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¿Qué debemos considerar cuando hablamos de violencia escolar?
Agencia Uno

¿Qué debemos considerar cuando hablamos de violencia escolar?

Por: Patricio Azócar | 13.06.2025
Las violencias escolares, lamentablemente, no son algo “nuevo”, ni se limitan a la pandemia. Son un fenómeno de larga data que describe una incompatibilidad orgánica, una condición casi cronofágica, entre el “tiempo” escolar y la vida cotidiana de las comunidades.

Cuando la violencia escolar se convierte en evento de connotación pública se activa el fenómeno comunicacional del “no lo vimos venir”. Sobretodo, cuando la acelerada divulgación en redes sociales atocha la esfera informativa, activando “la necesidad” de respuestas rápidas, opiniones “científicas” de moda, una amplia pasarela de “obviedades” y “punitivismos”.

Aquello termina, contradictoriamente, limitando la respuesta demandada por los estudios sobre violencias escolares, atender lo que expresan, y comprender las violencias de nuestro tiempo, así como lo que el “tiempo” escolar puede decir de los ritmos de la vida social en la actualidad.

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No terminamos de opinar sobre el homicidio en Melipilla, y ya tenemos que hacerlo de la balacera en San Pedro de La Paz y, seguidito, de la agresión a una docente en Rancagua, sin “tener tiempo” ni posibilidades de articular una pregunta coherente sobre lo que puedan tener en común entre ellas, qué coincidencias demuestran tener con Latinoamérica y cómo entenderlas en relación con los últimos 24 años de convivencia escolar en Chile.

Aquí sólo quisiera contribuir con ocho resguardos que ayuden a no perder la memoria ante el horror de las violencias: que las violencias escolares, lamentablemente, no son algo “nuevo”, ni se limitan a la pandemia. Son un fenómeno de larga data que describe una incompatibilidad orgánica, una condición casi cronofágica, entre el “tiempo” escolar y la vida cotidiana de las comunidades. Como dijo un estudiante: “pa mí, ir al colegio es perder tiempo, porque no te enseñan bien lo que es generar dinero, ni como salir bien de la pobreza”.

  1. A nivel latinoamericano no debemos hablar en singular de la violencia escolar sino hay que hacerlo en plural: “violencias escolares”.

  2. Esas violencias son plurales porque no se acotan sólo a la agresión física sino a vulneraciones/vulnerabilidades que son experimentadas psicológica, emocional y afectivamente. Pero también, intergeneracionalmente: círculos complejos de reproducción de violencias y condiciones para la violencia que se distribuyen de manera desigual en la sociedad.

  3. Que las violencias sean percepciones/sensaciones de vulneración al interior de las escuelas indica que las “violencias” no entran del territorio a las escuelas como si existiera un “adentro y un afuera”. Sino que las violencias son indicadores de una normalidad de lo escolar que al no incluir la vida cotidiana en el tiempo escolar es tendencialmente experimentada como vulneradora.

  4. A 19 años de la “revolución pinguina” y 5 años del “estallido social” no podemos decir que esta incompatibilidad entre escuela y vida cotidiana no la vimos venir. La educación en Chile siempre ha estado ligada a una cuestión política que ha buscado reconocer lo común entre educación y vida real. Sólo que tendiendo a priorizar por “aprender contenidos” antes que por definir “qué vida, para qué educación”.

  5. Esta incompatibilidad orgánica y distribución desigual de tiempo de vida y tiempo escolar nos debería recordar cuando el hecho perjudicial de tener estudiantes “llevándose mucha tarea para la casa” fue traducido alargando la jornada escolar; o cuando no se atendió que los profesores “se llevan la escuela para la casa”, obligándolos a disponer tiempo de descanso en trabajo no remunerado; o durante la pandemia, cuando sólo un quintil privilegiado demostró tener condiciones para aprender en casa, o sea tener “condiciones familiares” para “convertir tiempo en aprendizaje”.

  6. Las violencias escolares exigen una pregunta política transversal ¿cómo nos hacemos responsables de la contradicción estructural que supone que instituciones de garantía, protección y promoción de derechos sean identificadas por sus usuarios como “vulneradoras”, violentas y desiguales en el uso y distribución del tiempo escolar?

  7. Entre el 2008 y el 2010 comenzaron los primeros programas y leyes dedicados a la convivencia escolar en Latinoamérica. Chile publicó en 2002 su Política Nacional de Convivencia Escolar, y en 2011 la actualizó. Pese a que la convivencia escolar significó una revolución nominal en la pedagogía todavía no tiene indicadores claros que demuestren que la escuela no tiene como objetivo “enseñar contenidos” sino proporcionar e incentivar resonancias entre el curriculum, los contextos y las experiencias de sus comunidades. Después de 20 años de convivencia escolar debiera ser preocupante el retroceso en materias de inclusión que significó Aula Segura. Pero, aún más, que después de 6 años de devolver facultades de exclusión las violencias escolares se agudicen y diversifiquen.

  8. Hoy cuando leemos opiniones sobre las condiciones institucionales adecuadas para que nuestros “cerebros aprendan”, quizás sea clave partir antes por aspectos vitales que no limiten la vida a lo “socio”, a lo “psico”, a lo “bio” y a lo “neuro”, sino a elaborar y sostener preguntas transversales entre universidades, escuelas y comunidades como ¿cuál es la vida a la que estamos accediendo como comunidad? ¿Acaso es la vida que consideramos adecuada? ¿qué tiempos, conocimientos e infraestructuras se requieren para reproducirla y cultivarla?¿es posible acceder a cuidar/tener/ser una vida hoy en día?

Cuando las violencias escolares son pistas de una incongruencia de larga data entre el tiempo escolar y los ritmos vitales de las comunidades, cabe recordar la procedencia etimológica de la palabra escuela nos podría ayudar.

Schole”, que tanto para griegos como romanos definía la experiencia inédita de un tiempo “libre” antes de la antítesis moderna entre “ocio” y “productividad”, va a referir al conjunto de condiciones que permiten experimentar y cultivar otros ritmos vitales a los que nos son heredados por nuestro propio contexto histórico.

Ancestralidad de la palabra escuela perdida en la memoria que podría ayudarnos a afirmar que las violencias escolares no se deben a una invasión “del afuera” en “el adentro” sino a una incapacidad colectiva de larga data en hacer dialogar el tiempo escolar con las condiciones que tornan posible cultivar y reproducir una vida digna en la actualidad.

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