
La política que no vemos: Adolescencia y democracia
Hace algunas semanas, mi hijo de doce años me preguntó si podía crearse una cuenta en Instagram. No para subir fotos, me dijo, sino para “ver cosas”. La frase quedó suspendida entre la ternura y el desconcierto. ¿Qué cosas quiere ver un niño de doce años en una red social donde el algoritmo decide lo que aparece y desaparece en su pantalla? ¿Qué quiere mirar y, más aún, qué comienza a entender del mundo cuando lo hace desde allí?
Las plataformas digitales dejaron de ser espacios de entretenimiento. Se han convertido -sin que lo hayamos asumido del todo- en los nuevos entornos donde se aprende a habitar lo político. Ya no es el colegio, el partido, la movilización o la reunión familiar.
Hoy, adolescentes de 13, 14 o 17 años están formando sus primeras nociones sobre poder, justicia, desigualdad o derechos humanos en timelines que no controlan, con reglas de visibilidad que no conocen, y con códigos de interacción que cambian cada semana.
Pero no lo estamos viendo.
Porque seguimos creyendo que lo político es hablar de partidos, programas de gobierno o votaciones. Seguimos buscando discursos formales, participación explícita, ciudadanos bien formados que “sepan opinar” con argumentos.
Pero lo que ocurre con esta generación no cabe en ese molde. No hay partido al cual adherir. No hay líder que seguir. No hay ideología clara que defender. Hay, en cambio, un cúmulo de emociones, gestos, silencios y pulsos afectivos que configuran una subjetividad política distinta. Una que aún no sabemos leer.
Los adolescentes están observando con atención -aunque en silencio- los discursos que circulan. Detectan la violencia simbólica, los dobles discursos, la exclusión disfrazada de inclusión. Perciben, sin necesidad de explicaciones teóricas, que alzar la voz puede costar caro. Que opinar “lo incorrecto” puede significar quedar fuera del grupo. Que hay temas que el algoritmo muestra, y otros que entierra.
Entonces, aprenden. A callar. A leer el ambiente. A adaptarse. A performar.
Y desde ahí, comienzan a construir su relación con lo político, no desde la deliberación, sino desde la visibilidad. No desde el argumento, sino desde el código emocional y visual de su comunidad digital.
Lo político, para muchas adolescencias, ya no pasa por decir “yo opino que…”, sino por elegir qué mostrar, cuándo hablar, a quién seguir, y sobre todo, cuándo es más seguro callar.
Entonces la pregunta ya no es si esta generación está interesada en política. La pregunta urgente es: ¿qué tipo de democracia estamos incubando, cuando nuestros adolescentes están aprendiendo a participar en silencio y frente a una pantalla? ¿Cómo influirá esto en el ejercicio del poder, la democracia y generación de políticas públicas dentro de 20 años, cuando estas adolescencias estén tomando decisiones públicas?