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Del miedo al autoritarismo: La ruta que trazan los algoritmos
Foto: Agencia Uno

Del miedo al autoritarismo: La ruta que trazan los algoritmos

Por: Cristian Muñoz Catalán | 07.12.2025
Nos encontramos jugando en un patio ajeno, creyendo que somos libres porque publicamos nuestras ideas, sin darnos cuenta de que estamos entregando información íntima a grupos con poder económico y tecnológico, quienes son los dueños de este patio.

En las redes sociales la odiosidad no es un accidente, es un incendio que se alimenta de los algoritmos como si fueran gasolina, los que priorizan el conflicto y validan los temores de las comunidades que muchas veces confunden pertenencia con agresión compartida.

Es así como la conversación digital, en vez de acercarnos, muchas veces nos convierte en espectadores y cómplices de una espiral de desprecio que se viraliza más rápido que cualquier argumento.

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El escándalo de Cambridge Analytics fue la primera luz de evidencia de cómo, a través de las redes sociales y los algoritmos y la interacción que tenemos con estos, se van formando perfiles de nuestros gustos y de las cosas que nos desagradan o nos atemorizan. Estrategia que potenció la primera candidatura de Donald Trump y que finalmente lo llevó a la presidencia de EE.UU, al igual que ha sucedido con otras campañas de candidatos abiertamente autoritarios.

Otra cosa que queda manifiesta es que los algoritmos potencian los discursos asociados al morbo, la vergüenza, discriminación y odio se viralizan mucho más rápido.

Aplicaciones de mensajería como Whatsapp también son utilizadas para viralizar contenido diseñado para generar desinformación, por lo que podemos hablar de una verdadera industria de fake news que generan emociones intensas en el público, generalmente rabia y temor, dificultando a las audiencias discriminar lo que es cierto y lo que no.

Esta incerteza es peligrosa, porque reduce la capacidad de discernir y reflexionar sobre temas que afectan el diario vivir de la ciudadanía, incubando una desconfianza estructural en toda fuente de información, incluso negando las evidencias científicas.

A esto se suma que aún existe la ilusión de que estas plataformas son gratuitas, pero lo cierto es que cada vez que aceptamos sus condiciones estamos dando acceso a nuestra data más íntima que luego alimenta los algoritmos que mantendrán surtido mi feed del contenido que aparentemente me gusta consumir.

Este sesgo de confirmación se transforma en un círculo vicioso ante una audiencia emocionalmente muy sensibilizada y con mucha incertidumbre, que en su mismo temor tiene mucha avidez de seguir consumiendo este contenido negativo que refuerza sus peores miedos.

Esta dinámica se produce en gran parte porque las experiencias negativas nos marcan y son más fáciles de recordar que las expresiones positivas, dado que detonan nuestras emociones más primitivas que están asociadas al instinto de supervivencia.

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Este fenómeno se ve amplificado con la virtualización de la vida, relacionándonos y coexistiendo dentro de una enorme caja de resonancia llamada redes sociales digitales, y quienes las controlan saben muy bien como usar esto a su favor.

Hay un giro paradigmático que ilustra esta regresión: la efervescencia vivida, hace tan solo unos años, por la conquista de derechos legítimos que fue eclipsada por una ola de neoconservadurismo. Esta nueva corriente se apoyó inicialmente en la cultura de la cancelación, bajo la premisa de que toda expresión podría resultar ofensiva y ahora esto decanta hacia un conservadurismo tradicional con acento en la extrema derecha. Y la estrategia actual de este movimiento consiste en reducir como “cultura woke” a todo aquello que, hasta hace poco, fue considerado una demanda socialmente válida y necesaria.

Esto pone en evidencia la fragilidad de consensos que considerábamos inamovibles, ya que creímos que la democracia era incuestionable, pero hoy somos testigos de que un número creciente de personas encuentra en los gobiernos autoritarios como una vía atractiva y expedita hacia la seguridad, sin advertir que gran parte de la incertidumbre que los atormenta fue generada por aquellos actores que ahora aspiran a ejercer el poder de forma autoritaria.

Es así como nos encontramos jugando en un patio ajeno, creyendo que somos libres porque publicamos nuestras ideas, sin darnos cuenta de que estamos entregando información íntima a grupos con poder económico y tecnológico, quienes son los dueños de este patio.

A esto se suma nuestra propia conducta de conectar con aquello que es negativo y odioso, por sentir que hay otros peor que yo y porque el odiar juntos me hace sentir parte de una comunidad en un mundo cada vez más dividido.

En este escenario, el desafío es tecnológico y humano, ya que es urgente que recuperemos la capacidad de deliberar sin miedo, disentir sin odio y construir comunidad sin caer en la trampa del enemigo imaginario.

Porque si no logramos reconocer cómo operan estos mecanismos que amplifican nuestras emociones más oscuras, seguiremos entregando nuestro criterio y -en última instancia- nuestra democracia, a plataformas que conocen lo que nos indigna y atemoriza. Resistir ese impulso no es fácil, pero es allí donde se juega la responsabilidad cívica en esta era digital.

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