No hay despertar que no sea individual
“Chile despertó”, fue la consigna enarbolada a nivel nacional durante el así llamado estallido social, con toda probabilidad, uno de los eventos sociales más importantes, complejos y misteriosos en la historia de Chile. Fue, mientras permaneció verdadero, nuestro “libertad, igualdad, fraternidad”. Y lo cierto es que, en algún grado, al menos por un par de horas en la larga noche binaria de la política chilena, el pueblo chileno efectivamente logró zafar de la apatía y el letargo socio/político y ochenta por ciento de la población votante se expresó a favor de descartar de una vez por todas de ese chaleco de fuerza social que significó la imposición de la constitución del año ochenta.
Fue así como, desde la conformación de la mesa constitucional hasta el día del sufragio, un gran portal histórico estuvo abierto de par en par a través del cual muchos vislumbramos destellos de futuros posibles. El espectro era tan amplio como impredecible. A pesar de la instauración de la violencia y los destrozos como hábito, esto fue para muchos un sueño hecho realidad. Todo auguraba un futuro pleno de posibilidades. Lo único claro era que todo había cambiado para siempre y que nada podía ser peor que lo anterior.
Un antes y un después, un “año cero” chilensis. Una suerte de llegada a la tierra prometida después de haber deambulado por los helados polos políticos, con toda la experiencia y sabiduría que dichas empresas extremas siempre dejan. Solo la democracia directa de los cantones suizos era comparable a lo que ocurría y que potencialmente podía llegar a instaurarse en nuestro país.
Y cuando quizás ya intuíamos que todo era demasiado bueno para ser realidad, cuando estábamos embriagados de tanta democracia tomada por asalto, como en las mejores sagas, los cielos se cubrieron y vino la revancha de los dioses, los que, adoptando la forma de Organización Mundial de la Salud, declararon una pandemia. Acto seguido, vinieron las declaraciones de estado de excepción y con ello, la declaración de “guerra” contra el virus, la inevitable militarización del espacio público, insólitas y socialmente demoledoras cuarentenas forzadas para sanos y enfermos, toques de queda, la abolición de los más elementales derechos humanos a la interacción social y movilidad, la transformación de nuestros hogares en lugares de confinamiento forzado, el uso obligatorio y universal de mascarillas y -dejémoslo hasta aquí- el relegamiento a “residencias sanitarias”. Cualquier transgresión era penada con multas y/o encarcelamiento.
Así, en el país del estallido y el despertar, el péndulo osciló de un extremo a otro, y pasamos sin mediar reclamo alguno de un estado de hiper conexión social a otro de hiper conexión digital. ¿Como podía haber reclamos si la subsistencia de la raza humana estaba amenazada por uno de los virus con mayor tasa de mortalidad en el último tiempo? Así lo predijo Neil Ferguson, el cuestionado profesor de biología matemática del Imperial College y su equipo. Predicción que -cuestionamientos no obstante- fue el modelo en base al cual se impusieron las cuarentenas en el mundo entero (ver aquí).
Nunca antes el miedo al prójimo y al encuentro entre seres humanos fueron tan sistemáticamente incentivados, al extremo de que nuestros propios seres queridos morían solos, sin compañía, sin funeral, depositados en sus solitarias tumbas, cual material radioactivo. El “positivo” y el no vacunado adquirieron status de leprosos.
Pero los dioses fueron compasivos y al tiempo anunciaron el medio de indulgencia. No hubo que sacrificar animales ni niños. El precio, no obstante, fue doble: ético y biológico. Por un lado, había que sacrificar nuestra autodeterminación: nuestro derecho a decir no. Por otro lado, había que sacrificar la autopoiesis de nuestro sistema inmunológico, su capacidad de lidiar por sí solo con un cuadro viral cuya letalidad solo alcanzó niveles preocupantes en personas de más de 70 años (ver aquí).
El caso es que cuando llegó el momento de acudir a las urnas para arriesgarlo todo y para aprobar lo que, sabíamos, sería una imperfecta manifestación de una nueva idea constitucional, por la cual una enorme y lamentable cantidad de globos oculares e infraestructura pública fueron entregados en ofrenda -una nueva piedra fundacional evidentemente perfectible sobre la cual otro Chile en efecto parecía posible- ya era tarde. Los medios, en su mayoría de propiedad de quienes precisamente buscábamos zafar, ya habían hecho lo que mejor saben hacer: desinformar en base a medias verdades. A saber, tomar un hecho aislado, agrandarlo, distorsionarlo, descontextualizarlo y repetirlo mántricamente al punto de transformarlo en la única y más importante verdad (ver aquí).
De este modo, tome lo que tome aceptarlo, todo indica que no fueron chilenos despiertos los que votaron rechazo, sino que, en importante medida, ciudadanos desinformados, hipnotizados por la elemental y no obstante efectiva magia gris de los medios corporativos. Una mezcla mucho más tóxica que el mismo virus de miedo, mezclado con una total incapacidad de sopesar ventajas y desventajas de una u otra opción. Porque ésta era la tarea (no cumplida) más importante que debían acometer los medios de comunicación: informar de forma equilibrada.
Solo esto explica que hayamos saboteado una oportunidad única de liberarnos del grillete social de una constitución que, a pesar de todo, sigue vigente. El rechazo fue, digámoslo claro, un tiro a la sien, inducido por una nueva generación de armamento (de quinta generación) cuyo blanco es nuestra percepción. El anillo de Sauron no lanzado al fuego en el último minuto.
Así, es posible que el país haya experimentado algún grado de despertar momentáneo, de norte a sur y de este a oeste. Sin embargo, permanecer despiertos y no sucumbir al hipnotista presupone despertar aún en otra dirección. A saber, en el eje “z”, ese eje vertical que, partiendo en el centro de la tierra nos atraviesa y tensa para expandirse luego en el cosmos infinito: ese que nos mantiene erguidos y hace de nosotros semidioses o animales superiores, dependiendo del punto de vista.
Despertar al hecho de que más acá del individualismo darwiniano y del colectivismo marxista, estamos llamados a despertar nuestra individualidad, el Yo soberano, facultad latente capaz de transformarnos en individualidades éticas y en tanto tales, independientes, discernientes y con pleno sentido de la responsabilidad social e individual. A esto se refería Goethe cuando afirmaba que la mejor forma de gobierno es aquella que nos enseña a gobernarnos a nosotros mismos. Así entendido, mi libertad no depende ni de una declaración de independencia ni de la redacción de una nueva constitución, ni de ningún factor externo. Que esto presuponga una transformación total del sistema educativo es harina de otro importante costal.
Esto dicho, sería absurdo pensar que todo está perdido. Somos una sociedad adolescente. Adolecemos de muchas cosas, entre las más importantes, de conciencia global. Si el verdadero despertar presupone libertad individual y ésta a su vez presupone, en última instancia, amor incondicional por el prójimo y la creación toda, debemos esforzarnos entonces por estirarnos anímicamente y alzar la mirada por sobre el cerco, la cordillera y el océano y cultivar una empatía verdaderamente planetaria, la tarea más difícil a la que, no obstante, estamos llamados. Porque de ella sí que depende la subsistencia de nuestra especie.
Llegado ese momento quizás logremos ver con claridad que nuestros gobiernos son igualmente adolescentes y que en tanto tales tampoco se autogobiernan, sino que son a su vez gobernados por entidades paternalistas supra gubernamentales que autoproclamándose democráticas son sin embargo conducidas por un grupo muy reducido de burócratas nunca electos por procesos ciudadanos democráticos participativos y que, no obstante, determinan de forma efectiva el rumbo de sociedades enteras (ver aquí). Entre ellas, la OMS, institución responsable de la declaración la pandemia que apagó la cadena de estallidos sociales que se gestaban simultáneamente en el mundo y que sumió en la más profunda depresión a la economía mundial y con ella, a una enorme porción de la población.
Y si llegado ese momento lográsemos mantenernos despiertos, quizás también veríamos que la OMS lleva dos años negociando con inusitada celeridad y total secrecía un “tratado” o “acuerdo” de pandemias y que conjuntamente trabaja intensamente en más de 300 enmiendas al Reglamento Sanitario Internacional (RSI). Esto le otorgaría a su director general el poder absoluto para declarar y administrar una emergencia sanitaria, lo que amenaza con soslayar la soberanía de las 194 naciones miembro, da igual cuál sea la constitución local vigente.
Porque ya vimos que, aun improvisando, una “recomendación” de la OMS se transforma durante una declaración de pandemia (vía declaración de estado de excepción) en una orden de facto cuyo no cumplimiento podría incluso, en el contexto de dicho acuerdo, significar sanciones individuales y nacionales aún más represivas de las que ya vimos.
Frente a esto resulta imperativo hacerse las preguntas más elementales. Teniendo en cuenta que la declaración de una emergencia sanitaria tal y como la entiende la OMS actualmente no depende de la letalidad de un agente patógeno sino de la cantidad de “casos” positivos y sabiendo al mismo tiempo que Kary Mullis, Premio Nobel por la invención del test PCR renegó hasta su muerte del uso de dicho test con fines diagnósticos por su alta manipulabilidad (ver aquí)
¿Estamos dispuestos a aceptar y normalizar sin más el hecho de que, de ahora en adelante, las pandemias serán tan regulares que ameritan un tratado para centralizar y delegar la respuesta de los gobiernos del mundo a la OMS, una organización cuyo principal ente benefactor es la fundación perteneciente a Bill Gates, empresario de vacunas y monopolista extraordinaire? ¿A ceder soberanía de país y cuerpo a una entidad supra gubernamental dirigida por una élite no electa de forma abierta y participativa y en tanto tal, no representativa? ¿A someternos a tratamientos experimentales aprobados en estados excepcionales y prescritos por decreto? En suma: ¿Estamos dispuestos a pasar por lo mismo y perderlo casi todo nuevamente?
A la luz del potencial dantesco impacto del tratado de pandemias que será sometido a votación el próximo mayo 2024, entender esto implica que la participación en la OMS debiese ser el debate más importante en todas las naciones firmantes hoy, debate que, sintomáticamente, la OMS no ha promovido. Si no logramos despertar del todo con el estallido y la pandemia, esta es sin duda una tercera oportunidad -el dios en nosotros quiera que sea la vencida- pues para el físico Danés Niels Bohr al menos “la secrecía es la mejor arma de una dictadura” así como “la transparencia es la mejor arma de la democracia”.