
El neoliberalismo de los oligopolios
Chile es frecuentemente citado como el laboratorio del neoliberalismo, un país donde las ideas del libre mercado fueron implantadas con rigurosidad quirúrgica durante la dictadura de Augusto Pinochet. Inspirado en los postulados de Milton Friedman y la Escuela de Chicago, el modelo prometía eficiencia, competencia y bienestar para los consumidores, con un Estado reducido a su mínima expresión y un mercado libre como rector de la economía.
Sin embargo, con el paso de las décadas, los resultados distan de aquella promesa fundacional. Lejos de ser una tierra de competencia abierta y dinamismo emprendedor, el Chile de hoy exhibe una economía concentrada, donde los oligopolios gobiernan amplias parcelas del consumo cotidiano.
La paradoja es evidente: un modelo que nació invocando el libre mercado terminó por sofocar su esencia. En lugar de una selva de empresas pujantes y en constante competencia, se consolidaron estructuras cerradas, dominadas por unos pocos actores que operan con amplio poder de mercado.
Supermercados, grandes tiendas, farmacias y empresas de productos de consumo básico son ejemplos emblemáticos. En todos estos rubros, los consumidores enfrentan una oferta engañosamente variada, donde las decisiones de compra terminan orbitando, casi siempre, en torno a los mismos grupos económicos.
Este fenómeno no es casual. El diseño institucional y regulatorio heredado de la dictadura sentó las bases para que la concentración fuera no solo posible, sino rentable y legal. Las barreras de entrada para nuevos competidores -altos costos de instalación, acceso privilegiado a canales de distribución, integración vertical, economías de escala artificialmente protegidas- hacen que los recién llegados tengan escasas posibilidades de sobrevivir. En un entorno así, el mérito y la innovación ceden terreno ante la capacidad de lobby, la herencia corporativa y los pactos tácitos entre los grandes actores.
La colusión, en este contexto, no es un accidente aislado, sino una consecuencia previsible de estructuras de mercado permisivas y complacientes. Durante los últimos años, hemos conocido diversos casos de acuerdos ilegales entre empresas dominantes para fijar precios, restringir la competencia o repartirse el mercado.
Y aunque algunas de estas prácticas han sido sancionadas, las multas impuestas han sido irrisorias frente a las utilidades obtenidas mediante el engaño. Más grave aún es el daño a la confianza pública y la naturalización de un sistema donde los precios no los determina la competencia, sino el consenso entre quienes deberían disputarse los clientes.
A esta situación se suma la baja diferenciación de productos y servicios. En mercados dominados por pocos actores, la presión para innovar se diluye. Si todas las alternativas disponibles pertenecen, directa o indirectamente, a los mismos conglomerados, el incentivo para mejorar la calidad o bajar los precios desaparece. El resultado es un consumidor cautivo, que cree elegir cuando en realidad apenas opta entre variaciones de lo mismo.
Pero el problema no se limita al consumidor individual. La concentración económica debilita la democracia, pues concentra también el poder político. Las grandes empresas influyen en las decisiones legislativas, financian campañas, moldean agendas públicas y establecen un cerco de intereses que muchas veces excede el control del Estado.
Así, el mismo modelo que declaraba desconfiar del poder estatal terminó entregando a unos pocos privados un poder aún más opaco, menos fiscalizado y, en ocasiones, profundamente lesivo para el interés general.
No se trata de demonizar el mercado ni de idealizar al Estado. La economía necesita reglas claras, competencia real y un sistema de fiscalización fuerte e independiente. Pero mientras el discurso oficial siga celebrando el “éxito” de un modelo que privilegia la concentración por sobre la competencia, seguiremos atrapados en una paradoja que castiga a los consumidores, desincentiva la innovación y profundiza la desigualdad.
Chile necesita abrirse a un nuevo pacto económico, donde el desarrollo no dependa del tamaño de los conglomerados, sino de la diversidad de sus actores. Recuperar el verdadero sentido de mercado libre no es una consigna nostálgica, sino una tarea urgente para restituir el dinamismo, la equidad y la confianza en las reglas del juego. Porque en un país donde todo parece pertenecer a unos pocos, la libertad económica no es más que una ilusión.