La cuestión del perdón en el caso Karadima
El éxito afianza
La suerte sorprende
La victoria fortalece
La riqueza potencia
La fiesta alegra
La abundancia regocija.
Pero sólo el perdón libera.
En las últimas semanas, nos ha llamado la atención la respuesta que la Iglesia Católica de Santiago ha dado frente a la demanda civil que han interpuesto José Murillo, Juan Carlos Cruz y James Hamilton en razón de las responsabilidades que a la institución eclesiástica le corresponden ante el caso Karadima. Sabemos que la iglesia de Santiago ha jugado un triste papel en esta situación. Primero, desconociendo las acusaciones hechas por parte de las víctimas que decidieron hacer pública su queja contra Karadima. Segundo, dilatando las averiguaciones y tramitaciones correspondientes. Tercero, actuando con negligencia y una cierta liviandad con respecto al sacerdote acusado. Cuarto, respondiendo de una forma irrisoria a la demanda establecida ante ella como institución. En efecto, esa invitación a que las víctimas de Karadima participen en un programa de reparación para los que han sufrido este tipo de daños no puede ser menos parecida al curso de ética que deberían seguir los inculpados por la inmensa estafa económica llevada adelante por las tres cadenas farmacéuticas más grandes del país, entendiendo aquí la analogía no en lo que se refiere a los actores sino a la desproporción entre el delito y la eventual solución.
Al parecer, están dispuestos a dar algo, pero lo que deberían ofrecer de forma espontánea, por constituir parte de su esencia eclesial, lo niegan: se niegan a pedir perdón. Tal actitud resulta incomprensible, además, porque ya la iglesia universal lo ha hecho públicamente. Baste recordar aquí las palabras de Benedicto XVI el viernes 11 de junio de 2010 cuando dijo en la solemne misa que concluía la celebración del año sacerdotal: "Pedimos perdón insistentemente a Dios y a las personas afectadas, mientras prometemos que queremos hacer todo lo posible para que semejante abuso no vuelva a suceder jamás".
Lo que se quiere no es nuevo. La Iglesia ya debió pedir perdón históricamente por los crímenes cometidos por la Inquisición, por los errores dogmáticos que negaron la verdad a Galileo y que llevaron a la muerte a insignes teólogos como Juan Huss en la antigua Bohemia, hoy República Checa. No es nuevo que la Iglesia reconozca que cometió errores con respecto a su histórica tensión con la modernidad, lo cual la alejó una y otra vez de los avances de la ciencia y de la especulación filosófica. Erró cuando tardó en reconocer que la cuestión social requería su atención frente a los graves desequilibrios producidos por la explotación de unos sobre otros. En todos estos casos, se ha sentido necesitada de pedir perdón. ¿Por qué ahora, entonces, la iglesia de Santiago se resiste a hacerlo?
A mi entender, el problema radica en que institucionalmente se ha optado por poner de un lado el pecado de los victimarios y, por otro, la santidad institucional, como si éstas fueran dos entelequias perfectamente separables. La iglesia no existe en algún lugar donde no estén quienes la formamos; por lo tanto, no existe una santidad esencial que no tenga que ver con la santidad o el pecado de sus miembros. Además, comienza a instalarse en la institución católica una suerte de mentalidad de funcionarios que opera en el actuar de sus jerarcas por mucho que discursivamente lo nieguen. De hecho, el Cardenal Ezzati ha argumentado en varias ocasiones que él ya hizo lo suficiente y que el caso Karadima no le atañe al período de su jurisdicción. Cuando así se expresa, habla como un administrador; no como un pastor. Un administrador solamente se siente obligado a dar cuenta de su gestión durante el período en que le tocó gobernar y le resulta fácil descargar culpas en los anteriores funcionarios. Un pastor, en cambio, no recibe un cargo, unas cuentas, una propiedad; lo que recibe es un cuerpo que es su iglesia, con sus dolores, con sus alegrías, con sus heridas no resueltas. Hacerse cargo de una comunidad significa hacerse cargo también de su dolor. Y eso es lo que Ezzati no pareciera sentirse convocado a hacer. No demuestra, con su actitud, haber comprendido la parábola del buen pastor, de aquel que, al mismo tiempo que va en busca de la oveja perdida, se hace cargar sobre sus hombros la que encuentra herida y necesita de especial protección.
“Errar es humano, perdonar es divino”; así está escrito en carteles tipo Village que cuelgan en las paredes de muchas casas chilenas. No serviría mucho sacar a colación este simple par de oraciones yuxtapuestas si no creyera en la profunda necesidad del ser humano de encontrar algún tipo de sanación para aquellas heridas que se consideran irremediables. Pocos piden perdón, pocos saben perdonar. Muchos, aunque en el resto de sus vidas no releven para nada la cuestión religiosa, se niegan a la concesión del perdón, diciendo “solo Dios puede perdonar”. Hay quienes optan por la radicalidad de negar el perdón y el olvido; otros tantos llegan a una negociación no del todo explicable: “perdonar sí; olvidar nunca”. Y, sin embargo, nadie puede atravesar el arco de su existencia sin haber escuchado alguna vez a otro decir “te perdono de corazón”. ¿Quién de nosotros hay que no necesite o no haya pedido esa radical concesión?
La historia chilena recuerda acontecimientos en que la palabra perdón se comentó en diferentes foros. El caso del Chacal de Nahueltoro, quien pidió perdón y clemencia al Presidente de entonces y éste no le perdonó la vida. Los ajusticiados por pena de muerte que tampoco fueron perdonados con el indulto presidencial en la época de Augusto Pinochet. Hemos oído varias veces decir al General Contreras que él no necesita pedir perdón a nadie. Durante un largo período, la Iglesia católica auspició una pastoral activa en torno al perdón y la reconciliación. El presidente Aylwin, el día 4 de marzo de 1991, dirigiéndose a la nación al presentar el Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, pidió perdón ante una país que lo miraba con la misma conmoción que expresaban sus ojos y el quiebre de su voz.
¿Qué le pasa a la inteligencia emocional, religiosa y cultural de la iglesia católica chilena, que ha olvidado esta tradición arcana que se arraiga en el código genético de su esencia fundacional y que, mientras se dilata en largas parrafadas retóricas para justificar su actuar, tartamudea penosamente para pedir perdón? ¿Cómo puede ser que no considere que cualquier remedio de corto plazo, como es una indemnización económica o un tratamiento psicológico, pueden tener efecto solamente cuando se comienza por el hidalgo reconocimiento de responsabilidades y de culpas? El judaísmo clásico cree en el equilibrio entre la culpa y el castigo, normado por la ley; las doctrinas orientales reservan a vidas ulteriores los karmas atesorados en ésta; los diversos ateísmos se interrogan por la radical pervivencia de la injusticia en un mundo que no alcanza para que el justo sea reivindicado y para que el criminal asuma sus responsabilidades. La novedad del cristianismo es precisamente el perdón, como acto exclusivamente humano que aflora cuando todas las posibilidades dictadas por los recursos humanos han sido agotadas. Cuando ya no queda nada por hacer, cuando la herida es irremediable, entonces la grandeza del hombre se hace sublime al reconocerse pecador pidiendo perdón, y se hace divina al concederlo incondicionalmente.