
Destitución de Isabel Allende: Adiós al debido proceso
En el debate entre Carlos Peña y Jorge Correa Sutil a propósito de la destitución de la senadora Isabel Allende por decisión del Tribunal Constitucional, acerca de si es el derecho el que triunfó sobre la política o viceversa, y del que da cuenta Emol (ver en https://www.emol.com/noticias/Nacional/2025/04/09/1163014/cartas-pena-correa-sutil-derecho.html), estoy con el último.
Mientras Peña cita frases en latín para hacer parecer el análisis de lo justo como si fuese física cuántica, Correa Sutil acude a un argumento claro y que todos podemos entender: el TC ha condenado sin haber dado a las partes la oportunidad de probar sus afirmaciones. En otras palabras, ha condenado sin pruebas y ello es una derrota del derecho y no un triunfo. Correa Sutil uno, Peña cero.
¿Por qué no debió el TC destituir a Isabel Allende? Primero, porque no tenía pruebas para condenar (tampoco le interesó tenerlas ni menos pedirlas), como destaca con precisión Correa Sutil. Pero también por otras poderosas razones de las que el TC no logra desvirtuar en la fundamentación escrita del fallo.
La primera y decisiva razón es que no hay contrato celebrado, que es lo que exige el artículo 60 de la Constitución para que se configure la conducta sancionable.
Pero no hay ninguno.
El artículo 1438 del Código Civil nos dice que un contrato es un acto por el cual una parte se obliga para con otra a dar, hacer o no hacer alguna cosa. Nos entrega un concepto de contrato basado en los efectos que produce: el que las partes se obliguen. Si usted dice que una vaca es el animal que muge, puede concluir con seguridad que un animal que no muge (porque, por ejemplo, ladra) no es una vaca. Es su premisa. Pues bien, si un papel o documento suscrito en una Notaría no obliga, no es un contrato. Veamos, entonces, si obligaba o no.
Tal como lo señalan los dos votos disidentes, estamos frente a un contrato administrativo en el que el consentimiento del Estado supone tres etapas: autorización para celebrar el contrato, su suscripción y el decreto aprobatorio. El último no alcanzó a verificarse, de modo que el Estado no ha consentido ni consentirá. De este modo, la realidad objetiva es que no hay contrato celebrado y nadie debe entregar nada y nadie debe pagar un precio. No hay necesidad de invalidar el contrato o de dejarlo sin efecto, porque no existe.
El voto de mayoría del TC sostiene que el contrato administrativo se celebra cuando se suscribe. Eso puede ocurrir en los contratos privados, donde el consentimiento de ambas partes se manifiesta en la suscripción, pero no en un contrato administrativo, donde el consentimiento del Estado suponía, además de la suscripción, una tercera etapa a la que nunca se llegó.
Los disidentes, en su considerando 46, destacan varios ejemplos de contratos administrativos cuyo perfeccionamiento no se produce con la sola suscripción, sino con hechos posteriores.
Esto coincide con lo señalado por la Contralora General de la República.
En definitiva, sin contrato celebrado no hay ilícito constitucional. Y aquí se termina la discusión, en rigor. Lo que sigue es música. Pero sigamos, por amor a la música.
El fallo de mayoría del TC también yerra cuando sostiene que esta sanción se refiere a una conducta “objetiva”. Las conductas no son “objetivas”, pues siempre están presididas de una voluntad y de un conocimiento de los hechos. Por eso en derecho penal no se castiga al que no sabe y se admite la alegación de la ignorancia de la ley (lo que se conoce como “error de prohibición”). De hecho, constitucionalmente está prohibido presumir de derecho la responsabilidad penal y, consecuentemente, el conocimiento de la ley, que es uno de sus elementos.
Y cuando se trata del ius puniendi estatal, es decir, de la facultad de castigar del Estado, la llamada “responsabilidad objetiva” es excepcional, requiere mención expresa y desafiará siempre la idea básica de que debe castigarse al que “sabía”. No discuto aquí si la exsenadora Isabel Allende sabía, no sabía o debía saber; solo digo que la responsabilidad no es objetiva, que podía legítimamente alegar que no sabía y que determinar si eso era así o no debió ser objeto de pruebas, como bien señala Correa Sutil.
Pero el TC prefirió condenar a una persona sobre la idea de una responsabilidad objetiva y sin permitirle rendir pruebas sobre su inocencia. Eso es una violación flagrante del debido proceso, que es una garantía constitucional. No deja de ser una dramática paradoja que este derecho humano sea desconocido por el tribunal que debe velar por el cumplimiento de la Constitución. No sería un despropósito acudir a instancias internacionales para tratar de corregir este absurdo.
¿Todo esto le parece discutible? Sin duda. ¿Hay dudas interpretativas? Pero claro. El punto, como ya adelantamos, es que estamos en el mundo de la facultad del Estado para sancionar (el ius puniendi, diría Peña, para impresionarnos), que incluye al derecho penal, al derecho administrativo sancionatorio y a este derecho constitucional sancionatorio. Y en ese mundo es un principio civilizatorio incuestionado que en caso de dudas debe preferirse la interpretación que ceda en beneficio del acusado (in dubio pro reo nos diría, muy serio, Carlos Peña).
Por supuesto que hubo errores inaceptables por parte del gobierno que hablan de una incompetencia superlativa. Y por supuesto que la propia senadora y su equipo no pueden eludir su falta de diligencia debida en todo esto. Pero estos son análisis políticos y lo que sea que creamos en ese plano no cambiará el hecho de que el documento notarial no es un contrato, que su suscripción no bastaba para convertirlo en uno, que no se verificó el presupuesto fáctico del artículo 60 de la Constitución y que el fallo de mayoría del TC ha condenado sin infracción constitucional y sin pruebas.
La realidad es que en la voluntad del pueblo ningún Allende ha encontrado destitución alguna, ni en 1973 ni ahora. Solo las han encontrado en las armas y en un fallo lamentable que compila todos los errores posibles al sancionar, incluyendo los más graves de no abrir un periodo para recibir pruebas, de aplicar una responsabilidad objetiva y de castigar sin que se haya configurado la infracción.
El derecho no ha triunfado. Ha naufragado.