Manuel Rodríguez

Manuel Rodríguez

Por: Leonardo Piña Cabrera | 26.09.2023
Con su inesperada aparición en la casa familiar, la de su madre, que también era nuestra abuela, no solo se tuvo noticias suyas sino que se recuperó algo del arrebatado orden vital. En sus brazos, y mientras él mismo era alimentado y acababa con nuestra pequeña oposición infantil, fuimos testigos de cómo lograba escapar, alertado por el vecindario, de un tropel de militares que ya arremetía por una de las esquinas.

El tío Manolo partió al exilio en 1975, primero a Mendoza y más tarde a las ciudades de Saskatoon y Toronto, en Canadá. Al principio solo y después alcanzado por su familia. Con nosotros se quedó, no obstante su partida, un sinfín de historias, entre ellas la que hizo de él un héroe imposible, la figurita faltante y deseada de todos nuestros álbumes de infancia y adolescencia.

Militante poco orgánico de las muy orgánicas juventudes comunistas, también era el menor de sus siete hermanas y hermanos, el hijo regalón y más apreciado de toda la familia. Eso en el paisaje y recuerdo compartido. La noche en que su imagen comenzó a transformarse en leyenda estábamos enfermos, de paperas como se nos dijo, y tercamente atrincherados en la decisión de no tomarnos los remedios. Terminaba el año 1973 y con tres y cuatro años, junto a mi hermano y otros tres primos, entre ellos sus dos hijos, ejercíamos el iluso derecho a la negativa rotunda (“¡no quiero, no me gusta, no quiero!”), probablemente el único que por entonces quedaba. Ello, o simples mañas.

Con su inesperada aparición en la casa familiar, la de su madre, que también era nuestra abuela, no solo se tuvo noticias suyas sino que se recuperó algo del arrebatado orden vital. En sus brazos, y mientras él mismo era alimentado y acababa con nuestra pequeña oposición infantil, fuimos testigos de cómo lograba escapar, alertado por el vecindario, de un tropel de militares que ya arremetía por una de las esquinas.

La casa, ubicada en un numerado pasaje de la comuna de Quinta Normal, formaba parte de un continuo habitacional de acceso directo a la calle, pareada en uno de sus lados con la de la señora Elsa, comadre de mi abuela y madre de Jaime, el Jimmy, amigo y compañero de mi tío que como él andaba en las mismas. Corriendo en dirección sur hacia avenida San Pablo, su escapatoria solo logró concretarse porque alguien valientemente abrió una puerta, en la última casa posible, para arrojarlos dentro sujetándoles del pelo.

Anónimo gesto que luego sería acompañado de otros que les permitiría escapar hacia Argentina, el de entonces posibilitó que pudieran salir por los techos mientras sus persecutores seguían de largo. No poco, dado el momento en que ocurría. Su repetido recuerdo, feliz y lleno de vida, siempre terminó cediendo ante el hecho de que uno de sus hermanos, el tío Jorge en este caso, no había tenido la misma suerte.

Llevado al Estadio Nacional y más tarde a Chacabuco, su fin sería el de tantos, torturado y exiliado, una historia que no se contaba al punto que su madre nunca llegó a enterarse cabalmente de ella. Protegida, y todos nosotros, por el canon de la verdad a medias, su ocurrencia no era muy distinta a lo que estaba sucediendo en el resto del país. Solo que esa vez el cautivo no murió en Tiltil, sino en Bélgica, y que en su recuerdo las canciones nunca fueron épicas, sino todo lo contrario.