CRÍTICA| "Piola": De Quilicura al mundo
Empieza con la definición de la palabra que le da título, a lo Pulp Fiction (1994). Letras blancas en un cuadro negro. La definición está ahí para acortar la brecha del lenguaje intergeneracional y hacer más inclusivo el visionado, y tal erudición popular es una manera simpática de generar respeto hacia el filme y de sumergirnos en sus códigos.
Piola (2020) es la ópera prima del realizador Luis Alejandro Pérez, quien la escribió y dirigió. Quiere ser específica como una jerga juvenil y universal en sus emociones. Pretende ser ante todo un entretenimiento satisfactorio; una meta humilde que, no obstante, pocas producciones chilenas se atreven a alcanzar. Y lo logra.
Retrato social al ritmo del hip hop
Al igual que Pulp Fiction, la estructura de Piola es episódica. Pérez divide la película en capítulos cuyos títulos más o menos predicen los puntos de giro. El montaje de Sylvana Squicciarini es ágil, de cortes simples e intensos, jugando con los tiempos narrativos, y el visionado se siente, pues, piola. Más que un ejercicio reiterativo de lo que hizo Tarantino, es un aprendizaje. Y mediante el uso de la cámara en mano, el director de fotografía Simón Kaulen aporta realismo y urgencia a las escenas. También se usan, de vez en cuando, fotogramas negros para hacer pausas breves y pasar de la historia de un personaje a la de otro. Así, conocemos diferentes facetas de la vida en la comuna de Quilicura, donde transcurre el filme.
Los tres personajes principales, dos chicos y una chica, son parias, sus cabezas están siempre bullendo de preguntas y frustraciones, y tienden a equivocarse. Son extraños en sus propias familias, mas hallan consuelo en sus amigos y pasatiempos. No es de extrañarse que sus caminos se crucen.
Quien se lleva la mayor parte del metraje es Martín (Maximiliano Salgado), un joven adolescente que tiene una banda de rap con sus amigos, llamada De la Urbe. La primera vez que lo vemos, diserta ante su clase en forma de rap, con la ayuda de su amigo Charly (René Miranda) en el beatbox. Desde luego, es sancionado con una suspensión. Martín es rebelde y obstinado; lo que más quiere es triunfar en la industria de la música y vivir de ello (como se lo cuenta a su papá), y pasa la mayor parte del tiempo componiendo nuevas melodías y soñando despierto.
[Te puede interesar]: Director de «Piola»: «Durante años las películas fueron realizadas por la clase más acomodada de este país»
La familia se opone a una eventual carrera artística; me pregunto cuánto de su biografía habrá volcado Pérez en este personaje. Hay genuina emoción en los esfuerzos de Martín por conseguir su deseo de ser rapero, y el guion le provee una serie de anécdotas, creativas y verosímiles, que funcionan como obstáculos que ponen a prueba ese deseo. Salgado, que ganó el premio a la mejor actuación de la competencia de cine chileno en el pasado Sanfic, se luce en el papel con una mezcla de bríos y candidez que expresa lo complejo de ser adolescente.
Además, es fácil empatizar con Martín. No le pudo tocar una familia más adversa a sus sueños. Tienen razón en reconvenirle por su irresponsabilidad en los estudios, pero su madre y su hermana menor nunca se muestran comprensivas, y su padre (Alejandro Trejo) es particularmente hostil. A veces parecen más caricaturas que gente de carne y hueso.
Por su parte, su amigo Charly trabaja en un local de hamburguesas que le consume mucho tiempo; casi nunca puede visitar a su hija pequeña, a quien trata de mantener con el poco dinero que gana. Charly matiza la vida de Martín, ya que su origen es aún más humilde; pero es lógico que sean amigos: son compañeros de curso y su devoción por el hip hop, que suena tan elocuente durante las transiciones, allana sus diferencias.
Pérez nunca es condescendiente con la modestia del entorno. El retrato social de Quilicura es accesible gracias al estilo relajado y a que los personajes tienen agencia para solucionar sus problemas.
Si Martín aprende a seguir esforzándose por su música, aunque desde un lugar de resiliencia, hay alguien más que atraviesa por un cambio igual de importante. Sol (Ignacia Uribe) asiste al mismo liceo que Martín y Charly, sale con un tatuador y tiene una relación tensa con su mamá (Paula Zúñiga). Sus relaciones son tan inestables como su temperamento, y el vínculo más cercano que tiene en su hogar es con su perra Canela. Pero esto está por cambiar.
Un arma cargada tras una noche de carrete
La mamá de Sol es más tridimensional que el resto de los personajes secundarios, por lo que esta relación es de las más honestas del filme y los diálogos entre ambas son excelentes; si has sido adolescente, sabrás que esas son las palabras exactas que una madre le diría a su hija/o en esas situaciones.
Aunque siempre es entretenida y tiene buena cadencia como una canción de rap, sentí que Piola es más larga de lo que debería ser. Y es que hay pasajes que, pese a su ingenio, no son resueltos de forma satisfactoria, y están ahí como relleno, como una promesa de lo que pudieron ser desarrollos interesantes, y los más problemáticos justo le tocan a Sol.
El primer capítulo nos introduce en la historia de Martín, y termina cuando él encuentra un arma cargada en un cerro tras una noche de carrete con sus amigos. La escena que sobra transcurre en un servicentro, paralelo a ese carrete. Sol llega al lugar en busca de su perra perdida, y es testigo de un violento asalto a uno de los gasolineros, quien termina muerto de un balazo. Los malhechores se dan a la fuga en un auto, nunca vemos sus caras, tampoco la del gasolinero.
Es una escena que genera mucho ruido. No resulta convincente que un cadáver justifique un punto de giro, porque los delincuentes nunca vuelven a aparecer en pantalla, no se sabe a quién mataron ni por qué. La conexión con el hallazgo del arma es gratuita y el asesinato queda en el aire.
La ambición de Pérez a veces le juega una mala pasada. Es fácil perdonar el error porque el asesinato está muy bien elaborado desde un punto de vista audiovisual, es efectivo como un momento de shock. Y, en general, el aspecto técnico nunca falla.
Casi en toda la película la visualidad es esencial en la atmósfera. Se emplea el efecto de corrección de color orange teal, que consiste en saturar los tonos anaranjados y turquesa de los cuadros, lo que le provee al filme una paleta de colores que tal vez no estaba en las locaciones. Así, el realismo de Piola se equilibra con un look artificial y elegante, y el paisaje urbano de Quilicura es inmediatamente reconocible en nuestra imaginación, lo que va de la mano con la especificidad que busca el director.
En suma, esta es una buena peli. Es optimista y ligera y entrega un placer que el cine chileno no suele darle al público. Piola funciona como un antónimo de su propio título, y eso es un cumplido. No es muy callada y tampoco muy tranquila, y no puede pasar desapercibida.
Puntaje: 8/10.