Las Olimpiadas y las huellas de los otros en nuestros logros
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Las Olimpiadas y las huellas de los otros en nuestros logros

Por: Alemka Tomicic | 17.08.2024
Se ha demostrado de manera sistemática el efecto que tienen las creencias de las y los docentes sobre las capacidades de sus estudiantes en sus desempeños académicos. Lo mismo se ha observado en padres y madres que sostienen creencias positivas sobre el desarrollo de sus hijas e hijos pequeños

Mi fascinación por Nadia Comaneci, su vuelo al infinito y el diez perfecto, ha tenido diversas explicaciones en el transcurso de mi vida; hoy por hoy, prevalece la que dice que su hazaña en las Olimpiadas de Montreal en 1976 coincide con mi año de nacimiento. Unos meses antes de que me lanzaran al mundo, la pequeña gimnasta rumana asombraba con su hermoso salto en las barras asimétricas.

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Cuarenta y ocho años después, en las Olimpiadas de París, vemos con admiración a jóvenes que, en representación de sus países de origen, demuestran los logros que parecen glorificar la perseverancia, la tenacidad y la fuerza de voluntad.

Salvo los deportes en equipos, buena parte de los Juegos Olímpicos nos muestran a hombres y mujeres a solas con sus cuerpos, desafiando el tiempo, la precisión, la fuerza, la concentración, y a otros cuerpos.

Escuchamos nombres, Simone Biles, Rebeca Andrade, Noah Lyles, Adriana Ruano, Francisca Crovetto, Armand Duplantis y muchas y muchos más. Sin embargo, basta con ver o escuchar las reacciones luego de la victoria, y siempre aparecen otros u otras: el tenista serbio Novak Djokovic escala las graderías para abrazar a su familia; la tiradora británica Amber Jo Rutter, apenas obtenida la plata, se apresura a tomar en sus brazos a su hijo de meses. Ninguna de estas y estos deportistas se agradece a sí mismo, ni a las horas de entrenamiento fundamentales, por cierto.

Ninguna lo hace, insisto, tal vez porque este aspecto esencial -la mayor parte del tiempo invisible para los ojos-, se vuelve ostensible e indispensable para perseguir la victoria y para el momento mismo en que se alcanza.

En tercero básico pasé a formar parte de la selección de gimnasia rítmica de mi colegio. Estábamos muy lejos de las grandes potencias de Europa oriental y de ese escenario de la Guerra Fría, sin embargo, las expectativas de nuestra entrenadora se acercaban bastante a esa zona. Hacíamos las prácticas en la cancha de básquetbol a cielo abierto y, una vez a la semana, nos reuníamos en una sala con un televisor y VHS para ver y estudiar atentamente las rutinas de las gimnastas que competían en los mundiales.

La entrenadora, con absoluta convicción, nos indicaba los elementos de la rutina que eran de su interés, y nos los dejaba como tarea para que los “sacáramos tal cual”. Debíamos anotarlos en nuestros cuadernos usando símbolos y dibujos, y volvíamos a las prácticas, investidas con el regalo de la certeza de nuestro potencial. Ninguna participó en los Panamericanos o las Olimpiadas, pero estoy segura de que todas, de alguna manera, ganamos el poder que un otro u otra te da con el tan solo hecho de creer en ti.

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Si bien lo anterior podría ser una anécdota, resulta ser un recuerdo que me ha revisitado muchas veces, ya no más como deportista, a decir verdad. Más bien en las distintas instancias en las que he sido algo así como lo fue mi entrenadora para mí: como hermana mayor, como amiga, como mamá, como pareja, como profesora, como mentora, como colega, y así. Es decir, en prácticamente toda relación en la que se ha producido una combinación de expectativas y confianza respecto de lo que puede ser realizado o alcanzado por el otro.

Se ha demostrado de manera sistemática el efecto que tienen las creencias de las y los docentes sobre las capacidades de sus estudiantes en sus desempeños académicos. Lo mismo se ha observado en padres y madres que sostienen creencias positivas sobre el desarrollo de sus hijas e hijos pequeños. Más recientemente, se ha determinado la influencia de las expectativas y creencias basadas en el género para el caso del aprendizaje de matemáticas y ciencias en niñas y jóvenes estudiantes universitarias.

No se trata, claro está, de un cambio cognitivo del tipo declarativo, algo así como “decretarlo”; hasta el llamado de “los poderes de los gemelos fantásticos” requiere una relación, una dimensión afectiva, un convencimiento compartido con fuerza de verdad.

El psicólogo ruso Lev Vygotski, creó en 1931 el concepto de Zona de Desarrollo Próximo (ZDP), en el que dio cuenta del fundamento social de todo aprendizaje. Él definió este espacio como la distancia entre el punto actual y el potencial de desarrollo de un individuo, el que solo puede ser alcanzado por el andamiaje -concreto o simbólico- que le presta otro individuo.

Así, un o una estudiante y su docente pueden constituir una ZDP, tal como un o una paciente y su psicoterapeuta, o un o una deportista con su entrenadora o entrenador. Y, aun cuando el o la estudiante se gradúe, aun cuando la psicoterapia finalice o cuando la tiradora deba enfrentar por su cuenta la competición, la impronta de su profesor o profesora, de su psicoterapeuta o de su entrenador o entrenadora, queda en los conocimientos, cambios o habilidades que ayudó a producir.

Lo que hace un poco menos de cien años nos enseñó Vygotski es que, entonces, cualquier tipo de aprendizaje ocurre necesariamente en una relación, en un marco interpersonal, que recrea aquello que se aprende y, con ello, le imprime un sello único.

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Quienes tuvimos la oportunidad de ver el domingo del 4 de agosto la final en la que Francisca Crovetto se adjudicó el oro en tiro steek en estas Olimpiadas de París, fuimos testigos a través de sus palabras de la historia de su andamiaje, de los rastros de su Zona de Desarrollo Próximo: “Trabajamos mucho para llegar a este día con todo mi equipo y mi familia. Lo más lindo del mundo es poder tenerlos a ellos en la tribuna, porque la verdad, sin ellos, habría sido imposible".

Crédito de a fotografía: Agencia Uno