El buen ciudadano ¿consume más o menos?
Y hace rato llegó diciembre, el mes que muchos sectores esperan para salvar el año económicamente. ¿Y quiénes deben salvarlo? Nosotros, en nuestro rol de consumidores-ciudadanos.
Desde mediados del siglo XX, las expectativas de los gobiernos están puestas en que los ciudadanos consuman, esto es, que compren sin frenos y sin importar que para ello deban endeudarse en incómodas cuotas. Ocurrió durante y después de las guerras mundiales, en Estados Unidos, cuando el buen ciudadano era aquél que se esforzaba por comprar y mantener la literalmente la economía de guerra a flote. El ingrediente adicional era preferir la industria nacional, en desmedro, sobre todo, de las importaciones “del enemigo” alemán.
Ha sucedido también, ya no en los momentos de guerra, sino que en los ciclos de crisis económicas -o deberíamos decir financiera- que son cada vez más reiterativos, por lo que ya forman parte de nuestro contexto y nutren el repertorio de acciones y significados con el que nos movemos en nuestra vida económica diaria.
En Chile hace rato ya que se nos insta a consumir para salvar la economía, como buenos ciudadanos, en los momentos que se vive o se piensa que viene una recesión. El índice de confianza del consumidor se transforma en el objeto del deseo del mercado y de los gobiernos. Curiosamente, luego de consumir a destajo tras los retiros de las AFP -supuestamente, porque muchos se usaron para pagar deudas-, fuimos una especie de “malos ciudadanos”, porque provocamos inflación, como si Chile fuera un país de otro planeta y no estuviera conectado con las tendencias macroeconómicas mundiales. No obstante, para estas Fiestas de Fin de Año el llamado sigue siendo el mismo: disfrazarnos de héroes y salvar la economía, comprando, sin más. No hay otra solución, al parecer.
Sin embargo, también hay un número creciente de individuos -muchas veces colectivamente- que asumen su preocupación ciudadana por el consumo desde otro ángulo. Estamos hablando de quienes reflexionan, se informan y actúan -no con pocas dificultades- respecto a los impactos del consumo propio (y de los demás). A veces esto implica cambiar hábitos, no solo cambiar un producto por otro. Y vaya que es difícil modificar nuestros usos y costumbres, no sólo como ejercicio de psicología social sino que por la sencilla razón que nuestras infraestructuras, tecnologías y rutinas familiares y sociales nos “empujan” a ello.
En otros casos, la forma crítica de consumir implica sencillamente no consumir. En este camino, a los obstáculos anteriores le sumamos el involucrarse en la lucha “religiosa-ideológica” contra el paradigma del eterno crecimiento.
Efectivamente, algunos hacen esfuerzos para reducir significativamente su consumo. Debido a que las personas se han socializado en una sociedad de consumo masivo/excesivo, existen grandes desafíos. ¿Cómo puede alguien re-aprender a “achicarse” cuando la sociedad le obliga incesantemente a seguir con hábitos de consumo masivo?
Son las mismas relaciones sociales, dentro de un contexto social de consumo masivo, las que configuran las condiciones para transformar los estilos de vida para reducir el consumo. Ya sea en la intersección de los rituales cotidianos y el consumo; en las normas y la normalización del consumo masivo; en las prácticas de comparación social, consumo conspicuo y consumo posicional; y en el apoyo social y comunitario para la reducción del consumo.
En este último punto, una forma de ejercer ciudadanía -de la buena, entendemos- es organizarse colectivamente en cooperativas de consumo, o abastecimiento, si usted lo prefiere. Más que sólo unidades económicas destinadas a reducir costos, son instancias de proactividad, participación y reflexión sobre cómo estamos viviendo nuestras vidas, en lo material, pero también en lo social, y por qué no, en lo espiritual.
Son instancias reconocidas y reconocibles como espacios de relacionamiento más horizontal y de acción ética -sin idealizaciones ni exageraciones- ya sea por la preferencia de economías locales y sus beneficios indirectos, productos que no afectan al medioambiente o productos cuya venta no contribuye a incrementar las condiciones desiguales de nuestra sociedad.
En definitiva, son lugares donde se hace el consumo, pero también se critica políticamente el consumo. Sin duda, espacios de verdadero ejercicio de la ciudadanía.