Cambio Climático: el desafío mayor
Consenso generalizado y contingencia nacional
Pocos dudan hoy de que el Cambio Climático sea una consecuencia de la concentración de gases de efecto invernadero emitida por la acción humana; de hecho, el último informe del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC) pasó de señalar que esto era “probable” (2001) a “muy probable” (2007). Desde el año 1900 el planeta ha aumentado su temperatura promedio en 0,7 ºC y continuará aumentando en las próximas décadas debido a las emisiones pasadas. Con la tendencia actual se espera que la temperatura promedio suba entre 2 – 3 ºC dentro de los próximos 50 años, pudiendo incluso superar los 5 ºC para el final de siglo si las emisiones continúan aumentando, lo cual se tornaría prácticamente inmanejable con migraciones a gran escala y numerosas pérdidas de vidas humanas.
Aunque aún existe cierto grado de incerteza respecto a la tesis del ser humano como conductor del cambio climático, parece bastante razonable, considerando toda la evidencia recopilada hasta hoy, basarse en un principio precautorio y tomar medidas conducentes a mitigar las emisiones de gases de efecto invernadero y adaptar las diversas sociedades ante los sombríos escenarios venideros. No obstante, amparados en una “duda razonable”, diversos grupos científicos, políticos y económicos abogan por seguir con nuestro actual modelo de producción. Sin ir más lejos, La Tercera (25 de marzo) intenta reavivar el debate entre ciencia y cambio climático (aunque más parece una defensa corporativa de las generadoras eléctricas). La editorial de Cristián Bofill señala que “resulta necesario que los expertos aborden el debate con herramientas técnicas ajenas a todo ideologismo y funden sus argumentos en la evidencia adecuadamente procesada”. Pero esto es precisamente la tarea que el IPCC viene desarrollando desde 1988. Imagine usted el esfuerzo que significa el poner de acuerdo en las conclusiones de cada informe a miles de científicos y representantes de distintos países con culturas e ideologías tan diversas. Bofill no sólo entra a este debate 25 años tarde sino que además basa su juicio en opiniones ad hoc para su postura, que fueron vertidas por la Dra. María Teresa Ruiz (premio nacional de ciencias) en Tolerancia Cero (17 de marzo) que, en mi opinión, son más intuitivas que científicas y ya han sido retrucadas por científicos y centros de estudios nacionales dedicados al seguimiento de este fenómeno como el Center for Climate and Resilience Research de la Universidad de Chile y el Centro del Cambio Global de la Universidad Católica, entre otros (El Mostrador, 25 de marzo).
Un acuerdo que no llega
Desde una perspectiva económica, el cambio climático puede definirse como la mayor falla de mercado que el mundo haya visto, toda vez que las emisiones de gases de efecto invernadero son una externalidad negativa, es decir, nuestras emisiones afectan las vidas de los demás y cuando la gente no paga por las consecuencias de sus acciones transfiere ese costo al resto de la población.
Asimismo, el bajo nivel de cooperación internacional en la reducción de emisiones puede explicarse por la característica de bien público que éste posee al no presentar rivalidad ni exclusión en su consumo. No importando dónde ni quién reduzca sus emisiones, todos nos beneficiamos de la acción. Así, los países no tienen mayor incentivo para bajar sus emisiones unilateralmente, puesto que de hacerlo benefician a otros que no están tomando medidas en la misma dirección. Un ejemplo de esto es lo ocurrido con Canadá en 2011. Luego del fracaso de las negociación en Durban, el ministro de Medio Ambiente de aquel país señaló que el Protocolo de Kioto no funciona y que invocaban al derecho legal para retirarse del acuerdo. Por otra parte, ha resultado imposible consensuar una definición de qué es lo “justo” en materia de reducción. Por una parte, si consideramos las emisiones históricas, debieran ser los países más industrializados quienes asuman los mayores recortes, pues son ellos quienes poseen las mejores chances de adaptarse a las nuevas condiciones. No obstante, si se consideran las cifras actuales, las dinámicas economías de varios de los denominados “emergente” muestran una creciente y acelerada cantidad de emisiones (entre ellos China, India y Brasil) y bajo el argumento de estar en vías de desarrollo, no están dispuesto a reducir sus emisiones si eso significa debilitar sus economías.
El escenario es altamente complejo, lidiar con los negativos efectos de este fenómeno global resulta una tarea urgente para los gobiernos, no sólo para lograr acuerdos que permitan reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, sino también para adaptar sus economías a las nuevas condiciones climáticas. La primera tarea es el gran dilema mundial a resolver, la segunda debiera ser una política pública nacional de carácter prioritario si no queremos lamentar daños mayores.
Vulnerabilidad y pobreza
La producción de alimentos es particularmente sensible al cambio de clima, los rendimientos dependen de ciertas condiciones específicas como la temperatura y los patrones de lluvia, y en consecuencia, temperaturas más elevadas conducirían a una caída mundial en la producción de alimentos fundamentales para la vida humana como las frutas, hortalizas y cereales. De acuerdo al informe Stern (2006), encargado por el gobierno británico para evaluar y cuantificar económicamente el potencial daño del cambio climático, hace 10 años atrás el 12% de la población mundial (cerca de 800 millones) estaba en riesgo de hambre, un incremento de la temperatura entre los 2 y 3 ºC aumentaría potencialmente la población en riesgo entre 30 y 200 millones y de superar los 3 ºC en una cifra cercana a los 250 a 550 millones adicionales.
Este cambio global en el clima está comprometiendo la seguridad alimentaria mundial, convirtiéndose de paso en el principal obstáculo para continuar con la reducción de la pobreza, lo cual resulta particularmente complejo en países en vías de desarrollo debido a la mayor vulnerabilidad que presentan y que se explica por su exposición geográfica, bajos ingresos, mayor dependencia de la agricultura para su sobrevivencia y reducida capacidad para buscar nuevas alternativas.
Por su parte, Chile ha sido clasificado como vulnerable por el IPCC (2001). Además, el diagnóstico realizado por el Ministerio del Medio Ambiente muestra que en nueve cuencas estudiadas, los recursos hídricos demuestran una baja en la precipitación hasta 75%, un aumento de temperatura de hasta 1,4% y una baja en el caudal hasta 77%. Asimismo, la escases de agua produciría una dramática disminución en la productividad agrícola de la zona norte. De acuerdo a Cepal (2012), las pérdidas económicas para el país podrían alcanzar hasta el 1,1% anual del PIB en un análisis que consideró hasta el año 2100.
Y la situación parece ser más severa aún. Nicholas Stern, quien lideró el estudio previamente citado, señaló recientemente al periódico The Guardian (26 de enero) lo siguiente: “estaba equivocado sobre el cambio climático, es mucho, mucho peor”. Esto, debido a que “el planeta y la atmósfera parecen estar absorbiendo menos carbono de lo que esperábamos, y las emisiones están creciendo muy fuertemente. Algunos de los efectos están llegando más rápido de lo que pensé entonces”. Asimismo, afirmó que algunos países, entre ellos China, han comenzado a comprender la gravedad de la situación y los gobiernos deben actuar con fuerza para mover sus economías hacia una menos intensiva en el uso de energía y con tecnologías ambientalmente más sustentables.
En otras palabras, siguiendo al propio Stern y haciendo eco de los últimos antecedentes disponibles, resulta claro que los dos mayores retos que enfrenta nuestra generación son la superación de la pobreza y controlar el cambio climático. Si fallamos en uno, fallamos en el otro.
(Nota de la Redacción: El autor de esta columna publicó con editorial El Desconcierto el libro Cambio climático y desigualdad, primer título de la colección de bolsillo Lugares comunes)