La 'casta' doméstica pone en peligro la democracia
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La 'casta' doméstica pone en peligro la democracia

Por: Luis Herrera - Roberto Pizarro | 08.09.2024
El modelo económico-social, promotor de desigualdades, en el que unos valen más que otros, en el que unos tienen más poder que otros, es el que sostiene la corrupción y la reproduce. Y, la corrupción pervierte lo público, desacredita la política, el orden jurídico y las instituciones. La casta doméstica pone en peligro la democracia.

El concepto de “casta” ha sido puesto recientemente de moda por el pintoresco presidente de un país vecino. La Real Academia lo define como: "Un grupo que forma una clase especial y tiende a permanecer separado de los demás por su raza, religión, etc."

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Esta definición resulta inquietante y certeramente aplicable a una realidad social que ha caracterizado porfiadamente buena parte de nuestra historia y que, recientemente, se ha hecho más evidente.

En realidad, no hay duda de que existe una casta multi-tentacular capaz de controlar y manipular el país. Se evidencia en que el 50% de la riqueza esté en manos del 1% de los más ricos; que casi todos los medios de comunicación escritos, hablados y la televisión sean propiedad de grupos económicos; que hayan crecido universidades privadas, de orientación monopólicamente conservadora; que el empresariado tenga a políticos, de variados signos, en sus directorios y paguen sus campañas; que existan preocupantes vasos comunicantes de políticos y empresarios con el poder judicial; etc.

La casta nacional tiene hoy poder suficiente para bloquear y sabotear alternativas de cambio, asegurando su propia reproducción mediante la férrea defensa del modelo económico-político que la sustenta. Ello explica las inmensas dificultades del actual gobierno para materializar sus propuestas de transformación.

La casta ni siquiera requiere ya de complejas conspiraciones proactivas para asegurarse de que “las cosas funcionen como deben” porque, en gran medida, la cancha ya “viene rayada”, y el sistema político/económico opera eficientemente en forma semiautomática en su favor, produciendo, reproduciendo, y aprovechando las desigualdades.

Dada la evidente “colonización empresarial de la política”, el empresariado chileno ha logrado montar una estructura altamente efectiva compuesta por políticos, altos funcionarios públicos, comunicadores y miembros del poder judicial que operan en su servicio (incluso inconscientemente, a veces).

Naturalmente, el sistema también está orientado para extender y mantener un denso manto de opacidad sobre su propia existencia. La “normalidad” es su campo más deseado y fértil. Y las ocasionales desviaciones son rápidamente cargadas a la cuenta ajena, generalmente estigmatizándolas como escoria externa y “antisistema”.

Así, por ejemplo, el estallido social, la inseguridad, la inmigración, el conflicto mapuche, etc. son denunciados mediáticamente como intrínsicamente contrarios a la “normalidad democrática y se exige su perentoria y drástica eliminación (sin que la casta admita responsabilidad alguna en su gestación).

Ocasionalmente, eso sí, las cosas se complican. En semanas recientes sucedió una “anormalidad” telúrica que el sistema no pudo prever. A través de una inesperada grabación clandestina (totalmente carente de intencionalidad antisistema), hemos conocido la tortuosa historia jurídica-política del abogado Luis Hermosilla, una especie de Fouché local, quien ha venido utilizando su influencia en el sistema judicial para favorecer y proteger sigilosamente a la casta que controla los destinos del país. Es decir, actuando con perfecta “normalidad”.

Hermosilla, había gestionado el nombramiento de altos cargos en la Corte Suprema y Corte de Apelaciones e incluso ayudado al nombramiento del propio director de la PDI, a cambio de información privilegiada para sus propios negocios jurídicos. Lo conocido hasta el momento salpica seriamente al poder judicial y sus instancias superiores, exponiendo su gran vulnerabilidad ante manipulaciones encaminadas a asegurar designaciones adecuadamente funcionales.

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Gracias a CIPER y a los WhatsApp rescatados del celular de Hermosilla se conocen, entre muchas otras cosas, lo del exfiscal Manuel Guerra favoreciendo a los inculpados en el infame caso Penta (que culminó con las risibles condenas de clases de ética y que, además, permitió exonerar al senador Iván Moreira), y también lo del bullado caso Dominga, en que se exculpó al expresidente Piñera. Y parece inevitable recordar los casos de colusión de farmacias, los pollos, el papel, etc.

El triángulo empresarial-jurídico-político se reproduce muchas veces en diversos otros casos, con un actor adicional frecuente y conspicuo: Andrés Chadwick, el principal lugarteniente de Piñera. Y así suma y sigue.

La casta tiene ahora un inesperado motivo de sobresalto. Pero, en este caso, resulta más complicado e implausible culpar lo ajeno. El sistema aparece incómodamente visible y con escasa ropa.

Previsiblemente, sin embargo, la operación de control de daños del sistema se ha puesto en marcha de inmediato, primero en forma mediática. El objetivo inicial es degradar la percepción ciudadana ante el fuerte “pantallazo” que ha iluminado la contundente evidencia expuesta. Se trata de “empatar” las cosas.

Hay corrupción en todos lados”, se escucha. Andanadas de “fakes” se lanzan apuntando a los detractores de la casta, insinuando complicidades imaginarias, o aludiendo a hipotéticas conductas similarmente censurables. Incluso se amenaza con arrastrar a supuestos “intocables” en la caída.

En cualquier caso, este imprevisto terremoto parece seguir teniendo réplicas (y damnificados). Habrá que ver cuánto tiempo transcurre antes de que regresemos eventualmente a una “normalidad” aceptable para el sistema.

Así las cosas, la confianza en las instituciones continúa su deterioro, ya bastante debilitada por los escándalos de corrupción destapados en las Fuerzas Armadas y en Carabineros, y por la bajísima popularidad del Congreso. Y, con la pérdida del respeto básico a las instituciones, la democracia pierde solidez.

Seamos claros. En nuestro país, con un poder económico concentrado en extremo, los dueños de la riqueza han tenido tradicionalmente más oportunidades de violar la ley impunemente, controlando los mecanismos para prevenir que la justicia los castigue. Así está quedando en claro con la vergonzante evidencia emanada del caso de Hermosilla.

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El modelo económico-social, promotor de desigualdades, en el que unos valen más que otros, en el que unos tienen más poder que otros, es el que sostiene la corrupción y la reproduce. Y, la corrupción pervierte lo público, desacredita la política, el orden jurídico y las instituciones. La casta doméstica pone en peligro la democracia.

Crédito de la fotografía: Agencia Uno