabra que quiero rescatar en este momento: vergüenza, entendiendo por tal el sentimiento por alguna acción deshonrosa. Como me refiero a una acción poco o nada honorable de otro, sería aquella a la que llamamos vergüenza ajena.
¿Y entonces, de qué estamos hablando? Pues de eso, de envidia y de vergüenza [ajena y, ay, también propia]. Envidia por esa alta calidad de la democracia británica, que ya la quisiéramos siquiera parecida entre nosotros. Un líder que ha vencido muestra agradecimiento a su antagonista, el líder derrotado; y éste, a su vez, reconoce la derrota, pide lealtad a los suyos y dimite como expresión de asunción de la responsabilidad por el fracaso.
Y hablamos también de vergüenza. Desde el soberanismo catalán se ha transmitido un clamoroso aquí no pasa nada, que nadie puede creer y que repica con fuerza ante la falta de otro discurso que no sea el monocorde y ya conocido del derecho a decidir. Por supuesto que sí, pero ¿qué ha pasado en Escocia, señoras y señores?
Vergüenza por escuchar al dirigente el PP Esteban González Pons al minuto de conocerse el resultado escocés haciendo el más zafio electoralismo, riñendo a los ingleses por la convocatoria y perdonándole la vida a los escoceses porqué, en última instancia, habían decidido lo único que se podía decidir desde la sensatez. Pero eso no fue nada, apenas un aperitivo de lo que nos esperaba.
Llegó Mariano Rajoy, se situó ante la cámara de televisión, la pusieron un teleprompter bien cerquita y el caballero leyó con la nula pericia habitual y la desgana congénita que lo aqueja un texto manido, plagado de lugares comunes y alusiones amenazadoras a la ley, con lo que pretendía descalificar lo acaecido en Gran Bretaña. La imagen de Rajoy en pantalla, en un primer plano excesivo que agrandaba sus tics oculares habituales, fue un lamentable y patético contrapunto a las intervenciones que habíamos visto de Salmond y de Cameron.
Lo dicho, vergüenza, mucha vergüenza. Ajena, sí; pero también propia. Vergüenza de constatar una vez más que Mariano Rajoy es, ni más ni menos, que el presidente de gobierno que los electores españoles eligieron [de manera indirecta] por mayoría absoluta.