
Adopciones ilegales: La deuda histórica de Chile y Suecia con los niños robados
Algunos años atrás, en mi primer día de trabajo -uno de esos días que suelen ser especialmente intensos-, una colega me abordó con un comentario que revelaba sentimientos contradictorios. Compartía el mismo nombre de su hermano adoptivo, originario de Chile.
Hablaba en pretérito; su hermano, aún adolescente, se había suicidado. Mi colega poco sabía sobre el origen y el pasado de Jorge; solo que venía de Chile. Fue la primera vez que escuché hablar sobre los niños robados durante la dictadura, aquellos casos denominados "adopciones internacionales sin consentimiento".
Imaginar las circunstancias del suicidio de aquel adolescente me invade una sensación difícil de definir, una angustia sin palabras para describir el tormento que pudo haber vivido. Según datos oficiales, entre las décadas de 1970 y 1980, se registraron más de 7.500 casos de niños robados vinculados a la dictadura chilena, aunque organizaciones como Hijos y Madres del Silencio estiman que la cifra supera los 20.000. Muchas de estas víctimas son hijos de familias indígenas.
Jurídicamente, estas adopciones ilegales se tipifican como “secuestro parental”, “abducción familiar” o “desaparición forzada”. Un secuestro ocurre cuando un menor es separado sin consentimiento de su entorno habitual. Sin embargo, la ley suele abordar casos individuales, como disputas conyugales, ignorando los patrones sistemáticos de violencia contra colectivos, como los pueblos indígenas y afrodescendientes, históricamente víctimas de políticas estatales de desaparición forzada.
Toda norma es una declaración condicional que establece una relación entre una condición y una consecuencia. La dimensión psicosocial de este drama se destaca en la recopilación de diversos estudios en 2009, que hablan sobre salud mental en niños adoptados internacionalmente en Suecia; tasas alarmantes de adicciones (2.4 veces más que el grupo de control), psicosis (1.5 veces), intentos de suicidio (3.6 veces) y suicidios consumados (2.8 veces). El conflicto identitario es clave; crecieron sintiéndose suecos, pero la sociedad los trata como inmigrantes, exponiéndolos al racismo y discriminación.
Aquí también se destaca lo que es una situación generalizada con el elevado nivel de expectativas de los padres adoptivos, las cuales, según los resultados, no coinciden con el desenlace esperado de la adopción. Dicha disonancia se explica a partir de una percepción compartida de abandono; tanto los padres adoptivos como los hijos adoptados cargan con la experiencia de haber sido abandonados; los primeros por su incapacidad biológica de concebir, y los segundos por sus progenitores.
Mientras la mirada psicosocial nos permite adentrarnos en el infierno interno de víctimas como Jorge, la perspectiva sociológica expone el infierno institucional de aquellos secuestrados bajo falsas premisas. Miles de personas descubren en la edad adulta que sus vidas se construyeron sobre mentiras; sus adopciones no fueron actos de altruismo, sino eslabones de una cadena de violencia sistémica.
La dimensión sociológica cobra relevancia al amparo de la Convención Internacional para la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas. Este marco no solo subraya los factores estructurales, sino que desnuda una verdad incómoda; las adopciones ilegales no son meros casos aislados, sino crímenes de Estado que devastan comunidades enteras.
En 2018, investigaciones periodísticas revelaron que Suecia había recibido alrededor de 600 niños robados de Chile durante la dictadura. Este hallazgo obligó al gobierno sueco a establecer una comisión investigadora, cuyas conclusiones, publicadas en junio de 2025, son contundentes. Se recomienda la suspensión inmediata de las adopciones internacionales y la ratificación de la Convención contra las Desapariciones Forzadas. Un paso necesario, aunque tardío, para abordar estas prácticas como lo que son; violaciones sistemáticas de derechos humanos.
Sin embargo, la legalidad rara vez equivale a justicia. Para los niños y niñas arrancados de sus familias -especialmente en el caso de los menores mapuche, cuyos derechos colectivos también se vulneraron-, ni para los padres biológicos sumidos en el duelo perpetuo, los procesos legales ofrecen poca certidumbre.
Tanto en Chile como en Suecia, las demandas de reparación chocan con un muro de autoexamen crítico que no siempre deriva en acción. La comisión de investigación sueca admite que el Estado falló en proteger a los niños adoptados, pero su propuesta -detener las adopciones extranjeras-, aunque razonable, resulta insuficiente.
Cuando hablamos de niños robados, de documentos falsificados y de impunidad arraigada, la pregunta inevitable es hasta qué punto los Estados han sido cómplices activos. No basta con reconocer errores; es necesario investigar si se violaron convenciones internacionales como la Convención de La Haya sobre Adopción Internacional o la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño.
La justicia exige más que disculpas; exige memoria, reparación y, sobre todo, la voluntad de desmantelar las estructuras que permitieron que estos crímenes ocurrieran. Las adopciones no solo destrozan vidas individuales, sino que perpetúan un sistema de injusticia que solo puede combatirse reconociendo su raíz estructural y colectiva. La lucha contra las desapariciones forzadas exige trascender el trauma individual para confrontar la maquinaria estatal que lo hace posible.