La tachadura (sobre el anticomunismo)

La tachadura (sobre el anticomunismo)

Por: Javier Agüero Águila | 16.11.2022
Lo que ocurre con Karol Cariola no es solo un veto anticomunista, es algo más. Es una tachadura, una negación o, por decirlo en difícil, la obliteración de un símbolo. Su no ratificación (que por lo demás era un acuerdo entre damas y varones de palabra firme) como presidenta de la Cámara de Diputadas y Diputados es una suerte de mecanismo novedoso, extensivo a la estrategia general por sepultar lo que queda de Octubre.

En el veto a Karol Cariola ¿hay anticomunismo? Sí (que es tan viejo como el comunismo mismo). Pero sería descomplejizar el hecho si lo atrincheramos en esta pura sentencia que, cierta, abre hacia la identificación de un fenómeno más complejo y que solo puede ser entendido como otro “dispositivo” instrumentalmente diseñado para desactivar los restos del Estallido Social, de Octubre –siempre con mayúscula–. Es lo que llamaremos “la tachadura”.

Primero, un breve contexto. Si ser anticomunista es ser radicales en el rechazo a genocidas como Stalin, Mao Zedong o de ególatras desquiciados enamorados de su propia imagen como Kim Jong-un (pasando por alto un largo etcétera de brutales dictadores que flameando banderas con el rostro de Marx aniquilaron a millones de seres humanos), estaríamos de acuerdo. Aunque debo de decir, en este caso, que más que ser anticomunista me considero anti-psicópatas.

Ahora, si se trata de vetar a un partido político que en Chile tiene amplias e históricas raíces populares, obreras y, también, democráticas, no; si estamos hablando de una colectividad que representó en Chile (con la figura enorme de Emilio Recabarren, a principios del siglo XX) el corazón mismo de la cuestión social, o que a mediados del mismo siglo fue ferozmente perseguida por González Videla –el abyecto político que se arrodilló frente al Macartismo–, tampoco.

No hay razón que justifique el anticomunismo. Menos, recordemos, si estamos indicando a un partido que fue leal hasta el final al proyecto de Salvador Allende, y que sufrió sin piedad la muerte de muchos/as de sus militantes y el descabezamiento de toda su cúpula apenas se instalaba el salvajismo de la dictadura de Pinochet; aquella a la que resistió con todo el coraje de la que un grupo humano pudo disponer. Toda mi admiración para ellas y ellos que en el laberinto más oscuro de la persecución nos heredaron no solo sus convicciones sino, y con la misma generosidad, sus vidas; vidas a las que hay que testimoniar éticamente –responsablemente– porque así lo exige el rostro de los fantasmas: “una política de (con) los fantasmas”, diríamos parafraseando a Jacques Derrida.

De ahí en más, y con la llegada de los gobiernos postdictadura, el Partido Comunista ha sido una pieza central en toda la madeja y tinglado democrático que, con sus luces y profundas sombras, se ha urdido en los últimos 22 años en este país. No nos referimos, ciertamente, a un partido político inmaculado, libre de todo mal, cuya inspiración la encuentra fuera de las alergias calculistas de la política propiamente tal. Evidentemente, y como ocurre en cualquier democracia, es una colectividad que busca el poder y en esto no hay truco, no hay trampa, se trata de aquello que les inyecta sentido y contexto a las democracias contemporáneas. Por lo tanto, levantar relatos, excusas, vetos o banderas en su contra no reivindica solamente el tradicional, viejo y conocido anticomunismo, sino que más bien revela un sentimiento antidemocrático.

Derechamente: ser anticomunista al día de hoy muestra, por nombrar al libro de Jacques Rancière, un “odio a la democracia”.

Pero lo que ocurre con Karol no es solo un veto anticomunista, es algo más. Es una tachadura, una negación o, por decirlo en difícil, la obliteración de un símbolo. Su no ratificación (que por lo demás era un acuerdo entre damas y varones de palabra firme) como presidenta de la Cámara de Diputadas y Diputados es una suerte de mecanismo novedoso, extensivo a la estrategia general por sepultar lo que queda de Octubre.

Hablamos de un tipo de táctica precisa que en su despliegue vertebra otro movimiento de superación de lo que pasó el 2019. Y todo esto a partir de la corriente que enchufó el arrollador triunfo del Rechazo, la que desató una cierta furia centro-derechista –esto no hubiera sido posible sin la DC– dirigida a darle un manotazo a todo cuanto oliera a Estallido Social o a Apruebo (sé que no son lo mismo, pero estamos claros que hay una correlación), expulsando del sistema a la amenaza de que una figura como Karol Cariola (talentosa, clara, con posición) asumiera el cargo enrostrando, con su sola presencia, que Octubre sigue vivo, ya no como revuelta sino como parte del engranaje y en el centro activo de la vorágine sistémica.

No se le veta: se le tacha por responder a una suerte de radicalidad en su postura. Es por esta razón que Vlado Mirosevic apareció como una carta mucho más neutra. No se ve en él, necesariamente, la “obtusa” ortodoxia del Estallido, sino un cierto quietismo que permitirá que fluya sin mayor alboroto todo lo que pueda llegar a ser negociable. No tengo nada contra Vlado, por el contrario, me parece un político inteligente y con mucha cintura, sin embargo, él es entendido –por los sectores más “prósperos” del nuevo momento político en Chile– como alguien que no representa una revuelta, aunque, al igual que Karol, fue una de las caras más visibles del Apruebo.

En fin, son los nuevos ritmos, síncopas, tachaduras y partituras interrumpidas que emergen en este Chile que, ahora en otro registro y con otras píldoras, vuelve a ser la “anatomía de un mito” (pareciera que esta será siempre nuestra única anatomía posible).