Crónicas viajeras desde Uganda: ¿Cuánto vale un kilo de bananas?
La carretera que lleva de Kampala al oeste atraviesa una de las zonas más fértiles del mundo. Aquí, literalmente, arrojas una semilla y a las semanas la planta ha crecido. Churchil cuando se dio una vuelta por estos lados, llamó a Uganda la Perla de África; y, claro, el problema fue que el valor de la perla se lo llevaron ellos y dejaron la envoltura. Nada nuevo bajo el sol: país riquísimo en recursos naturales produce y produce y el dinero, poco y nada, se reparte en unas pocas manos; mientras el país del norte se enriquece. De acuerdo, no es necesario venir a estas tierras para saber eso. Pero al venir uno advierte y ve (como se ven pocas cosas en la vida) la dimensión de la injusticia económica global.
En el campo por estas tierras, todo está en movimiento. La gente está todo el tiempo acarreando frutas, herramientas, animales, ramas, bananas, niños, café, té, cargas inverosímiles, en bicicletas, en carretillas/motonetas de madera, en motonetas los más afortunados y a pie los más, con sus bártulos –ramas para la leña, bidones para el amor— sobre las cabezas, andando erguidos, elegantísimas y hermosas en medio del panorama verde que no te puedo querer más verde, y con toda la urgencia del mundo. Porque aquí no se descansa, siempre hay algo que llevar; siempre hay un lugar siguiente. Cortar el té y llevarlo al pueblo para que de allí lo lleven a la carretera donde un camión espera para llevarlos a la ciudad, de donde será transportado hacia Mombasa y de ahí lo compraran unos tipos que lo venderán alrededor del mundo, y luego, meses después, a las cinco en punto de la tarde, la señorita se beberá impecable y aburrida el té que compró en Mark & Spencers en un suburbio de Leicester, pagando una suma inverosímil para la mujer que bebe el suyo al amparo de la planta de banano, descansando un poco antes de llevar la siguiente carga.
En los caminos secundarios los niños, al vernos pasar en nuestro destartalado Land Rover, se acercan a la vera del camino y agitan sus manos a modo de saludo. Algunos gritan “Muzungu! Muzungu!”, blanco, blanco. Sus sonrisas estallan aún más en contraste con los harapos que visten (tienen otras ropas, me afirma nuestro guía, usan estas durante el día, pero cuando van al colegio—ahora están de vacaciones—o cuando asisten a la iglesia, visten sus mejores atuendos o sus uniformes; ojalá pienso que sea así, pero cuesta creer—aquí cuesta creer muchas cosas); sus sonrisas que encierran tanta memoria que no cabe en toda la furia de un continente. Recuerdo el título de la novela que leí antes de venir: Los dientes pueden reír, pero el corazón no olvida. Sí, estos niños sonríen y gritan alegres hacia nosotros; pero la felicidad no es el pan de día a día. Y también eso te da vueltas: ¿dónde queda la felicidad?
Dan, un chico que tiene una pequeña tienda de artesanías cerca del orfanato en Bwindi, me pregunta de dónde soy. Como Chile no funciona, descubro el mejor método: ¿Messi? Sí. ¿De dónde es? Argentina. Sí. Bueno, yo soy del lado de donde es Messi. El fútbol es el mejor referente que tenemos en común —todos aquí tienen un equipo favorito, cuelgan sus banderas o pegatinas y visten versiones viejas de sus camisetas. Pero no son equipos de Uganda, son equipos ingleses. Por lo que he visto, la pelea está entre el Arsenal, el Manchester United y el Chelsea. ¿Qué pensaría Churchil?
Me despido de Dan, prometiéndole escribir para discutir sobre los avatares del fútbol global. Unos pasos más allá, unos niños venden algo sobre un manto extendido en la tierra. Son pequeños dibujos hechos por ellos. Dibujos de los gorilas, la máxima atracción turística en estos lados. Algunos son notables. Cuestan un dólar. Compro uno y les pregunto quién es el artista. El más pequeño esboza una sonrisa tímida. Pero compartimos el dinero, dicen en inglés y luego continúan en un idioma que desconozco. Les doy las gracias y me voy con un pedazo de Uganda en mi corazón.
Para el desayuno, a la mañana siguiente, nos sirven una ensalada de frutas. Sandías, papayas, mangos y, por supuesto, bananas. Muchas bananas. Un país bananero, pienso, e intento quitarle el sentido peyorativo al término. Sí, un país que produce muchas bananas. Un país que intenta sonreír más allá de la fachada. Un país que ha atravesado terribles presidentes y guerras civiles. Un país más que da cuenta del horror colonial y de la presencia de esa colonia aún hoy (amor y odio). Un país inserto en un sistema económico mundial que se sostiene en una radical desigualdad… los niños gritan Muzungu! Muzungu! Pasan dos hombres empujando sus bicicletas. Llevan cientos de bananos. ¿Cuánto vale un kilo?