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San Antonio: Las usurpaciones de terreno y el derecho humanitario
En una reciente columna de opinión, el abogado Álvaro Ortúzar se pregunta si las usurpaciones (tomas de terreno) plantean un problema humanitario. Curiosamente, el columnista no contesta la pregunta. En cambio, da rienda suelta a un anticomunismo beligerante y preocupante. También vuelve, a más de 50 años de la elección democrática de Salvador Allende y del golpe de Estado, a tratar de convencernos de la necesidad (¿y justicia?) de este último.
Yo solo quiero tomar dos aspectos de su columna, porque, abogado como él, tengo un sentido de la justicia muy diferente y no quisiera que los lectores lleguen a creer que la concepción del derecho y la justicia del señor Ortúzar es mayoritaria. Muchos abogados (y abogadas, especialmente) creemos que la compasión es integrante de la justicia.
Veamos lo primero: ¿estamos frente a un problema humanitario? Me sorprende de hecho tener que argumentar. Desalojar a más de 10.000 personas, de las cuales un tercio aproximadamente son niños, es un problema humanitario.
Nadie sensato negaría que lo es, especialmente si no hay forma de acogerlos o darles refugio. No discuto aquí la justicia del fallo de la Corte; por ahora solo digo que genera un problema humanitario. Y no me parece algo menor.
Entiendo que lo anterior sea difícil de ver para personas que apoyaron incondicionalmente una dictadura sangrienta e inhumana, donde se asesinaba y torturaba incluso a niños. Ese tipo de personas sufre de una ceguera emocional, sin duda. Suelen sentir una compasión enorme por el derecho de propiedad, por la no discriminación arbitraria en materia económica o por la protección del emprendimiento.
Pero si se asesina o tortura a personas, incluso niños, la compasión brilla por su ausencia. Pueden llorar cantando el himno nacional, emocionarse en una parada militar o gritar al viento su amor por “la patria”, al tiempo que la pobreza y el sufrimiento de sus compatriotas los tiene sin cuidado.
Esa gente también ama a la ley, pero no a los que están bajo su imperio y, así, la ley es el escudo protector de sus privilegios y no una fuente de justicia. En un país donde hay pocos propietarios de mucho, la ley que protege la propiedad ampara un privilegio, qué duda cabe.
Establecido que estamos frente a un problema humanitario y encontrando correcta la intuitiva frase de Rodrigo Mundaca en el sentido de que el fallo esconde una “aberración”, la pregunta es cómo podría resolverse de modo justo una situación como esta.
Antonio Madrid nos recuerda en su estupendo libro “La política y la justicia del sufrimiento” que nuestro principal deber moral es impedir el sufrimiento evitable. Pero hay demasiados jueces y abogados que creen que la ley es lo que debe aplicarse, sufra quien sufra, como si el sufrimiento humano no fuese un aspecto crucial que debamos considerar si queremos arribar a soluciones justas.
Natalia Ginzburg, en un libro que ningún juez (sobre todo de familia) debería dejar de leer, nos dice en “Serena Cruz o la verdadera justicia”, que Salvemini, un reconocido juez del Tribunal Supremo de Italia, solía recordar la respuesta de un gran juez americano a un abogado que pedía justicia: “Yo no estoy aquí para hacer justicia, sino para aplicar la ley”.
Con razón, Ginzburg señalaba que eso le parecía un sinsentido, porque, a su entender, la justicia y la ley deberían ser una sola cosa y que, si una ley es injusta, debería escogerse la justicia.
Podrá ser muy legal la decisión de la Corte de Valparaíso, pero no creo que sea justa. Creo que su injusticia deriva sencillamente del trato que da a los niños. Ellos no han hecho nada, son inocentes y los efectos concretos del fallo es que serán arrojados a la calle, literalmente.
¿En verdad no pudo dictarse una sentencia alternativa, que hubiese conciliado el derecho del propietario con el derecho a la protección que tienen esos niños? ¿Lanzar niños a la calle y a la intemperie es lo que un juez justo hace? Yo no lo haría; imagino que usted tampoco.
La compasión es parte de la justicia. Yo creo que la justicia es una forma institucional del amor y que las soluciones que acarrean sufrimientos inmerecidos a inocentes, especialmente a niños, simplemente no pueden atribuirse el carácter de justas. La inhumanidad y el maltrato infantil no congenian con lo justo, más allá del apego formal a la ley.
En fin, lo anterior lo pensé aun antes de leer a Paul Ricœur y su “Amor y justicia”, pero me tranquilizó saber que alguien de su talla ya había juntado ambas palabras. Pero ya lo dijimos: los partidarios de un dictador violador de los derechos humanos deben tener problemas para entender de amor y justicia o de problemas humanitarios.
El segundo aspecto de la columna de Ortúzar me preocupa más todavía. No es sorpresa que Allende siga sacando lo peor de sus adversarios, incluso después de más de 50 años. Y es que Salvador Allende fue, probablemente, el último presidente que supo unir la compasión con la política. Su medio litro de leche sigue enterneciendo los corazones de las personas de buenos sentimientos. A hombres así, los bombardeos no los matan realmente.
No discutiré ahora el tema de la pretendida desobediencia de Allende a las sentencias judiciales (lo puedo hacer más adelante, con todo entusiasmo). Más bien, quiero llamar la atención es sobre la siguiente afirmación del señor Ortúzar: “En el gobierno de Allende, los fallos quedaban sin cumplir. En el actual ocurre lo mismo”.
Durante el gobierno de la Unidad Popular hubo un complejo y profundo conflicto entre el gobierno y una Corte Suprema abiertamente golpista. Era un escenario muy diferente. En el actual gobierno ese conflicto no ha existido y salvo situaciones extraordinariamente puntuales -que desconozco, pero que no puedo descartar- no he escuchado a nadie señalar de modo serio que los fallos no se cumplen.
Lo que me preocupa es otro asunto. ¿De verdad hay gente que dice cualquier cosa, sin responsabilidad alguna? Si se nos quiere convencer de que este gobierno sería en esto igual al de Allende, para cuyo derrocamiento se usó como excusa recurrente el incumplimiento de los fallos judiciales, ¿es que se nos quiere persuadir e invitar a evaluar otro golpe? Los nostálgicos pueden ser peligrosos.
Por mi parte, creo que el ministro Montes tiene toda la razón: aquí hay un problema humanitario. Deberíamos resolverlo desde la humanidad. Algo que, como hemos visto, suele echarse de menos en columnistas y en fallos.