
¿Viva la libertad?
En Chile, hablar de “libertad económica” suele invocar imágenes de emprendimiento, elección y progreso. Se nos repite que cualquiera, con esfuerzo y disciplina, puede abrirse camino y conquistar sus sueños. Pero ¿qué significa realmente esa libertad cuando el punto de partida es tan desigual que el camino para algunos es una autopista despejada y para otros, un sendero empinado lleno de obstáculos?
La retórica liberal promete un terreno parejo donde el talento y la perseverancia son los motores del éxito. Sin embargo, en la práctica, la libertad económica no es un derecho universal, sino un privilegio que se disfruta en la medida en que se dispone de capital. La ecuación es simple: para ejercer la libertad de elegir, primero hay que poder pagar el costo de esa elección.
Pensemos en la educación. Oficialmente, cualquier estudiante puede aspirar a una formación de calidad, pero en la realidad chilena, el acceso está mediado por la capacidad de pago de la familia. Quien nace en un hogar con recursos puede optar por colegios privados, cursos de preparación y universidades de alto prestigio, construyendo una trayectoria que abrirá puertas laborales mejor remuneradas.
En cambio, para el estudiante que proviene de una escuela con infraestructura precaria, docentes sobrecargados y recursos limitados, la “libertad” se reduce a conformarse con las opciones disponibles, que suelen perpetuar el mismo círculo de desigualdad, exceptuando uno que otro escaso ejemplo que se utiliza para decirnos lo contrario.
La vivienda es otro ejemplo elocuente. En teoría, cualquiera es libre de comprar una casa en el lugar que prefiera. Pero basta con mirar los precios de las viviendas en Santiago y los exigentes requisitos de la banca para entender que esa libertad es ficticia.
El mercado inmobiliario se ha convertido en un espacio donde el poder adquisitivo determina quién puede vivir cerca de su trabajo, en barrios con servicios y áreas verdes, y quién debe desplazarse horas diarias desde comunas periféricas, gastando tiempo y dinero en transporte. Aquí la “libertad” de elección no es más que un espejismo: la decisión final la toma la billetera.
Lo mismo ocurre en el ámbito laboral. El discurso oficial celebra la movilidad y la libre competencia, pero la realidad para millones de trabajadores es distinta. El “derecho” a cambiar de empleo por uno mejor choca con la urgencia de mantener un ingreso estable para pagar cuentas.
La amenaza del desempleo, sumada a la precarización contractual y los sueldos ajustados al mínimo, obliga a aceptar condiciones desfavorables. La libertad de negociar se transforma así en una obligación de ceder, porque quien no tiene margen económico carece de poder real para decir que no.
En todos estos casos, el patrón es claro: la libertad económica existe, pero solo para quienes cuentan con el capital suficiente para ejercerla. Para el resto, es un concepto vacío, un ideal publicitado que sirve más para legitimar el statu quo que para transformarlo. El problema no es la idea de libertad en sí, sino la forma en que se presenta como un derecho garantizado, ocultando que en la práctica es una moneda reservada para unos pocos.
La pregunta, entonces, no es si defendemos la libertad, sino qué estamos dispuestos a hacer para que deje de ser un privilegio y se convierta en una realidad efectiva para todos. Mientras la capacidad de elegir siga dependiendo del tamaño del bolsillo, el grito de “¡Viva la libertad!” sonará menos como una celebración colectiva y más como un brindis privado en un salón exclusivo.