
¿Qué funciona, realmente, contra la delincuencia juvenil?
Después de que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, declarara una "emergencia delictiva" en Washington DC -señalando a las "turbas itinerantes de jóvenes salvajes"-, su administración presentó un paquete de leyes para revisar la actuación policial y la justicia penal en el distrito, entre otras cosas sometiendo a los jóvenes a penas más duras.
La Cámara de Representantes procedió a aprobar proyectos de ley que restringirían a los jueces la imposición de penas más leves a los jóvenes y permitirían que niños de tan sólo 14 años fueran juzgados como adultos.
La "mayoría de edad" óptima en el sistema de justicia penal ha sido durante mucho tiempo objeto de acalorados debates, y no sólo en Estados Unidos. En todo el mundo -incluidos Australia y el Reino Unido- los responsables políticos se plantean con qué dureza castigar a los delincuentes juveniles. ¿Son necesarias penas más largas para la "delincuencia juvenil" para mantener a salvo a sus electores?
Aunque la delincuencia es un juego de jóvenes, siendo los adolescentes y los veinteañeros los más propensos a delinquir, la juventud suele tratarse como un factor atenuante en los tribunales. Los jueces son reacios a encerrar a los jóvenes durante largos periodos, porque saben que los adolescentes son a menudo impulsivos y, con sus cerebros aún en desarrollo, poco preparados para apreciar las consecuencias a largo plazo de sus elecciones.
Un chico de 16 años que roba un coche hoy puede ser un trabajador y padre responsable dentro de 5-10 años. Sin embargo, si ese chico es condenado a años de cárcel, una mala decisión puede convertirse en una desventaja para toda la vida.
Esto nos deja con preguntas difíciles, incluso existenciales: ¿Son los adolescentes suficientemente responsables de sus actos como para merecer consecuencias adultas? Si castigarlos duramente no está justificado, ¿el resto de nosotros simplemente tenemos que vivir con su comportamiento delictivo?
Pero estas preguntas no vienen al caso. Numerosas investigaciones demuestran que, cuando se trata de disuadir, la severidad del castigo -la duración de una pena de prisión- importa mucho menos que el hecho de que el castigo sea rápido y seguro. Esta conclusión es válida para los adultos, pero la diferencia es especialmente marcada para los adolescentes, dada su mayor impulsividad y miopía.
Para un joven de 15 años que decide participar en un robo, la expectativa de una responsabilidad inmediata, por limitada que sea, podría constituir un elemento disuasorio eficaz, pero una amenaza vaga y poco probable de una posible pena de cárcel es poco probable que signifique mucho.
En la actualidad, sin embargo, una amenaza vaga y poco probable de una posible pena de cárcel es lo más disuasorio que existe en la mayoría de las jurisdicciones, porque los índices de "esclarecimiento" -la proporción de delitos denunciados que la policía resuelve realmente- son muy bajos. En Estados Unidos, menos de la mitad de los delitos violentos acaban en detención. En el caso de los delitos contra la propiedad, la tasa de esclarecimiento se acerca al 15%. En otras palabras, en la inmensa mayoría de los casos, los autores no reciben castigo alguno.
En lugar de discutir sobre cuánto tiempo deben permanecer encerrados los menores, deberíamos centrarnos en aumentar la probabilidad de que rindan cuentas. Los departamentos de policía deberían disponer de los recursos e incentivos necesarios para resolver más casos con rapidez, y no ser alentados a realizar unas pocas detenciones de gran repercusión.
Del mismo modo, los tribunales deben poder garantizar que las consecuencias -multas, servicios a la comunidad o períodos de detención- se apliquen rápidamente, incluso después de un delito relativamente menor. Lo que importa para la disuasión es que los castigos sean rápidos y predecibles, no que sean draconianos.
Pero la disuasión es sólo una parte de la historia. Los jóvenes también necesitan herramientas que les ayuden a tomar mejores decisiones, ya sea antes de delinquir o después de cumplir su castigo. También en este caso las pruebas marcan un claro camino a seguir.
Los programas basados en la terapia cognitivo-conductual (TCC) han demostrado sistemáticamente que ayudan a los adolescentes a frenarse, regular sus emociones, considerar las consecuencias de sus actos y tomar decisiones deliberadas. Estas habilidades son esenciales no sólo para reducir la delincuencia entre los adolescentes, sino también para apoyar el desarrollo de los jóvenes hasta convertirse en adultos responsables.
La TCC no es una varita mágica, pero reduce de forma fiable el comportamiento violento, en torno al 40%. Por desgracia, en lugar de ampliar los programas de TCC y prevenir las decisiones impulsivas que dañan a los demás, los responsables políticos siguen canalizando su atención y sus recursos hacia leyes más duras en materia de condenas.
El debate sobre la imposición de penas a los jóvenes no va a desaparecer. Pero estas conversaciones nos distraen de lo que funciona. Las pruebas son abrumadoras: si queremos reducir la delincuencia y apoyar a los jóvenes, deberíamos dedicar menos tiempo a discutir sobre la duración "correcta" de las penas y más a garantizar que el sistema de justicia penal funcione de forma predecible y eficiente, y a ampliar el acceso a los programas de TCC.
Los críticos podrían argumentar que este enfoque es "blando con la delincuencia". Pero, ¿qué puede ser más blando con la delincuencia que un sistema en el que la mayoría de los delitos quedan impunes?
Un castigo rápido y predecible y la TCC no impedirán que todos los jóvenes se involucren en actos violentos, y a veces encerrar a alguien es la única manera de mantener segura a la comunidad. Pero la cárcel es costosa para las familias, las comunidades y los contribuyentes. Debemos utilizarla con la mayor moderación posible.
Esta columna es parte del Project Syndicate, 2025 (Copyright).
www.project-syndicate.org