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Reflexiones sobre el existencialismo
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Reflexiones sobre el existencialismo

Por: Heber Leal | 25.02.2025
Si algo me ha enseñado el tiempo es que las categorías filosóficas suelen ser más difusas de lo que creemos. Cuando se habla de existencialismo, por ejemplo, rara vez se explica qué se entiende por ello. ¿Es un estado de ánimo o una corriente filosófica? ¿Un método o una intuición?

Cuando era joven y aún no entraba a la universidad, hubo cuatro autores que marcaron mi forma de pensar: Hermann Hesse, Edgar Allan Poe, Jean-Paul Sartre y sobre todo San Agustín. No los elegí deliberadamente. Llegaron, cada uno en su momento, y dejaron una huella que aún persiste.

A primera vista, parecen incompatibles: un místico cristiano, un poeta del horror, un novelista introspectivo y un filósofo del absurdo. Pero ¿lo son realmente? No dejo de preguntarme si existe una continuidad subterránea entre ellos, un hilo que no se deja ver fácilmente, pero que conecta sus pensamientos.

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Después entré a estudiar filosofía, pero nunca dejé de leer por fuera, como si necesitara otro aire, otro tono, algo que no se discutiera en clases pero que siguiera latiendo en la periferia de mi formación. Goethe, Kierkegaard, la poesía romántica inglesa y alemana, las entrevistas a Cortázar, los libros de Unamuno, que parecían escritos desde la entraña más que desde la razón, me daban algo que los textos estrictamente filosóficos no siempre ofrecían: una presencia viva, una filosofía que no estaba escrita solo para ser analizada, sino para ser respirada.

Y por supuesto, Armando Uribe Arce, que no era solo una voz sino un gesto, un personaje más grande que sus textos, con esa teatralidad intelectual que tan bien encarna la paradoja entre la seriedad y la burla, la lucidez y la rabia. Me cautivó su figura, no solo por lo que decía, sino por cómo lo decía.

La filosofía académica tiende a disimular el cuerpo detrás del argumento, a diluir la voz personal en un juego de referencias. Uribe, en cambio, parecía reivindicar el derecho a pensar con todo el cuerpo, a filosofar con la rabia intacta.

Si algo me ha enseñado el tiempo es que las categorías filosóficas suelen ser más difusas de lo que creemos. Cuando se habla de existencialismo, por ejemplo, rara vez se explica qué se entiende por ello. ¿Es un estado de ánimo o una corriente filosófica? ¿Un método o una intuición?

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Se habla de existencialismo ateo y existencialismo cristiano, como si la existencia pudiera ordenarse en dicotomías limpias. Pero lo cierto es que, cuando se desciende a la estructura profunda de estos sistemas, las fronteras se disuelven.

Desde hace años me interesa la distinción entre vida, existencia y realidad. No son términos equivalentes, aunque en el habla cotidiana tiendan a confundirse. La vida es un hecho biológico, pero existir es otra cosa: es estar arrojado en el mundo, es la conciencia de ese estar. Y la realidad, si es que algo así puede definirse, se construye en la tensión entre ambas. Esta diferencia la intuía antes de conocer la filosofía, pero sólo después pude darle un marco conceptual.

Como diría un querido profesor de la U replicar a Unamuno: vale, no soy filósofo, soy un humano de carne y hueso. Y si he de ser honesto, mi pensamiento no parte de la especulación pura, ni de la neutralidad académica, sino de la vida misma. Agradezco estar vivo.

Creo en un Dios salvador, amoroso y benevolente, aunque sé que la filosofía dura puede mirar con recelo este tipo de afirmaciones. No me preocupa. A fin de cuentas, todo pensamiento parte de una raíz existencial, y la mía, en el fondo, siempre ha sido más cercana a la gratitud que al escepticismo absoluto.

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Pienso en los antiguos. No soy de los que creen que Platón ya lo dijo todo, pero tampoco ignoro que ciertas estructuras de pensamiento han demostrado ser persistentes. San Agustín, Santo Tomás, Aristóteles, incluso Plotino y Eckhart, siguen teniendo algo que decir, aunque sus respuestas ya no sean las nuestras. No porque el mundo sea el mismo, sino porque ciertos problemas -el tiempo, la identidad, la muerte, la búsqueda de sentido- se reformulan, pero no desaparecen.

Tal vez el existencialismo nunca fue una corriente filosófica en el sentido tradicional, sino una intuición compartida por quienes alguna vez sintieron el peso de su propia conciencia. Quizás no se trata de una escuela, sino de un punto de inflexión en la vida de cada individuo: ese momento en que uno deja de preguntar por el mundo y comienza a preguntarse por sí mismo. Pero si eso es cierto, entonces la pregunta no es qué es el existencialismo, sino cuántos aún no lo han descubierto.