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Cuando la salud entra a la cárcel: VIH, derechos y memoria desde el testimonio de María Soledad Vidal

Cuando la salud entra a la cárcel: VIH, derechos y memoria desde el testimonio de María Soledad Vidal

Por: Paula Flores | 19.12.2025
El sexto capítulo de Una Voz Savia explora la historia del VIH en el sistema penitenciario chileno, uno de los territorios más invisibilizados de la respuesta sanitaria. A través del testimonio de María Soledad Vidal, tecnóloga médica y referente en salud pública, el episodio reconstruye décadas marcadas por precariedad, estigma y control, pero también por prácticas de cuidado, educación y resistencia que abrieron paso a un enfoque de derechos en contextos de encierro.

Hablar de VIH en Chile es también hablar de los lugares donde históricamente se ha intentado esconder el problema. Uno de ellos es el sistema penitenciario. Allí, durante décadas, el diagnóstico, el tratamiento y el acompañamiento de las personas que viven con VIH se desarrollaron en condiciones de precariedad, estigma y silenciamiento institucional. El sexto capítulo de Una Voz Savia pone el foco precisamente en ese territorio invisibilizado, a través del testimonio de María Soledad Vidal, tecnóloga médica con una extensa trayectoria en salud pública y en la formación de equipos que trabajan con personas privadas de libertad.

Su relato no parte desde la teoría ni desde la distancia. Parte desde la experiencia concreta: los primeros años de la epidemia, cuando el VIH aún no tenía nombre claro, cuando se confundía con otras infecciones de transmisión sexual y cuando la respuesta sanitaria se construía a la par de la investigación clínica, muchas veces sin recursos ni respaldo político. Vidal fue testigo —y parte activa— de los primeros programas de ETS en hospitales, del surgimiento de espacios de investigación y de una época marcada por redadas, persecuciones y profundas vulneraciones de derechos, especialmente hacia trabajadoras sexuales y personas pobres.

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En sus primeros años de investigación, María Soledad Vidal también recibió a mujeres que ejercían el comercio sexual, muchas de ellas trasladadas tras redadas nocturnas y sometidas a controles sanitarios como parte de una política que mezclaba prevención,  y vigilancia. En ese escenario aparece una figura que hoy pertenece a la memoria urbana de Santiago: la Tía Carlina, dueña de uno de los prostíbulos más conocidos del país hasta comienzos de los años 80, quien llevaba personalmente a “sus niñas” a realizarse exámenes preventivos. Más que respeto, cuentan, las autoridades sentían temor por su famosa “libreta negra”, donde guardaba nombres, historias y travesuras de clientes influyentes. Esa escena —entre el control estatal, el poder informal y la ausencia de derechos— revela cómo el abordaje del VIH y las ETS en esos años se construyó sobre cuerpos feminizados expuestos a la violencia institucional, pero también sobre prácticas de cuidado precarias, que antecedieron cualquier política pública.

Con el tiempo, su trabajo se trasladó con fuerza al sistema penitenciario, un espacio donde el VIH se cruza con múltiples capas de exclusión. Allí, más que protocolos, lo que faltaba era educación, formación y humanidad. “Educar cuando no hay educación” no fue solo una consigna, sino una práctica cotidiana: capacitar funcionarios, formar equipos interdisciplinarios, acompañar diagnósticos en contextos de encierro y enfrentar el miedo, los prejuicios y el estigma que circulaban tanto dentro como fuera de las cárceles.

Uno de los ejes más potentes de su testimonio es el tránsito desde una respuesta sanitaria centrada en el control hacia un enfoque de derechos. Vidal da cuenta de cómo el VIH en la población penal fue tratado durante años desde la sospecha y el castigo, llegando incluso a prácticas de segregación extrema, como el llamado “Sidario”. Frente a eso, su trabajo —junto a otros equipos y organizaciones— apostó por cambiar la lógica: entender que las personas privadas de libertad no pierden su derecho a la salud, a la dignidad ni a una muerte digna.

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Ese camino incluyó la formación de personal a nivel nacional, el diálogo con instituciones históricamente cerradas y el impulso de una mirada que comprendiera el VIH no solo como un problema biomédico, sino como un fenómeno social atravesado por desigualdad, abandono estatal y violencia estructural. En ese sentido, su testimonio se inscribe en una memoria colectiva más amplia, donde la respuesta comunitaria y el trabajo interdisciplinario han sido claves para sostener avances que nunca estuvieron garantizados.

Como reflexiona Facundo Ríos en el cierre del capítulo, trabajar en salud dentro de una cárcel exige una ética que va mucho más allá del saber técnico. Supone reconocer humanidad allí donde el sistema ha aprendido a negar sujetos. La experiencia de María Soledad Vidal muestra que, incluso en contextos de encierro, la salud puede transformarse en una forma de libertad: una posibilidad de reconstruir vínculos, recuperar agencia y disputar el sentido mismo del castigo.

En tiempos en que el VIH vuelve a ser desplazado del debate público, recuperar estas voces no es un ejercicio nostálgico. Es una advertencia y una responsabilidad. Porque la historia de la respuesta al VIH en Chile —especialmente en los márgenes— demuestra que los derechos nunca llegaron solos, y que el cuidado, cuando se sostiene en la memoria y la acción colectiva, también es una forma de resistencia.

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