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Católicos en política: ¿Por qué no?
Foto: Agencia Uno

Católicos en política: ¿Por qué no?

Por: Jorge Eduardo Ravanales | 05.10.2025
La participación de la Iglesia en la esfera pública no amenaza la laicidad; por el contrario, la enriquece. Una laicidad bien comprendida garantiza un espacio de diálogo plural, crítico y racional, donde creyentes y no creyentes pueden colaborar para construir juntos el país que anhelan. Monseñor Chomali, por tanto, no viola ningún valor republicano al defender las ideas que, genuinamente, cree mejor para el devenir de Chile.

Recientemente, Benjamín Escobedo publicó en este medio una columna titulada “La Iglesia y el debate por la eutanasia en Chile”. En ella, sostiene que la Iglesia chilena debe “reconocer sus roles y limitaciones” y cuestiona las críticas de monseñor Chomalí al proyecto de Ley sobre Eutanasia.

Según Escobedo, en un Estado laico la Iglesia debería “limitarse a su función misionera y pastoral”, absteniéndose de intervenir en discusiones de política pública. En las siguientes líneas quisiera cuestionar la concepción de laicidad que subyace a su planteamiento y defender el legítimo derecho de la Iglesia a participar activamente en estos debates.

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Es cierto: Chile es un Estado laico. Los católicos compartimos plenamente este principio, y nadie pretende -como sugiere Escobedo- gobernar “con la Biblia en la mano” ni legislar solo para creyentes. Sin embargo, como católicos no podemos sino protestar contra la interpretación de laicidad que convierte su neutralidad en una norma de exclusión.

La verdadera laicidad no consiste en imponer una visión secular supuestamente libre de valores, sino en garantizar que todas las perspectivas puedan debatirse en igualdad de condiciones, sin que ninguna se imponga por medios autoritarios.

Quizás Escobedo percibe a la Iglesia como una institución autoritaria, que habla desde arriba y opuesta al “diálogo horizontal” que plantea defender, pero esa caricatura no se ajusta a la realidad. La Iglesia católica tiene una larga tradición de reflexión crítica, fundamentada en la razón y abierta a la diálogo, lo que asegura que su participación en el debate respete los valores de una república laica y democrática.

Como afirmó alguna vez el padre Tomás Scherz: “No nos asusta la laicidad, por el contrario, la sentimos nuestra”, porque precisamente es ese terreno donde nos sentimos más cómodos: en el libre intercambio de ideas razonadas.

En segundo término, la laicidad no es antirreligiosa. Tomemos como ejemplo la Universidad de Chile, estandarte de la laicidad en la tradición republicana de Chile. En su discurso inaugural, Andrés Bello destacaba la importancia de que todas las verdades se toquen, incluyendo las verdades religiosas.

Para Bello, no podía menos que reconocerse que existe -en sus propias palabras- una “alianza estrecha entre la revelación positiva y esa otra revelación universal que habla a todos los hombres en el libro de la naturaleza”, reconociendo así la racionalidad de las verdades defendidas por la Iglesia. Esto no atentaba, en ningún sentido, contra la identidad laical de la Universidad de Chile.

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Este ejemplo nos muestra, con toda claridad, que una institución laica no se caracteriza por excluir perspectivas religiosas, sino que garantiza que sus dogmas puedan ser discutidos críticamente. La laicidad, más que antirreligiosa, es antipartidista.

La participación de los católicos en el debate público no busca imponer dogmas desde la autoridad religiosa; por el contrario, se fundamenta en la convicción de que nuestra fe proporciona razones morales sólidas y racionales para guiar la acción.

Por último, Escobedo sostiene que la acción de la Iglesia debería limitarse exclusivamente a su labor misionera y pastoral. Para los católicos, esta postura resulta hasta ofensiva, pues no solo ignora la dimensión racional de nuestra fe, sino también su vocación social.

Para los católicos, guardar silencio ante políticas que ponen en riesgo la dignidad de la vida humana es impensable: lo fue ayer, cuando la Iglesia se pronunció frente a las violaciones de los derechos humanos durante la dictadura, y lo es hoy, frente a proyectos de ley que proponen relativizar el valor intrínseco de la vida.

Misionamos, sí, pero siempre dentro de la sociedad, aportando juicio moral y acción comprometida con el bien común. Eso, en un Estado laico, no solo lo vemos como nuestro pleno derecho, sino también como un deber de servicio.

En conclusión, la participación de la Iglesia en la esfera pública no amenaza la laicidad; por el contrario, la enriquece. Una laicidad bien comprendida garantiza un espacio de diálogo plural, crítico y racional, donde creyentes y no creyentes pueden colaborar para construir juntos el país que anhelan. Monseñor Chomali, por tanto, no viola ningún valor republicano al defender las ideas que, genuinamente, cree mejor para el devenir de Chile.

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