¿Qué izquierda?
1
Se quisiera ingresar, tantear, de una manera menos que inicial –asumiendo que sin duda la cuestión requiere de un análisis mayor, instalado en un tiempo de exploración también considerable que soporte la suerte de pre-hipótesis que aquí se planteará de forma, a todas luces, rudimentaria– y tomando como excusa la pregunta “¿Qué izquierda?”, si realmente la alternativa política después del proceso de Restauración Conservadora que se impulsa con la impugnación de Octubre, es “la izquierda”, tal y como la entendemos hoy.
Tensionar y preguntarnos si, en serio, debiéramos aferrarnos a esta categoría política –en su versión desideologizada y sin proyecto– como opción a lo que hoy hemos visto erigirse en una oligarquía más allá de sí misma; una que se alienta en la coordinada interacción entre, primero, la tradición hacendal, segundo, la devoción a la iconoclastia de la dictadura y, finalmente, el fervor por el neoliberalismo.
Todo esto traducido en un repacto que inocula, nuevamente, en el corazón de la sociedad chilena, la herencia de Jaime Guzmán reivindicándolo como el gran factótum, canon, vector o vértice que ha planeado sobre nuestra historia determinándola por casi medio siglo.
Hemos visto cómo se construyó una transición y se dispusieron los “enclaves autoritarios” (M.A. Garretón) en una democracia “transformista” (T. Moulian), la irrupción indignada de un Estallido Social, la consolidación, en principio, esperanzadora de una Asamblea Constituyente y la elección de un Presidente que traía en su agenda aquel espíritu transformador que nos dio, también, esperanza, pero que a poco andar no pudo contra eso que es, al final del día y más allá de cualquier proceso, la verdadera sociología de un pueblo capturado hace casi 50 años por la gran ideología triunfante: el guzmanismo.
Es decir, la médula, la arquitectura fundamental, la fortaleza jurídica y la genialidad normativa que nos atrincheró en una zona sin fuero ni contemplaciones; haciéndonos parte de la ilusión democrática ahí donde la partitura ya estaba escrita y disparada hacia el futuro inhabilitando hasta a la más radical de las querellas populares.
Guzmanismo: máquina archivística (J. Derrida) que imprimió en un país entero la racionalidad de la subordinación, de la aniquilación de la disidencia y que, al mismo tiempo y sin complejos, nos obligó a creer que en cada uno de nuestros gestos políticos postdictadura se densificaba un homus democrático cuando, en realidad, lo que se nos inseminaba era un entrenamiento (M. Canales), una forma de ser y de estar, un ser ahí que se arraigó en la cotidianidad de un sistema que se crió y desarrolló al amparo de nuestras prácticas corrientes; de nuestro vitrineo desafiliado, de la ontología de lo incuestionable y de la gran desilusión post-Unidad Popular que apaciguamos, en clave Chicago-gremialista, en el desmadre consumista. (Paralelamente un país se desangraba y la hemorragia represiva entraba en su orgía más monstruosa).
En nuestro país, y frente a todo esto que sigue ahí, siempre ahí y que se ha ratificado a plena luz del día y sin ningún miramiento, vuelvo a la pregunta ¿Qué izquierda? ¿Este es el nombre de la orgánica en la que se condensaría algo así como un nuevo despertar que pueda dar cara a la irrupción del extremismo de derecha? La izquierda, ya sea en su versión transicional, la con acento progresista o en alianza, ¿tiene el poder de cruzar el umbral de las concesiones y disponerse a la disputa por los conceptos?
Estas preguntas no se responden ni hoy ni mañana, tal vez tampoco en años. Sin embargo, bien vale imaginarse un color desconocido, un planeta no descubierto, un sabor inédito; toda vez que los discursos vacuos y pasteurizados, ecologizados de toda ideología, no hicieron sino destinarnos a una zona de sacrificio y a un tristísimo desamparo.
Claro que no me refiero a aquella izquierda que relejaban figuras como Balmaceda, Recabarren o Allende (entre otras y otros que pertenecen a esta estirpe), que es la tradición en la que yo mismo me entiendo y reconozco políticamente. Tampoco al surgimiento de movimientos como el MIR o el FPMR que, de cara a un exterminio cada vez más sistemático, decidieron radicalizarse y resistir –tanto como pudieron y sin pensar en la colosal derrota que se les venía encima– a una tiranía implacable. Apunto centralmente a lo que se ha dado en llamar izquierda o centro-izquierda desde sus primeros anuncios a mediados de los 80, después en los gobiernos transicionales hasta el Frente Amplio.
2
En 1902 Lenin publicaba el famoso tratado (para algunos, panfleto) ¿Qué hacer? Hay que decir que este tratado es el resorte más elaborado de un artículo titulado “¿Por dónde empezar?” que un año antes Lenin había publicado en la revista Iskra, periódico de los exiliados rusos en Alemania. También, y para ser justos, hay que indicar que este texto es una suerte de lira al libro homónimo del filósofo y revolucionario ruso Nikolái Chernyshevski.
Ahora, habría que preguntarse hasta qué punto ¿Qué hacer? fue un “panfleto” –en el sentido despectivo, vulgar y difamatorio que se le da a este término–, considerando que su circulación generó una polémica tal que terminó por dividir al Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia entre bolcheviques y mencheviques. Entonces, si fue un panfleto, fue de los más definitivos e influyentes del siglo XX.
Lo que creo que en principio puede interesar, y sin precisar que en este escrito de Lenin se abrevian las estrategias específicas y las definiciones conceptuales que había de seguir e implantar el partido revolucionario, es la urgencia de la pregunta ¿Qué hacer?; que parece la más elemental, la más pedestre, la más común y corriente que utilizamos todos los días de diferentes maneras y en distintos contextos. No obstante, cuando la pregunta se instala en el centro de un tránsito histórico de orden mayor, pues resignifica a toda escala. Si nos la tomamos en serio, ¿qué hacer? Es mucho más que una pregunta.
Haciendo la pregunta en el Chile actual, por ejemplo, sería una exigencia al tiempo que una carestía que evidencia la escasez de un proyecto o, lo que puede ser lo mismo, el pigmeísmo discursivo que no puede plantarle cara al desencadenamiento extremista; aquel que implica la consolidación de un tipo de ideología o doctrina política que podría terminar por cortar el delgado hilo sobre el que se ha sostenido la democracia y que, como hemos sido testigos, “sí sabe qué hacer”.
Entonces, en la ruta de Lenin –y después del predecible triunfo de la extrema derecha en Chile y de la reconfiguración del campo político en su versión tanto institucional como social– vale, de nuevo, la pregunta: ¿Qué izquierda? Planteándola como indeterminación; o sea como una apertura a lo que aún no sabemos qué es, por eso su pertinencia. De lo que no sabemos qué es pero que debiera, y en tanto se pretende entrar en la disputa, acoplarse a la urgencia que impone el presente; ajustarse en un proyecto y seguir, en esta dirección, la herencia leninista.
No me refiero al ABC bolchevique ni al Manual de Cortapalos del revolucionario, sino al gesto de activar en la cuestión un fusible que encienda algo más que lo que se nos ha venido imprimiendo, a modo de huella psíquico-colectiva, como “la izquierda”.
Lo anterior, porque en su texto Lenin sostiene que el proletariado no encontrará su conciencia de clase ahí donde se atrinchere en la almena de las luchas económicas relativas (por ejemplo, al tiempo de trabajo, a los salarios, a la distribución de la producción, en fin). En su lectura del tiempo político, para que el proletariado alcance una real conciencia de sí mismo, debe devenir en partido político y resolverse en conceptos, categorías, principios y estrategias que le permitan enfrentar a la burguesía zarista desde la emergencia de una ideología que, a su vez, fulgure sentido a la práctica revolucionaria.
En Chile, “el topo de la historia” del que nos hablaba Marx (ese animal ciego que discurre subterráneamente y que, cuando sale a la superficie trastoca todo lo que lo rodea), ya está; el sentimiento de injusticia y el cansancio de cara a los abusos polimorfos ya es –no me sumo a las teorías del “malestar”, prefiero al topo–, pero todavía sin rostro, sin léxico y habitando sin pro-yecto en la potencia de lo irrepresentable.
No es aventurado decir en esta perspectiva que el voto nulo histórico que alcanzó, junto a los blancos, casi un 22% del total es, en rigor y si fuera un partido, la segunda fuerza política en Chile. Y pienso que es en el nulo, en “lo” nulo, que sobrevive y deambula el topo. Es cierto que es un síntoma y que su irrupción deviene de una cierta espectralidad, pero no podemos bizcar la mirada y pretender impugnar el hecho de que más de 2 millones y medio de personas representarían la trinchera de una pura desidia, de la desinformación, de la indolencia o de la indiferencia. El “nulo” resta como como un rostro por descubrir; descubrir en su léxico y en su concepto.
Lenin hablaba, al final, de un nuevo soporte para la pugna no únicamente por el poder –que se lograría, según la ortodoxia marxista, vía armada y en clave revolución–, sino que, con la misma fuerza, por la consistencia de un relato que permita ingresar al campo de la batalla cultural, de los imaginarios y los idearios.
Esto es lo que ilumina una ausencia, lo que destella un vacío y que la centro-izquierda tradicional, en las negociaciones con la dictadura que comienzan a mediados de los 80, no pudo, no puede ni podrá representar porque tiene una falla de origen, congénita.
De otra manera, pero evidenciando igual inhabilidad, la renovación de esta izquierda que vimos asomarse con la aparición del Frente Amplio y en la figura de Gabriel Boric como líder, no ha podido generar musculatura ideológica siendo efectiva solo en el plano electoral, y desarrollando un talento increíble para ganar elecciones, pero, y a propósito, mostrando su blandura en el ideario y en la performance intelectual (N. Titelman).
Es en esta dirección que Lenin siempre supo que el poder por el poder, el solo hecho de detentarlo sin disponer de un entramado categorial que vertebre una prédica y evite de esta manera el vaciamiento ideológico, no estaba sino destinado a eximirse de la historia, a la abdicación.
El pensador ruso fue, quizás y en este preciso punto, más consciente que el mismo Marx –asumimos, obviamente, que no hay Lenin sin Marx, y que su trabajo y genialidad consistió en situar la teoría; comprenderla al interior de un estadio histórico-cultural, político y de poder específico–, en la línea de que no había que entregarle los destinos de la historia a la predominancia de un determinismo inexorable que nos llevaría al triunfo sin óbices de la revolución, ergo la sociedad sin clases.
La revitalización del pensamiento, la capacidad de generar puntos de despegue reflexivos y contingentes, evidenciables y que favorecieran el acceso a la verdadera lucha política, es decir la cultural/ideológica, fue la gran constatación del Lenin filósofo de la historia. Desde aquí, pienso, se desprenden las moralejas. Probablemente mis colegas de derecha o de ciertas posiciones cercanas al “patriotismo constitucional” (J. Habermas), leerán en esta columna un llamado a la anarquía o a la destitución de los “procesos democráticos”, pero no, no es así. Es justamente porque entiendo a la democracia como el mejor gobierno posible considerando a todos los demás (J. Rancière) que me ubico en la responsabilidad de pensar la izquierda más allá de sí misma y plantear que, ya sea en su versión ochentera, noventera o nuñoísta, no ha dado ni el ancho ni el largo para expulsar al fantasma de Guzmán de la historia de Chile y que se requiere, entonces, una fuerza política que transgreda la tradición y se reencuentre en otros “términos”.
Resignificar la democracia, radicalizarla y extirparle la mayor cantidad de quistes autoritario/neoliberales que la atormentan y acechan es, precisamente, creer que es solo en ella que una potencial emancipación se figura.
3
No sé si es posible proyectar, mínimamente, lo que aquí se ha planteado. Hubo alguien que sugirió llamar a este imaginario más allá de la izquierda como “fuerza impolítica” (R. Karmy). Pero la verdad, y aunque la idea es más que sugerente, es que lo impolítico requiere necesariamente de lo político para poder generar algún tipo de orgánica; así como la Antipoesía de Nicanor Parra, ya lo decía Bolaño, era solo poesía y de la más pura. Pero distingamos, lo impolítico no es lo contrario de lo político ni su mímesis invertida, es lo político mismo que, por ahora, no tendría traducción ni institucional ni orgánica.
La apuesta es por atreverse a pensar juntas y juntos un nuevo entramado conceptual e ideológico que se imagine por encima de la tradición unipolar a la que nos vemos enfrentados.
El triunfo del Partido Republicano no se debió al voto nulo. Esto es ver la pura superficie de una corriente que es mucho más gruesa y que comienza con la desactivación de la fisura que produce Octubre reponiendo, desde ahí, la querella por la seguridad a la que se sumaron desde el PC al Partido Republicano (nada más basta haber visto las franjas electorales en las que no se sabía cuándo terminaba la del partido de Kast y comenzaba la de la coalición de Gobierno).
Reformular el mapa hegemónico es una tarea enorme, no creo que imposible, pero de una envergadura brutal. De operar, esta transformación debería venir necesariamente exterior a la unipolaridad del relato al que nos habíamos referido. Se trataría de pensar desde un “afuera democrático” (entendido este “afuera” como un decir no a la degradación de la democracia propiamente tal) que discurra, no obstante, democráticamente sin calcar los vicios que la han llevado al páramo conservador que hoy la afecta.
Por ahora, solo queda partir por una angustia, con una que se hace pregunta y que quizá nunca logre estibar de cara a una respuesta, pero que tendría que detonar como insistencia y orgánica post-tradición si pretendemos vivir de otra forma, reconocernos en alguien más y descubrir, por fin, una sociedad de alternancias y diferencias filtradas por un sistema político anclado en la soberanía popular, y no en la poltrona siempre dispuesta para la gestión oligarca.
¿Qué izquierda?, siento, es un punto de partida.