CRÍTICA| Bien lo sabía Mistral: toda práctica espiritual es una práctica política
Gabriela Mistral parece infinita. Tenía cuadernos para todo, en los que ordenaba variado número de apuntes e intereses, sobre los que cada cierto tiempo volvía motivada por revelaciones tan cotidianas como ineludibles. Así, con paciencia y dedicación, produjo prosas y poemas de diverso tipo de temas que hasta hoy no dejan de sorprender. Cada redescubrimiento de su obra produce una fascinación nueva, dotada siempre de cierta frescura como si se tratara de una escritora viva. Rasgo que constata su vigencia, no solo por su indudable calidad, sino sobre todo por el sentido y la consistencia de sus inquietudes. Y aunque sea lugar común hablar de la estrecha e injusta lectura que se la ha dado, no es menos cierto que todavía abundan aspectos poco relevados o bien derechamente desconocidos de su trabajo, que son quizás de uso doméstico para los mistralianos más entendidos, pero que al mismo tiempo casi por completo ignorados por el gran público. Uno de esos aspectos es su vida espiritual.
Siguiendo esa línea, acaba de publicarse Toda culpa es un misterio. Antología mística y religiosa de Gabriela Mistral (La Pollera Ediciones, 2020). La compilación fue realizada por el investigador Diego del Pozo y reúne columnas, discursos, entrevistas y versos escritos entre 1922 y 1950. Si bien Mistral es reconocida por su riguroso ascetismo y su devoción franciscana, aquí su perfil parece ampliarse: también creía en la reencarnación y era disciplinada en el ejercicio de la meditación. De hecho, la poeta supo construirse un complejo cuadro de costumbres pertenecientes a muchas religiones. Hay una gran verdad en todos los cultos, decía. Y aunque alguna vez dijo practicar un “cristianismo con sentido social”, esto no le impidió realizar una feroz crítica a la Iglesia católica, que ya en esa época mostraba signos inequívocos de vicio, corrupción y decandencia moral. Asimismo destaca la virtud religiosa presente en la obra de Da Vinci o Shakespeare, y examina la responsabilidad que le cabe a la mujer americana en las crisis de ese tiempo.
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Bien lo sabía Mistral: toda práctica espiritual es una práctica política. No es raro entonces que muchos de estos textos ofrezcan su clara postura ante ciertos debates de la época. Su oposición frente a la persecución antisemita que promovían algunos países de Europa; su defensa del derecho de los protestantes norteamericanos a profesar su culto; sus sospechas y advertencias ante el amenazante vacío materialista detrás del fantasma soviético. De ahí que también se confiese contraria a los agitadores locales que veían en cualquier doctrina espiritual el canto de sirenas que adormecía conciencias y reinvindicaciones. Sin titubeos ni vaguedad alguna, acaso siempre colérica y desafiante, una y otra vez hizo escuchar su voz rotunda: “Yo quiero repetir que es esta la revelación dichosa que he recibido. Porque yo no soy un artista, lo que soy es una mujer en la que existe, viva, el ansia de fundir en mi raza, como se ha fundido dentro de mí, la religiosidad con un anhelo lacerante de justicia social”.
El libro llega a su punto más alto con “Mi experiencia con la Biblia”, prosa autobiográfica en la que recuerda a Isabel Villanueva, su abuela. Mujer que mientras bordaba, le pedía memorizar los Salmos para después recitárselos. Solo tenía 10 años Lucía cuando hizo de la Biblia su silabario. José, Ruth y David, Job, Ezequiel y Jeremías, los proverbios y el Eclesiastés. Historias nada infantiles, tan llenas de maravillas y milagros, como de vicios y perversiones. Anécdota que nos permite una valiosa deriva, pues todo amante de la literatura tuvo en su infancia una epifanía. Aquel momento en que un libro dejó de ser una simple sucesión de papeles llenos de polvo apretujados por dos tapas y pasó a ser la posibilidad de un viaje. Reconocer ese momento permite rastrear en la propia memoria cómo se entrecruzan afecto y aprendizaje. Pero sobre todo permite recordar a aquellos que inspiraron dicha pasión y que, quizás incluso sin buscarlo, se transformaron en grandes maestros. Y aquí la Mistral le rinde homenaje a ‘la teóloga’, nombre con que los sacerdotes de La Serena conocían a la vieja Isabel.
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Estamos ante una pequeña joyita —cercana, accesible— cuyo principal mérito es ilustrar una experiencia religiosa que, lejos de ser un pasión triste o represiva, parece el centro de un misterio vivo, radiante, cuando no incluso liberador. La fe es ante todo una pregunta sobre lo insondable, sobre aquello que excede los límites de lo humano. Y es también una posibilidad de vivir dichos límites. Vivirlos en la particular dimensión de cada cual, en el silencioso cultivo de la propia interioridad, en la divina contemplación de la belleza, o bien en el rapto dichoso que significa enfrentarse a la naturaleza, quizás la única gran obra del creador. Cuestiones que hoy, para una época que exuda materialismo donde el único gran dios es el dinero, podrían sonar ridículas o parecer un tierno anacronismo. Sin embargo aquí aparecen llenas de vitalidad, fuerza expresiva, y sobre todo actualidad. O al menos así lo deja ver la Mistral. Sus versos resuenan con el misterio de un aforismo, cargados de suficiente delicadeza y sofisticación como para hacer de su lectura un viaje al interior de nosotros mismos.
Tú que estás rezando, mientras yo miro las nubes que
pasan, entiéndeme: es el mismo nuestro tema.
Y tú que lo buscas en la gravedad del trabajo, mira,
también, que como tú tengo la boca contraída (…)
Toda culpa es un misterio. Antología mística y religiosa de Gabriela Mistral
Investigación, transcripción, edición y prólogo de Diego del Pozo
La Pollera Ediciones, 2020
175 Páginas
Precio Referencial: $12.900