Un fuego que explota: El relato de Óscar Pérez, el joven aplastado por dos carros policiales
*Este relato pertenece a uno de los testimonios publicados por Proyecto AMA (Archivo de Memoria Audiovisual), cuyo caso y otros puedes revisar acá.
Cuando chico pasaba todo el verano donde mi abuelita en el campo, cerca de Chimbarongo. Andaba a pata pela’, tirado en la tierra, haciendo figuras en el barro. Más allá veía el río y el bosque. Tener conexión con la naturaleza, en ese tiempo, era sinónimo de buenas experiencias.
Hace 10 años iba al Cajón del Maipo, por ejemplo, y veía una cascada caer de la montaña; y ahora esa cascada no existe. Esa pérdida provoca un sentimiento de rabia contra esos que, por más títulos y riquezas que tengan, son muy pobres de mente y espíritu.
El capitalismo, en verdad, es la destrucción de la naturaleza. Las transnacionales impiden sentir los pies en el río y te obligan a vivir en un laberinto de cemento. Y todo ese amor que tienes a la naturaleza, entonces, termina transformándose en rabia hacia lo que la destruye.
Vivimos rodeados de cámaras. El sistema está inmerso en todas las cosas. Desde chicos competimos en el colegio por las notas, quién es más lindo o más alto. Estas mismas actitudes se replican de adultos con temáticas más complejas.
Somos demasiado inmaduros como seres humanos. No nos decimos las cosas de frente. No somos transparentes y el trato vertical nos tiene con “depre”. Vivimos plagados de abusos, mucha jerarquía y una estructura piramidal que asfixia.
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Pienso que el sistema educacional es punitivo, te apunta con el dedo y siempre es guiado por una autoridad que te dice lo que es bueno o malo. Todo el tiempo apuntándote y poniéndote carteles. Eso va generando estigmas.
Es verdad que a veces hacemos rabiar a los profes, pero la forma de abordar estos comportamientos está mal enfocada. Es como si la inspectoría fuera una comisaría y las anotaciones negativas una especie de constancia. Todo el rato encima tuyo paqueándote.
Yo pasé por 4 colegios distintos, porque la educación tradicional no acepta a un niño inquieto, que se pare muchas veces de su silla, que cuente chistes; les gusta tener una foto, una momia sentada en el pupitre que diga ‘sí’ a todo lo que le hagan repetir. En segundo medio, llegué a un colegio donde no se exigía uniforme y se daba cabida a la diversidad. Ahí por primera vez dejé de sentirme perseguido y sentí que uno se podía relacionar de manera más horizontal. Todos los cabros eran similares a mí, cada uno traía sus problemas y venían de distintas comunas de Santiago. Conocí muchas realidades diferentes que ayudan a que a uno se le abra la mente. Sentí más motivación por algunas materias. Hasta antes del atropello estudiaba en preuniversitario, y me gustaría estudiar pedagogía en filosofía o antropología.
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Mi mamá dice que los jóvenes andamos con depresión. Y es verdad, falta motivación real para vivir. Las generaciones anteriores se conformaban con ir al colegio, estudiar, trabajar y formar una familia. Todo muy pauteado. Blanco o negro.
Eso para mí es algo vacío, como una ilusión o una mentira. Personalmente, no conozco gente de mi edad que piense que su aspiración o meta de vida sea casarse, tener hijos y un auto. La mayoría quiere irse lejos de la ciudad y desconectarse.
Nuestros papás nos metieron en la cabeza el concepto de la meritocracia, porque su generación es la generación de la “pera”, que viene con el temor a la dictadura. Te dicen que ellos se sacaron la chucha y que uno la ha tenido fácil, como si tuviéramos que pasar por lo mismo para entenderlo. Por eso no me compro el cuento de la meritocracia, uno puede tener mérito en conseguir las cosas que quiere, pero no comparándote con lo que sufrieron las otras generaciones.
En el fondo se reproduce un sistema donde vales según tu esfuerzo o lo que haces. Y eso es una farsa, porque por más empeño que le pongan algunos, no van a cambiar sustancialmente su vida.
En el fondo, este es un modelo de reproducción de la violencia, y eso se va acumulando de generación en generación. Uno ve la historia familiar para atrás y siente todos esos sentimientos de angustia, pena, rabia, y dolor.
La generación de mis padres y abuelos es una generación reprimida. Siento que se guardan muchas cosas, como en una coraza, y que eso, a veces, no les permite expresarse. Y todas esas historias –sus historias– se acumulan en nosotros.
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Producimos animales para nuestro consumo como si fueran muebles o una fábrica de papel. Por eso a los 15 me hice vegetariano y a los 17 vegano. Ese es mi grano de arena y además al no consumir carne ni sus derivados, ahorro mucha agua (para producir 1 kilo de carne se necesitan 15.000 litros de agua). Para mí un animal no es inferior a un humano. Ellos no conocen la maldad. Son seres inocentes, no entienden con palabras, son puro sentimiento. Su matanza sistemática la veo como un holocausto o un exterminio en un campo de concentración.
Esta generación –mi generación– es más sensible a esas emociones. Los seres humanos somos una plaga, estamos destruyendo el planeta. La ciudad es tóxica y está enferma. El smog, el sonido de las micros, el cemento, es un hábitat antinatural muy ficticio, donde uno se siente como si fuera parte de una gran máquina. Yo creo que somos más sensibles a eso. No sé bien como explicarlo.
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La primera marcha a la que fui, fue a una convocatoria después de la muerte de Manuel Gutiérrez, que asesinaron en la población Jaime Eyzaguirre, cerca de mi casa. Era chico y como no conocía las calles, me metí por un pasaje sin salida y cagué. Estaba muerto de miedo, había muchos carabineros y me agarraron a lumazos entre todos. Tenía alrededor de 14 años.
Hasta antes del 18 de octubre, trabajaba y andaba en bicicleta. Era vendedor en una galería de antigüedades al frente del Parque de los Reyes. Algunos días me pasaba a Plaza Italia. Los manifestantes son hermanos en la plaza, si algo le pasa a alguien, ellos te van a apañar. Es como una hermandad donde cada uno tiene un rol. Es todo espontáneo. El que llega da cara, nada más.
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Para mí ir a manifestarse y que el pueblo siga en la calle es no arrodillarse, no dejarse adoctrinar. Creo que el acto de protestar es un acto de amor a los ideales de justicia, como un fuego que explota por dentro y destruye todos los símbolos que nos reprimen.
Esto es un estallido social, pero también es un estallido personal, algo que le pasa a muchos jóvenes. Hay un sentimiento de no tener nada más que perder. En las protestas te encuentras con todo tipo de gente, hay cabros del Sename que hace dos meses atrás pensaban suicidarse y que ahora prefieren morir peleando contra los pacos. Hay gente desahuciada por enfermedades, que esperan meses por una consulta, y que están en la calle luchando. Hay jóvenes como yo que queremos un país más solidario, mejor, hay gente de la generación de mis padres que están marcados por la dictadura y hoy sufren por vivir la represión otra vez.
Mi abuelita, una cantora campesina que llegó hasta cuarto básico, cuando me visitó en la clínica se sentó a mi lado… Yo estaba pa’ la cagá y me dijo: “así que estaba peleando para que yo tuviera una mejor pensión”. Ahí sentí que me había entendido, porque ella vende mermeladas en la feria para complementar su pensión. Pero en la tele sólo hablan de violentistas y de un enemigo poderoso que no respeta a nada ni a nadie. Por eso digo que ella entendió bien el mensaje.
No vamos a manifestarnos por odio, como dice alguna gente, por querer destruir o porque nos gusta pelear. No somos delincuentes, somos jóvenes idealistas. Lo hacemos por amor. Hay familias, niños y abuelitos exigiendo sus derechos, y los pacos igual les tiran bombas lacrimógenas.
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Ese día 20 de diciembre fue un viernes y decidí ir a Plaza Dignidad. Cuando llegué había miles de pacos rodeando el monumento, era el primer día de la famosa estrategia de copamiento preventivo. Empezó a llegar gente por diferentes lugares pero no se podía acceder a la plaza. La gente se empezó a reunir en el Parque Forestal, a las afueras del metro Baquedano y en las veredas de los alrededores, y carabineros dispersaba de igual manera incluso habiendo tránsito vehicular, no había corte de calles y aun así lo hacían, con más represión que otros días.
Esta represión provocó a la gente, y comenzamos a intentar hacer retroceder a los pacos. Hubo varios intentos de parte de los manifestantes de avanzar para tomarse la plaza, haciendo uso de nuestro legítimo derecho a manifestarnos, pero carabineros dispersaba con lacrimógenas, guanacos y zorrillos. Hubo un tira y afloja largo hasta que se replegaron hacia Parque Bustamante. La gente gritaba eufórica. Había una sensación de que la Plaza era nuestra, que la habíamos ganado.
De inmediato vino una contra de parte de carabineros para retomar la plaza. Comienzan a tirar lacrimógenas a la altura cuerpo. La gente se empieza a desperdigar arrancando, yo intenté correr hacia el Forestal. En el trayecto lancé un trozo de escombro sobre una moto de carabineros que estaba botada en el piso. Cuando miro hacia delante se me cruza un zorrillo. Pensé que me iba a topar, puse las manos para no chocar de cara, sin darme cuenta que venía otro detrás de mí, que me aplastó.
Fue un momento súper brígido. Uno de los zorrillos avanzó y sentí como que se me rompía todo por dentro. Pensé que iba a quedar con discapacidad. Los cabros que estaban cerca me llevaron a la camilla de los paramédicos y nos empezaron a tirar agua del guanaco. La gente hizo un escudo humano a mi alrededor para que no me mojaran, pero igual llegué con la ropa empapada a la Posta. No perdí la conciencia en ningún minuto.
El director de la Posta salió al tiro hablando en los medios que yo estaba fuera de riesgo vital, cuando tenía hemorragia interna, cuatro fracturas en la pelvis, una en el sacro, 2 fracturas en la pierna izquierda, y la vejiga aplastada y sin conexión con la uretra. Tuvieron que hacerme una cistostomía para poder orinar, la que debo usar por lo menos 3 meses antes de que los médicos me operen para reconstruir mi conducto urinario. Tenía toda la piel morada por el aplastamiento.
Apenas vi a mi mamá, lo primero que le dije fue que el atropello había sido intencional. El vehículo había venido directo hacia mí, estoy seguro de eso, nunca frenó. Después supe que el chofer del zorrillo tenía antecedentes de otro atropello. Mis amigos y cercanos que vieron el video lloraban pensando que había muerto. Me salvó mi juventud.
El Intendente Guevara inició esa estrategia de copamiento, es decir, en vez de responder a las demandas sociales, respondieron con más represión. Aquí hay una responsabilidad política. Él en su defensa dijo que se había preocupado de las víctimas pero, al menos a mi familia, nunca le habló ni por redes sociales. El papá de Geraldine también lo desmintió. A ella tampoco nunca la fue a ver, como él dijo.
La justicia no existe, están todos los pacos con firma mensual y miles de manifestantes con prisión preventiva. En medio de eso, poder sentarme a almorzar con mi familia y saber que estamos vivos nos da un poco de felicidad, pero no puedo dejar de pensar en todas esas familias que ya no tienen eso, que ven un puesto vacío. Al final yo soy uno más de miles.