¿De quién es la libertad de expresión? ¿Del dueño del medio o del ciudadano?
En todo régimen autoritario, la censura es fundamental para perpetuar el poder. Así fue durante la Dictadura, pero como en democracia tal conducta no es posible, la concentración puede ser un magnífico recurso para que un puñado de personas decida, por obra del mercado, sobre la información que circula en un país completo. Al final de la era Pinochet, El Mercurio y La Tercera estaban en una situación de quiebra inminente, pero perdonazos y una ayuda económica del Estado dejaron al incipiente Duopolio en condiciones de enfrentar la transición. Por otra parte, el gobierno de Patricio Aylwin afirmaba -en público- a través de su director de Comunicaciones Eugenio Tironi, que la mejor política de comunicación era no tenerla, mientras –en privado- se encargaba de cortar la cooperación internacional a los medios que habían destacado en la lucha contra la Dictadura y que, en el nuevo modelo, aspiraban a cautelar que las nuevas autoridades no se desviaran del rumbo prometido.
Este pedazo de nuestra historia reciente nos lleva al hecho central, planteado por el comunicólogo español Manuel Castells en su última obra publicada, “Comunicación y Poder” (2009): “el poder se basa en el control de la comunicación y la información, ya sea el macropoder del Estado y de los grupos de comunicación o el micropoder de todo tipo de organizaciones (…) el poder depende del control de la comunicación, al igual que el contrapoder depende de romper dicho control”.
Tal como en el debate educativo inaugurado en 2006 por el movimiento pingüino en Chile, la nueva realidad latinoamericana sobre los medios pone en pugna dos derechos. De lo que se trata es decidir si debe primar la libertad de oferta del sostenedor-propietario, o más bien se debe cautelar el derecho a elegir del estudiante-público. La desregulación del primero lleva, necesariamente, a la conculcación del segundo.
Esta confrontación ha producido un interesante debate académico, ciudadano y político en la región sobre cómo conciliar ambas dimensiones: por un lado, una conformación mediática libre, independiente y pluralista que, según la UNESCO (y El Desconcierto), es imprescindible para fomentar la democracia, y, por el otro, los niveles inusitados de concentración de la propiedad de medios y el uso abusivo del concepto de libertad de expresión para impedir que esta situación se regule.
El debate, tal como en el caso educativo chileno, arrastra al plano constitucional. Durante los últimos años, algunos gobiernos de América Latina –Argentina, Ecuador y Venezuela- han propuesto reformas bajo el argumento de que es deber del Estado intervenir, puesto que no hay democracia posible sin pluralismo mediático. Es decir, que el espacio de amplificación de las voces sociales no debe quedar al arbitrio del mercado, sino que debe estar equilibradamente distribuido en la sociedad. De esta consideración es que ha surgido la idea de repartir la circulación en tres tercios: uno para los medios comerciales, otro para el Estado y el último para las organizaciones de la Sociedad Civil.
Este proceso tiene sus contradicciones y algunas instituciones, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, han alertado que puede llevar a un nuevo proceso de concentración, esta vez de carácter estatal.
En este punto hay que estar alertas para evitar las simplificaciones. Porque en el debate suelen coincidir estas posiciones, de noble propósito y fundamentos válidos, con las de los dueños de los grandes consorcios, algunos de ellos grandes fortunas de Hispanoamérica, quienes al ver restringida la posibilidad de concentrar las voces y el negocio, han reaccionado liderando la oposición internacional a estos gobiernos por, según afirman, perseguir a la prensa y atentar contra la libertad de expresión.
Esta situación se advirtió con especial elocuencia durante las elecciones venezolanas del pasado 7 de octubre de 2012. Durante meses, y especialmente en las semanas previas a los comicios, estos grandes consorcios se esmeraron en sostener la posibilidad cierta de victoria e incluso el favoritismo del candidato opositor Henrique Capriles, a pesar de que tal información no se basaba en ninguna de las encuestas serias de ese país: todas ellas daban una cómoda ventaja del presidente Hugo Chávez, tal como finalmente se consagró. Increíblemente, millones de personas que se informan por estos medios en la región se sorprendieron con el resultado, a pesar de que era completamente previsible. Este escenario se repetió para la elección de Ecuador en febrero de 2013.
Un rol destacado en esta trama la juega el grupo Prisa, dueño del diario socialdemócrata español El País, que jugara un valioso rol en la vertiginosa transición de la península. A fines de la década del 80, el gobierno de Felipe González definió una política estratégica de entrada de la inversión española en América Latina, a la cual se sumó este consorcio junto a otras compañías como Endesa España, Telefónica y Repsol. Esta definición coincidió con un ciclo donde los gobiernos de turno cedieron a las presiones del Banco Mundial y el FMI. Gracias a presidentes como Carlos Menem, quien permitió la privatización de Repsol en Argentina en 1998, las empresas españolas se hicieron dueñas de servicios públicos y de otras empresas de los Estados latinoamericanos, la mayoría entregadas a muy bajo costo. Y desde España, las políticas desreguladoras de González permitieron que el flujo saliente de capitales fuera especialmente expedito hacia esta región del planeta.
En el caso de Chile, y para no hablar de sanitarias ni hidroeléctricas, los gobiernos de la Concertación permitieron el ingreso del grupo Prisa al espectro radial, bajo el cándido argumento de que como los medios en Chile estaban controlados por grupos de derecha, era deseable contraponerles un grupo de centroizquierda. El resultado es la brutal concentración que hoy exhibe la radiotelefonía nacional. Cabe preguntarse, entonces, si a estos consorcios les interesa la libertad de expresión o más bien la apertura a nuevos nichos de negocio que hasta el momento les han sido bloqueados.
Estos medios, que según el sociólogo argentino Atilio Borón han tomado el rol de la actualmente frágil derecha política latinoamericana se encuentran agrupados bajo el alero de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP). Reunidos en Sao Paulo una semana después de la elección venezolana, fueron tajantes. Afirman que existen “presidentes arbitrarios e intolerantes que buscan acallar a la prensa crítica: numerosos medios del Estado realizan una campaña sistemática contra el periodismo independiente, (…) la prensa es acusada de desestabilizadora y golpista por los máximos responsables de la administración nacional y los mandatarios están ensañados en sus discursos públicos con aquellos que levantan voces críticas…”.
Esta organización está integrada por 1.400 grandes empresarios de las comunicaciones que son juez y parte en el tema, definiendo una macro línea editorial que le informa a los latinoamericanos cuáles son los gobiernos que respetan las libertades y cuáles no lo hacen. En su definición, Chile es un país que está en el primer grupo, a pesar de que exhibe uno de campos mediáticos más concentrados del continente.
Para explicar lo que está en juego, y más allá de las posiciones sobre gobiernos específicos, hay que despejar la confusión entre libertad de prensa y libertad de expresión. La primera radica en los dueños de los medios y, en la medida que se concentra, equivaldría a imponerse en una discusión simplemente porque se grita más fuerte que muchos otros. En cambio, la libertad de expresión radica en los ciudadanos y debe traducirse también en el acceso plural a los medios de comunicación, como fuentes o como audiencias. Esto es lo que una regulación, bien entendida, busca cautelar.
Esta realidad nos puede ayudar a reformular y complejizar las nociones de libertad de prensa, libertad de expresión y censura, tanto en Chile como en América Latina. Porque acallar una voz cumple la misma función que invisibilizarla. Porque la censura de las dictaduras persigue la misma función que la concentración mediática en las democracias neoliberales: perpetuar a los que están en el poder poniéndolos a salvo del escrutinio público.
El Estado no debe dejar esta disputa en el ámbito del mercado, tal como no debe hacerlo con la educación ni la salud. Resguardando los abusos en los que también puede incurrir, las políticas públicas sobre comunicación, ni más ni menos, hacen posible que exista una democracia real. Un espectro de medios con duopolios, concentración radial y clara vocación neoliberal en la televisión, equivale a un sistema político con Binominal, Cuórums Calificados y el Poder de Veto del Tribunal Constitucional. Algo que parece pero no es.