Fake news: el cáncer que puede devastar nuestras democracias
Los conceptos de fake news (noticias falsas) y posverdad (información o afirmación en la que los datos objetivos tienen menos importancia para el público que las opiniones y emociones que suscita), ambos hermanados, son relativamente recientes en nuestra jerga. Sin embargo, en un tiempo récord se han transformado en conceptos de moda, en particular en el contexto de los procesos políticos y las redes sociales. Ya para el año 2016 el diccionario de Oxford llegó a nombrar “posverdad” como la palabra del año, y en 2017 le tocó el cetro a “fake news”.
Una fake news es información falsa, a menudo sensacional, divulgada bajo la apariencia de cobertura de prensa. Algunas surgen de forma intencional, para fines políticos o económicos, mientras que otras son tan solo el producto de la imprudencia o falta de rigurosidad de quien las genera. Un titular, imagen o video impactante, una revelación que reafirma nuestro sesgo o nos indigna, y una apariencia legítima y confiable son los ingredientes principales para producirlas.
Existe la creencia generalizada de que son los robots y los algoritmos de internet los responsables de difundir noticias falsas con mayor frecuencia en desmedro de aquellas que son reales. Sin embargo, un estudio de la revista Science demostró que la culpa no es de las máquinas, sino de los propios seres humanos, quienes son más propensos a caer en ellas y compartirlas. ¿A qué se debe esto? La propagación masiva de las fake news depende de que sea la emoción y la impulsividad lo que gane por sobre la racionalidad y la prudencia.
Los impulsores de este tipo de campañas de desinformación han jugado un rol decisivo en todos los procesos políticos y sociales de los últimos años: fueron la principal causa del triunfo del Brexit, y hoy los ingleses están metidos en un embrollo mayor, nadie se hace responsable de las falsas promesas realizadas. Un millennial reflejó magistralmente esta crisis en el lenguaje de la nueva generación: un meme que se viralizó rápidamente:
Las fake news fueron también protagonistas en la elección de Trump, y acompañaron toda su administración. Entre muchas otras cosas, Trump falseó una portada de la revista Time e intentó crear su propia red social para disponer de más libertad para difundir sus mensajes de odio y desinformación, frente a los bloqueos a sus mensajes por parte de algunas de las redes sociales.
En Chile, la campaña de desinformación en torno a la Convención Constitucional y su producto -la propuesta de nueva Constitución- fue brutal, y obligó incluso al gobierno a desmentir en reiteradas oportunidades las ráfagas de falsedades. El diario digital Ciper publicó un artículo sobre el tema, en que señala: “El vacío legal en torno a la utilización de interpretaciones mañosas o falsedades en las campañas políticas es enorme. De hecho, el Servel archivó 202 denuncias que recibió durante la última campaña electoral por no tener facultades ni siquiera para investigar, menos para sancionar. Tampoco quiere esas facultades. Ningún otro organismo está mandatado por ley para indagar al respecto. A pesar de los esfuerzos de las agencias periodísticas dedicadas al chequeo de datos, la desinformación corrió con fuerza antes del plebiscito por la nueva Constitución del 4 de septiembre”.
Las olas de desinformación se desplegaron con gran entusiasmo en las recientes elecciones de Brasil, encabezadas por el propio Presidente Bolsonaro, uno de los parroquianos de este recurso. En 2020, la Policía Federal de Brasil descubrió la existencia de una "oficina del odio", dirigida por los hijos de Bolsonaro, cuyo objetivo era difundir noticias falsas y atacar a los medios de comunicación tradicionales y periodistas.
Hace pocos días, el Tribunal Superior Electoral (TSE) brasileño determinó que la diputada bolsonarista Carla Zambelli no podrá crear nuevas cuentas en las redes sociales hasta nuevo aviso,
bajo pena de multa fijada en 100.000 reales por cuenta detectada, y “sin perjuicio de la práctica del delito de desobediencia y de la investigación del uso indebido de los medios de comunicación”.
Las redes de desinformación pueden tener efectos desastrosos en otros ámbitos. A modo de ejemplo, informaciones erróneas o malintencionadas (fake news) sobre el coronavirus han provocado la muerte de al menos unas 800 personas, y posiblemente más, según demostró un estudio recientemente publicado en el American Journal of Tropical Medicine and Hygiene. El estudio reveló que aproximadamente 800 personas murieron por beber alcohol altamente concentrado con la esperanza de desinfectar sus cuerpos, mientras que 5.900 ciudadanos fueron hospitalizados después de consumir metanol, y 60 personas quedaron ciegas como resultado de la ingesta.
La razón por la que existe preocupación global frente a este fenómeno es que el auge de las noticias falsas ha supuesto un golpe a la calidad de la democracia, debido a la influencia de estas en los procesos de elección de los candidatos y la desinformación que imprimen en la opinión pública respecto a los asuntos públicos.
Una opinión pública bien formada, que disfrute de un pensamiento crítico y libre, es beneficiosa para la democracia, ya que dispondrá de una gran variedad de puntos de vista con respecto a los temas a debate en las políticas públicas, de forma que será difícilmente manipulable y maleable. Este grupo se moverá más por argumentos racionales que sentimentales. Por el contrario, una opinión pública desinformada, cuya lógica se base en informaciones falsas y de fuente desconocida, tenderá a ser manejable por quienes dominen una retórica sentimental y reduce drásticamente la libertad de elección.
La polarización de la opinión pública es otra de las consecuencias de la proliferación de las noticias falsas, unida a la tendencia de las redes sociales en segmentar las noticias atendiendo a criterios de filiación de sus usuarios. “Los usuarios adquieren información que refuerza su narrativa preferida, incluso aunque contenga afirmaciones falsas, e ignoran la información disidente”, afirma Walter Quattrociocchi, investigador y profesor asistente en la Universidad Ca´ Foscari de Venecia. La polarización de la opinión pública tiene consecuencias muy negativas para el debate público también, ya que castiga aquellas posturas que tratan de buscar una opinión más racional y no coinciden con lo que promulgan ambos extremos. Si los dos polos se atacan mutuamente, las personas que defienden argumentos racionales sufren la descalificación de ambos extremos. De esta forma, se desplazan las posturas intermedias del debate por parte de los dos polos, que quedan como únicos puntos de vista referenciales. Esto da lugar a una radicalización del debate público, al fomentar los extremismos en detrimento de posturas racionales que enriquezcan dicho debate.
Finalmente, las noticias falsas pueden llegar a reescribir nuestra memoria, tanto colectiva como individual. Como dice Marc Amorós García: “una noticia falsa compartida y viralizada mil veces hoy, se convierte en verdad mañana”.
Como ya lo puede intuir el lector, el tema no tiene nada de banal y es urgente enfrentarlo con seriedad. En una siguiente columna, nos referiremos al patrón que siguen estas olas de desinformación y a las distintas estrategias que están proponiendo los gobiernos y las propias redes sociales para enfrentarlas.