Momento destituyente

Momento destituyente

Por: Rodrigo Karmy Bolton | 26.10.2019
Hemos dejado el momento de “gobernar” y hemos dado paso al momento de “inventar”. El “momento destituyente” no es más que el estallido de imaginación popular que ocupa las diferentes calles, pero que no calza jamás con su espacio ni con su tiempo: no tiene lugar en los mapas vigentes (el pueblo como potencia no aparece consignado por la Constitución), ni tampoco habita la época en la que acontece, porque promete una enteramente nueva. En este sentido, no puede más que arremeter enteramente intempestivo.

El asalto al capital que comenzó con una revuelta popular desde los subterráneos de la ciudad catalizada por estudiantes secundarios ha devenido un “momento destituyente”. En él, la imaginación popular inunda las calles, rebalsa los cuerpos, lazos inéditos nutren de erotismo y se inventan nuevas prácticas que abren nuevos caminos. El momento destituyente no se cristaliza en un “poder”, sino que se mantiene irreductible en el registro de la “potencia”, creando los contornos de un pueblo que no existe de suyo, sino que sólo adviene en el instante de su irrupción. El momento destituyente tampoco tiene una estrategia política clara que le permita interlocutar con los representantes del Ancien Règime para instaurar uno nuevo (pues no se define por instaurar o conservar un orden), pero si goza de la potencia imaginal que ha sido legada por la ráfaga de revueltas que ha terminado por horadar a la maquinaria estatal.

El “momento destituyente” sin duda define a un proceso imaginal en curso irreductible a un “poder” preciso (un “poder constituyente”, por ejemplo) y, por tanto sustraído de la figura del Estado.  Heredero de las diferentes luchas populares que atravesaron al Chile después del derrocamiento de la Unidad Popular, el “momento destituyente” desajusta los cuerpos respecto del control capilar que mantenía la gubernamentalidad neoliberal pues su potencia sobrevive como un resto a la implosión total de su sistema político. Basado en la violencia pinochetista desencadenada en 1973, consolidada en la violencia “legal” de su Constitución aprobada fraudulentamente en 1980 y consumada en la violencia “transicional” de la democracia neoliberal, el Estado subsidiario instaurado por la violencia guzmaniana ha terminado de golpe. Comenzó igual a como terminó: con militares en las calles: 1973 se condensa en 2019, cuando Piñera declara el Estado de Excepción Constitucional y los militares dan curso a la cacería más veloz y eficaz después de la dictadura.

En su estructura subsidiaria, el Estado chileno no es nada más que “trabajo muerto”: un cadáver habitado por muertos que prometen discursos muertos. Porque el “momento destituyente” yace pletórico de una vida común. No necesita de los “políticos” porque sabe que la política la hacen siempre los cualquiera; tampoco del congreso porque se llena de asambleas y conversaciones cotidianas; el profesionalismo político característico de un régimen representacional enteramente restringido como el chileno jamás fue “político” porque, sea con la dictadura o con la mentada democracia, siempre fue dominado por burócratas preocupados de gestionar de la mejor manera la máquina guzmaniana antes que poner en juego la potencia de la invención: política designa la invención de otras formas de vida, no administrar la cárcel legada por Pinochet. Y, justamente, en Chile, esas formas de vida han tenido lugar a espaldas de la dimensión estatal. Esta última no inventa nada, no pudo jamás inventar nada más que técnicas de gobierno sobre los cuerpos. La imaginación fue confiscada a favor de la violencia militar primero, y luego la violencia gubernamental. Esta última violencia se condensó en esta semana cuando Piñera gestiona un Estado en quiebra y, al declarar el Estado de Excepción, termina por profundizar la quiebra del Estado.

Sin repertorio político, y donde el enorme capital financiero no puede traducirse ya en capital político. Si esa fue precisamente la “gracia” del artefacto guzmaniano (esa extraña combinación de catolicismo y neoliberalismo, entre ejercicio soberano y economía financiera), la historia de las luchas populares de los últimos 30 años terminó por abrir una grieta imposible de suturar, al punto de llevar a la máquina guzmaniana trenzada entre la alianza conservadora (Chile Vamos) y la progresista neoliberal (ex –Nueva Mayoría), a su completa implosión, al desgaje de escombros que firman su ruina.

En términos políticos no existe más el Estado subsidiario porque la política está en la calle, en su “momento destituyente”. Se pudrió el Estado, pero sobrevivió el pueblo. Porque si el Estado no es más que un conjunto de mecanismos gubernamentales que sólo pueden funcionar si penetran y confiscan la superficie de los cuerpos, el momento destituyente en que vivimos expresa exactamente lo contrario: los cuerpos han sido liberados de los dispositivos que los docilizaban, la potencia ha sido emancipada del poder y no pretende restituirlo: un encapuchado sube un poste sobre la multitud y con su pie aplasta una cámara de seguridad: la multitud le aclama. El capucha ha destituido la mirada del poder.

Los viejos pastores que nos enseñaban las buenas costumbres devinieron desesperados cazadores que pretenden ametrallarnos con milicos salvaguardando el último estertor del Pacto Oligárquico de 1973, completado en 1980 y consumado entre 1988 y 2005. Si ese Pacto se cristalizó en la máquina guzmaniana, hoy día sufre un impasse irreversible que puede formularse bajo este término: momento destituyente o, si se quiere, democracia radical.

Habrá que aferrar el presente y sostener la multiplicidad de luchas en este momento extático en el que los cuerpos ven restituida su imaginación. Hemos dejado el momento de “gobernar” y hemos dado paso al momento de “inventar”. El “momento  destituyente” no es más que el estallido de imaginación popular que ocupa las diferentes calles, pero que no calza jamás con su espacio ni con su tiempo: no tiene lugar en los mapas vigentes (el pueblo como potencia no aparece consignado por la Constitución), ni tampoco habita la época en la que acontece, porque promete una enteramente nueva. En este sentido, no puede más que arremeter enteramente intempestivo.

Ráfaga imaginal que desata los cuerpos del miedo que les había sido incrustado y posibilita una danza insospechada de nuevos ritmos que comienzan a colmar las plazas. Destitución del miedo, de los militares, de los policías, de las AFPs, de los toques de queda: todo el régimen ha saltado por los aires.

Porque si bien un pueblo jamás existe de antemano como sustancia, no es cierto que esta revuelta carezca de discurso, pero ellos son múltiples o moleculares: feminismos, mapuches, ecologistas, comunistas, anarquistas, toda la indiada converge en la misma intensidad: el momento destituyente que ha dado a luz a un pueblo. “Chile despertó” de una larga pesadilla que comenzó en 1973. Pero que haya despertado significa que antes tuvo otro momento de vigilia y que, por tanto, el Chile presente se enlaza íntimamente con el del pasado. “Chile despertó” indica la abertura de un lugar de enunciación que había estado ausente, donde una voz diferente interrumpe la elegante comida de los poderosos.

Sin embargo, el “despertar” de Chile, lejos de ser un final feliz, ha de ser pensado como un “comienzo” radical que resta del final de un modelo de Estado (el subsidiario) y donde la fuerza transformativa de la imaginación está dispuesta a luchar, cuerpo a cuerpo, contra los ejércitos de los dueños de Chile.