Carlos Almarza: La historia de uno de los últimos volantineros que quedan con vida en Chile
Una de las tradiciones más antiguas de Fiestas Patrias, nacida en plena época colonial, va desapareciendo poco a poco: El arte de hacer volantines.
Carlos Almarza, nacido en Valparaíso hace 84 años, es uno de los últimos volantineros que quedan con vida en Chile y cada año ve cómo existen menos artistas de este oficio, pues la importación desde el extranjero de materiales lo ha mermado.
Lleva 71 años confeccionando volantines calados de diversos diseños y colores, y de una manufactura muy fina, permaneciendo hasta ahora en su ciudad natal.
Confecciona anualmente alrededor de 3.000 volantines, los que vende en el mes de septiembre para las Fiestas Patrias. En este septiembre, serán muchos que volarán en los cielos del puerto una tradición que mantiene viva cultores como Carlos.
Su historia busca ser rescatada por la Corporación Cultural de Lo Barnechea, pues durante estas Fiestas Patrias está exhibiendo una colección de más de 150 volantines hechos por sus manos, en el Espacio Arte del Centro Cívico de Lo Barnechea (Av. El Rodeo 12777).
El arte hecho volantín
La primera vez que los volantines aparecieron en la vida de Carlos Almarza (84) fue cuando era un niño de 13 años. Tantas eran sus ganas de encumbrarlos, y tan poco el dinero disponible para comprarlos, que su única opción era adueñarse de los que otros perdían. Eran los tiempos en que el hilo curado estaba permitido y cada fin de semana se organizaban competencias a los pies del cerro Rodelillo, en Valparaíso.
No era el único. Como él, muchos otros recogían trozos de hilo y los anudaban hasta tener la cantidad suficiente. “Parecía rosario con tantos nudos”, recuerda. Sus habilidades manuales se manifestaron cuando creó sus primeros volantines, de un solo color porque “no sabía cortar”, y usando retazos sobrantes de los pliegos de papel.
No sabe bien cómo ni cuándo, pero un día recibió algunas monedas de centavos de plata y sin pensarlo dos veces, compró 10 pliegos de papel volantín de distintos colores. Fue a visitar a un fabricante de volantines del barrio y aprendió la técnica, usando como referente un volantín que había rescatado y que le llamaba la atención por su variedad de tonos y diseño.
Tan bien le fue que se corrió la voz, vendió todos los volantines y su siguiente compra fue de 100 pliegos de papel. Durante décadas, Carlos combinó el oficio de volantinero con su trabajo en una carnicería, donde estuvo 58 años. Cada septiembre decoraba el local con sus diseños, vendiendo alrededor de 3.000 unidades. Incluso se hizo conocido con el apodo de “Don Jote”.
Para preservar su arte, Carlos ha realizado más de 50 talleres. “Espero que cuando yo no esté, alguien más pueda seguir haciéndolos. Es que no hay nada como ver a un niño jugando con un volantín”, reconoció.